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"Lo que se hereda no se roba", decía Pura, cuándo llego de España en un barco cargado con las cenizas de la República. De ella heredé la morcilla asturiana casera, con sangre, pasas y ajo. La morcilla tiene varios secretos, el más importante es cantar: -con voz alta y marcial- “Pero nada pueden bombas, pero nada pueden bombas, cuándo sobra corazón Ay Carmela… Ay Carmela”, mientras picamos el ajo. El ajo, así picado, lleva la firmeza y el idealismo del abuelo miliciano. Luego hay que revolver la sangre recordando la derramada por el Generalísimo, y salarla bien, con lágrimas mejor, hasta formar una pasta espesa y negra. Negra como el velo de viuda que cubría su cabeza cuando llego al puerto de Rosario cargando con sus seis hijos varones. Demasiado pequeños para mártires de la República, demasiado mayores para salir a ganarse el pan y convertirse en hombres "como Dios manda", a pesar de sus pantalones cortos. Luego la vida la endulzó, agregando las veinte pasas de uva, una por cada uno de mis primos, sus nietos.

"El camino recto es difícil, pero es el único". Los consejos de don Farina, mi abuelo materno, son esenciales para cortar tallarines. Recibí de él, el gusto por amasar la harina que lo nombraba hasta en el apellido. Harina blanca, como la boina con la que enfrentó a los conservadores en su adolescencia. Por eso sus salsas eran siempre caseras, ¿"Conservas" en su casa? Jamás, ni siquiera de tomates. “Cuándo la salsa es picante, se le pone salsa a la conversación” era su lema para la arrabiata. El coqueteaba con las especies, a las que dominaba con un saber innato, venido de oriente, como las invasiones que formaron la raza de la tierra de sus abuelos, Sicilia. La canela dulce y amarga como la vida, la cebolla que nos remonta a la infancia -por eso lloramos al pelarla-, la pimienta invisible y cálida como la amistad, la albahaca fresca y jovial, el romero enérgico y dominante como un general, el ají molido, huraño, radical e intransigente, como él; que fue expulsado del ejército por negarse a que sus reclutas le juren lealtad al tirano Aramburu, el día de la bandera del 59.

De la mirada celeste, casi albina, de mi abue1a polaca heredé los postres. Sus dulces eran el mayor homenaje que han recibido la leche y el azúcar, los primeros sabores de la vida. Con una porción de struddel ella podía derrotar a cualquier adversario, desarmándolo con la misma magia que usan las hadas en los cuentos. Sus selvas negras eran el escondite perfecto, para las malas notas en la escuela, las peleas con mis hermanos o los jarrones rotos. Un amor sin dolor es como una boda sin música, me dijo al darse cuenta, ella y solo ella, de mi primer desengaño amoroso. Después se dedicó a curarlo a base de tortas de nuez, chocolates humeantes y polvorones quebradizos, como sus huesos, que la terminaron confinando a una silla de ruedas.

La mayoría de edad no me la dio ningún almanaque, la obtuve el día que papá me dejo su lugar en la parrilla. Comencé así el aprendizaje más importante y arduo de mi vida. Lo primero es encender el fuego y soplarlo con fuerza para que nunca se apague. Luego hay que saber como distribuir tus brazas, hay muchas chispas y humo que pueden enceguecer tu mirada. Para poner la carne en la parrilla, primero hay que aprender a salarla y saber mucho de prioridades y pausas. Luego, con viveza criolla, con exactitud de ingeniero y responsabilidad de comandante, hay que buscar el punto justo, que es distinto para cada integrante de la familia, ello exige entender y aceptar las diferencias entre sus deseos y tus gustos, entre sus juicios y tus antojos. Por último, hay que distribuir los lugares en la mesa, para el pan, el vino, la familia y la sal de la charla.

Mamá me doctoró honoris causa en la velocidad y los sabores de la vida moderna. Ella siempre tenía el plan perfecto para robarle un recreo a la rutina. Armada con un par de huevos fritos, un café, o una picada, conseguía que el tiempo cuadriculado y rígido de los compromisos y las urgencias, se curvara como en los relojes del cuadro de Dalí. Preciosos minutos que se disfrutaban durante horas, fugaces horas que se agotaban en un parpadeo de intimidad y calma.

Con todos estos ingredientes en la mochila partí a Europa, el día de año nuevo del 2002. La fecha la elegí por cábala, es importante tener suerte para encontrar tus propias recetas. Por ese entonces la Argentina del cacerolazo solo prometía ollas populares. Al poco tiempo de rodar por las direcciones de mis parientes, un primo segundo casado con una francesa, me ofreció trabajo en su restaurant en Burdeos.

