Cuando comer esta comida hecha con el cadáver de un ave me hastía o cuando algún japonés me recuerda, insistentemente, el infinito valor del trabajo frente a la vida misma, me siento en mi sillón cómodamente, olvido todo lo que estaba haciendo y sin miramientos me dispongo a volar. Esta práctica, reservada sólo a aquellos con las agallas suficientes para hacer el ridículo, ha sido mi escapatoria favorita desde que era muy niño. Recuerdo escapar volando sobre los techos de la vieja casona (esos techos que estaban sobre el Cuarto Grande) de una sacudida bien planeada por mi Ma - una paliza que de seguro me tenía merecida - mientras intentaba infructuosamente hacer desaparecer, por enésima vez, el chicote omnipresente de su severidad.
Algunas veces volaba por las tardes, como entre las 5 y las 6, donde el crepúsculo del atardecer parece incrementar marcadamente la capacidad aeronáutica de todos los potenciales desplumados pilotos. Algunas veces, muy pocas en realidad, lo intentaba al amanecer. Debo confesar, sin embargo, que el esfuerzo extra ejercido al despertar me impedía conseguir un eficiente y exitoso despegue, seguía ligeramente adormecido. Y todo el mundo sabe que uno no debe volar cuando se encuentra adormecido, especialmente en ayunas y cuando es invierno.
¿Y, cómo dejaba de volar? Pues, simple: bajas de picada y apenas estar por tocar tierra te echas para atrás y de un golpe de tacón regresas nuevamente a la normalidad. Esa es la forma más segura de aterrizar porque la otra es más traumática y de esa es mejor no hablar porque las secuelas que deja lo hacen vivir a uno muchos años con la misma tristeza. |