- ¿Mamá?- Resonó dentro de las cuatro paredes rompiendo erráticamente el silencio omnipresente.
Esa básica palabra fue todo lo comprensible que logró articular con dificultad, con su boca desfigurada por el efecto de la enorme cantidad de drogas que había ingerido en contra de su voluntad. Sintió como la saliva se escapaba de su control, se precipitaba una y otra vez hacia el suelo, así como su propia vida se escapaba de sus adormecidas manos.
Despertó en ese estado deplorable, con el cuerpo entumecido y las piernas completamente inmóviles, heridas, fríamente paralizadas. Le acosaba un dolor de cabeza como ninguno anterior y sufría con el estómago revuelto como un huracán. Haciendo un gran esfuerzo logró ver, cuando recuperó parcialmente la vista, alrededor de sí dos o tres pozas creadas con su propio vómito, entonces las arcadas se mezclaron nuevamente con la jaqueca. De haber podido vomitar nuevamente, seguramente lo hubiese hecho. La repugnante mezcla de olores en esa diminuta sala hacían del aire una masa tan densa y pestilente que los pulmones le rechazaban con todo su ser. Putrefacto es un término que no abarcaba la magnitud de tal hedor, hedor a sangre, a muerte y a terror.
Intentaba volver a sentir el propio cuerpo, mientras el pánico se enseñoreaba en su mente y se apoderaba de sus pantalones. Así, cuando recobraba el sentido, volvió a abrir los ojos en un último acto de valor. Al evitar concentrarse en el asco que le daba salpicar sobre sus propios jugos gástricos subió un poco la mirada, sólo para encontrarse con la gran concentración de sangre que se secaba sobre la alfombra. Entonces se resquebrajó. Lloró descontroladamente, implorando a los cielos y quizás a los infiernos por una miserable gota de piedad. Pocos podrían haber reconocido en esa imagen de escoria tal; a un ser humano, menos a un renombrado detective de la fuerza pública.
- No llore mi amor, su mamá le está preparando una rica cazuela; y con harto zapallo como a usted le gusta.- Se hizo escuchar imperativamente tras la puerta de la cocina una tierna pero agotada voz de mujer.
Escuchar esa calmante voz no pudo relajarle, los gritos y llantos se agudizaron. Comenzó a saltar como un pez fuera del agua entre lágrimas y pestilencias hasta el cansancio, no debía permanecer en ese maldito lugar ni siquiera un segundo más. Sus años de servicio le habían enseñado a luchar con razón e instinto hasta que ninguno de los dos se dignara a responder. Esa señora no le pondría una mano encima mientras su corazón latiera.
- ¿Qué le pasa, tiene miedo? No se preocupe mi amor, el papá se fue muy lejos, ya nunca va a volver a molestarnos. Su mamá nunca va a dejar que ese degenerado le vuelva a poner las manos encima. Así que quédese bien tranquilito mientras la comida está lista, o voy a tener que mandarlo a acostar sin postre.- Dijo nuevamente la voz de madre agobiada desde la cocina, esta vez su voz resonaba con aires de autoridad y un poco de rencor. Se dibujaban con tinta indeleble en sus palabras aquellos pasados que le acosaban y atormentaban.
Mientras tanto, el pobre detective ya ni siquiera era dueño de sus esfínteres. La pestilencia se agrandaba y consumía todo a su alrededor.
En ese instante, para cuando las ilusiones de salvación ya se habían consumido, la puerta fue derribada de un golpe seco. Acto seguido policías y fuerzas especiales entraron raudamente a la pequeña casa de los tranquilos suburbios y en un minuto ya habían capturado y reducido a la mujer en la cocina. Los ojos del detective se llenaron una vez más de lágrimas, esta vez cargadas con alegría y renovadas esperanzas.
En tanto que algunos colegas le asistían, muchos otros oficiales se tapaban la nariz y la boca para evitar asquearse, otros rompían ventanas para ventilar el lugar, y habían los que no podían sino pararse y sucumbir a las nauseas ante vista tan espantosa. La mujer que intentaban sacar de la cocina entre tres hombres se resistía con uñas y dientes, gritaba a los cuatro vientos maldiciones contra su marido, que el bastardo ese no volvería a tocarla a ella ni a su hijo, que no volvería a sufrir jamás el maltrato de ese animal, que nunca se llevarían a su hijo mientras ella viviera. Cada vez más intensamente lloraba, lloraba a mares mientras intentaba morder y arañar cuanto le separaba del herido y maltrecho detective.
Ya habiendo recobrado un poco la conciencia, y batiéndose entre la putrefacción y los gritos cada vez más agudos de la señora que se llevaba la policía, logró apoyarse en dos de sus camaradas para erguir lo que le quedaba de cuerpo sensible. Los dolores parecían ser sanados lenta y progresivamente por la calma que le producía el saber que pronto amanecería para él un nuevo día. Con la última fuerza que le restaba miró a su alrededor, miró por última vez a los que le acompañaron en esa aterradora velada. En el suelo yacía el cuerpo de un pequeño de aproximadamente seis o siete años, con las ropas rajadas y moretones sobre su frágil cuerpo inmóvil. Una vista desgarradora, el cadáver llevaba un tiempo emanando el predominante olor a descomposición que inundaba el cuarto. Un poco más allá, cerca de un sillón que se destacaba sin problemas, también estaba el cuerpo violentamente desmembrado de un hombre, unos cincuenta y tantos, le faltaban tanto los brazos como las piernas así como varios órganos internos, y un enorme cuchillo de cocina coronaba la escena clavado en su gruesa garganta ensangrentada. La sangre había brotado desde el obeso cuerpo tiñendo la alfombra y el parqué de ese rojo tan característico y chocante.
Los ojos lentamente se le cerraron de cansancio, y pensó brevemente en la impresión y el asco que se llevarían sus colegas al destapar la olla donde la pobre mujer cocinaba con tanto esmero. Cocinaba en medio de sus alucinaciones, los restos mortales de su marido, de su torturador, de la víctima de toda la brutalidad y odio contenidos hasta ese entonces. Ahora todo parecía tan lejano que se dejó caer en un profundo sueño en los brazos de sus compañeros. Antes de perder nuevamente la conciencia se apiadó de los muertos, y encontró un lugar apartado dentro de todo su rencor para intentar compadecerse de la enloquecida mujer que le había capturado y adoptado en reemplazo de su fallecido retoño. La putrefacción y el agotamiento se lo llevaba ahora un merecido y esperado descanso.
Contra todas sus expectativas había logrado de alguna manera salvar su pellejo, había salido de ese infierno con su vida; mas jamás lograría recuperar su alma, ella se quedó desplomada y paralizada haciendo compañía a padre e hijo violentamente asesinados sobre la alfombra en un conmocionado vecindario en la periferia de la gran ciudad.
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Para Romy A.
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