En la cocina de Chez Mermere conocí a Charlotte. Ella balbuceaba algo de español y me enseñó a hablar francés, en la calle y en la cocina. Charlotte, era la encarnación de la cocina francesa, ojos almendrados, piel de crema, blanca y exquisita, labios beaujolis, cabello borgoña, frágil y rígida como una baguette, por momentos amarga y oscura, casi siempre dulce y delicada, como el buen chocolate. A las pocas semanas deje el hostel y me instalé en el departamento que alquilaba cerca del Parc Bordelais. Nuestra vida olía a echallotes fritos, a camembert, ostras y champiñones, a sexo y hachís Nunca estuvimos enamorados, una noche lo dejamos en claro abriendo nuestras almas como se abren las ostras al vapor. Yo ahorraba mis dos francos semanales y algunos euros, y los derrochaba viajando por Europa. Excursiones que ella desdeñaba casi siempre, con esa altanería tan francesa, que se enorgullece de considerar bárbaros a todos los otros habitantes del mundo. En esas salidas conocí los lugares con los que había soñado desde mi infancia, otros sabores, y a veces otras pieles. Llegue incluso a Wroclaw, en el corazón verde de Polonia, de donde el Zwi Migdal reclutó, vaya a saber como, a una campesina de 15 años para que viniera a la Argentina, mi bisabuela.

En una de esas salidas la novia de un primo, me propuso un trabajo de temporada en un hotel de Ibiza. Charlotte no se entristeció más de la cuenta con la partida de su “Tango” a España. Si te das vuelta en el andén de una estación de trenes, estas haciendo una promesa, por eso subí a mi tren en la Gare Saint Jean sin mirar atrás. Unos meses después, mientras servía mesas en un centro de esquí en Andorra, me di cuenta que mi viaje había finalizado. Hay dos tipos de viajeros, los que viajan mirando el mapa y los que viajamos mirando el espejo. Ellos se van a encontrar su lugar en el mundo y nunca más vuelven, nosotros viajamos a nuestro interior, para encontrarnos a nosotros mismos y poder volver a casa.

El 25 de mayo de 2003 llegué a Ezeiza. Me encontré a mi país dividiendo una torta que siempre se reparte entre los mismos, con un presidente desconocido, asumiendo el gobierno y llenando la Plaza de Mayo de piqueteros leales, -de Duhalde- mientras otros piqueteros “revolucionarios”, -de D`Ellia- obligaban a la Traffic a hacer un city tour por medio gran Buenos Aires para poder llegar a la autopista. Para dar vuelta una tortilla hay que aceitar la palma de la mano opuesta, y dar un golpe repentino y seco. Con un poco de habilidad no es difícil, el mejor lugar para aprender de política e historia siempre fue la cocina.

Alquilé un departamento con mi hermano menor y con los euros que me traje me puse un bar en el centro de Rosario.

Hoy cuándo abrí la puerta del ascensor me acarició un aroma conocido. ¿Ajo y cebolla? … ¿Qué milagro consiguió que Rodrigo cocine por una vez en su vida?... Abrí la puerta pensando las bromas con la que me iba a reír de él. En la cocina me encontré con un deja vú, Charlotte friendo echallottes.

-Charlotte… mi petit bordelaise- atiné a decir, casi como preguntando, casi como queriendo que alguien certificara que la estaba viendo.
Ella sonrío y me beso en la boca a modo de saludo.
- Hola mi Tango, te estaba esperando y cocinando.
- ¿Qué estas haciendo acá? ¿Cómo entraste?
- Tu hermano me ha abierto ... mostré foto nuestra en Bordeaux... y me acompaño a supermercado ... muy guapo petit Tango … más guapo que tú -respondió trastabillando en las erres.
Me contó en frañol que estaba de viaje desde hacia dos meses, con dos amigas que ahora la esperaban en Buenos Aires, había llegado a Lima y planeaban seguir hasta Usuahia. Sabía el teléfono y la dirección de casa por los esporádicos e-mails que habíamos intercambiado durante casi dos años. Había decidido sorprenderme, y lo había conseguido.
- ¿Que estas cocinando?
-Alosee grillé, asperges, echallotes,-(Sábalo grillado espárragos, echallotes)
-Alosee de la cote d'Parana grillé sur asperges y echallotes mauves prépareé avec une sauce á base de vin rouge dite á la bordelaise - ironicé recordando los nombres de los platos del restaurant donde habíamos trabajado (Sábalo de la costa del Paraná grillado sobre espárragos y echallotes malvas preparado con una salsa a base de vino tinto a la burdelesa) .
Destape la olla donde se calentaba la salsa, la probé, fui hasta el especiero e intenté agregarle nuez moscada. Ella me detuvo.
- La nuez moscada sirve para que la gente se mire a los ojos y para sanar las viejas heridas - dije intentando convencerla.
- ¿Viejas heridas? ... Pobre Tango, mentiroso – dijo riendo.
- Este es mi viaje, mi sorpresa y mi receta. Yo cocino, tu dresses la table y eliges tu mejor vino- me ordenó.

Texto agregado el 16-04-2007, y leído por 195 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
17-04-2007 Elitista pero excelente. mechitagarcia
17-04-2007 Me encantó, la verdad...y se me hizo la boca agua. margarita-zamudio
17-04-2007 me gusta todo el relato.. pero la descripción de lo heredado.. es genial.. un saludo..***** aryakarla
 
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