Me imagino que debido a la edad, mi abuela padecía cierto grado de hipocondría. Por eso, aunque gozaba de una salud envidiable; venía a verla casi todos los viernes Arturo, un médico amigo de mi padre...

La auscultaba y tomaba la tensión; recogía un tarrito de análisis de orina preparado por ella al efecto con gran cuidado y le informaba de los resultados que había arrojado el análisis de la semana anterior.

El médico le recetaba con alarde y ostentación unas inofensivas cápsulas de vitaminas, o le dejaba unas inocuas pero milagrosas pastillitas de colores en la mesita de noche. Mi abuela se quedaba encantada del tratamiento aplicado y tranquila por estar, en sentido terapéutico, en tan buenas manos.

Después Arturo se tomaba una cerveza con mi padre en la cocina, cortaban unos taquitos de jamón o abrían una lata de anchoas de Santoña. Y mi madre tiraba a la basura los botellines vacíos y el recipiente con el pis.

Murió a los noventa y nueve años, se quedó a tres semanas de cumplir el siglo.