Quien escribe en estos momentos, no soy yo, sino un loco aún más desatado que el que cotidianamente sube escritos para vuestra consideración. ¡Es que ha sucedido algo que escapa a toda lógica! Un tío lejano, que nunca conocí, me ha legado la desorbitante suma de tres mil quinientos millones de pesos, algo así como seis millones de dólares, si no me equivoco, (y si me equivoco, es razonable, es muy razonable). Si, señores: ¡Tres mil quinientos millones de pesos! Esto, que me cae literalmente del cielo como un guascazo divino, viene a desmentir de manera rotunda y determinante, aquello que escribí hace pocos días, en donde me declaraba en la quiebra más absoluta, solventada a medias por los vocablos que relucen en mi boca, aún en descampado.

Por todo lo acontecido, no me cabe otra cosa que pensar, que un dios cualquiera, ustedes invístanlo a su propia manera, se habrá condolido de tanta miseria y se habrá dicho: -¡Que triste existencia ha de ser la de este pobre tipo, por el amor de Mí! Le mandaré el dinero suficiente para que se compre la biblioteca de su ciudad.
Y dicho y hecho, ha cortado de inmediato, con un simple gesto, la avara existencia de mi pobre y desconocido tío (nadie acumula tamaña fortuna sin haberle mezquinado hasta el aliento a sus semejantes) y lo ha mandado a sus celestes cuarteles, no sin antes conminarlo, de manera suprema, a que me legara toda su fortuna.

Por lo tanto –y como es dable imaginar- me perderé un buen tiempo de este templo de la palabra para dedicarme a la tarea más mundana de administrar mis nuevos bienes.

Y en cuanto a mi supuesta y aristocrática verborrea, olvidaré un tanto este don, ya que, con tres mil quinientos millones en mis alforjas, sólo bastará un chasquido de mis dedos para que se me cumplan todos los sueños ¿O acaso me equivoco?..