Amanezco con el sabor de sangre en la boca; es dulce, tenue, y casi ha desaparecido; sin embargo esta presente en mis encías, en mi lengua y en mi saliva que escapa entre mis dientes. Es un sabor familiar, perceptible entre tus caricias perdidas, afables como la lisonja de la muerte que repta como el mismo demonio acercándose, cercándome. Húndeme y sálvame de la letanía que circunda las planicies de vehemencia que me carcomen, comienza mi vida en muerte con tu mirada ansiosa; ante ti solo soy un velo de escamas que se desmoronan con el bufar del viento. Tus ojos sanguíneos observan el rastro ardiente que se consume en las montañas; ni siquiera la plusvalía de los retrogradas será suficiente para alimentarme en mis noches de miseria.
Mis cortinas sangran, están manchadas de tu sangre, de esa estirpe que ha sido derramada para alimentarme, para alimentarte; para alimentarnos en esta noche satírica llena de suspiros fosilizados; así nos sostenemos en este momento infalible que corruga nuestras visiones amargas, nuestros sabores visuales se vuelven presentes en un círculo de malicia que solo la sutileza podrá apabullar dentro de un canto mudo que mostrara los menesteres de la sed de vida, de el apetito de muerte. Es cuando la sangre se vuelve lágrimas y los respiros en los ojos de la eternidad se vuelven agónicos y pausados; dolorosos al sentirlos, al vivirlos, al soportarlos al paso que la peste avanza, de la necesidad del hambre, de la satisfacción de la lluvia escarlata que nace de ti; del aliento inmutable, de tus besos de seda bañados en sangre, de tu atisbo maldito, de tu aliento extinto. Así ha caído el ángel, le he brindado eterno descanso, la temporada escarlata se extingue en tus ojos, en tu piel suave de seda; tan blanca como el mármol, esa piel suave y agonizante de la cual extirpo tu vida. Así hasta que la noche caiga el legado será escrito en tu piel, con mi sangre y tu sangre; puedes descansar que ahora vives en mí.
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