Un día quise saber qué hacen los gatos en la noche. Me dio curiosidad. En realidad nadie conoce las actividades de los felinos cuando la ciudad duerme. Ni los científicos. No tengo gato, nunca he tenido uno, pero los bichos peludos con sus colmillos amenazadores, sus garritas filosas, sus bigotitos sensibles y su mirada prepotente despertaron en mi el Indiana Jones que todos llevamos dentro. Un día salí a espiarlos, con un aparato especial para ver en la oscuridad. Por allí andaban los gatos, moviendo la colita y maullando tranquilos. Perseguí a uno de ellos y de un momento a otro pegó un brinco sobre una de las bardas y desapareció. Los felinos descubrieron mis intenciones. Esa situación me picó el orgullo y aumentó mi curiosidad. Putos gatos, ¿qué se creen?, ya les voy a enseñar… Tuve la magnífica idea de camuflarme como los contras salvadoreños. En mi barrio hay muchos árboles tupidos, también muchos gatos. Subí en uno de esos árboles, equipado con lo necesario para la aventura: sándwiches, agua, mi aparato para ver en la noche y una cámara para filmar a los felinos en sus secretas actividades nocturnas.

Durante varios días viví escondido en la copa del árbol. Eran necesarios para que mi camuflaje se acoplara al árbol y formara parte de la cotidianidad diaria. Putos gatos, no saben con quién se metieron… Tuve tiempo para observar a la gente. Nadie me descubrió, ni siquiera miraron hacia arriba. Qué ridículo es el bípedo humano. Somos una pura mierda, pero una mierda que se toma en serio.

Una noche, por fin, decidí espiar a los gatos, así que cambié de posición. Me colgué de una rama, sigiloso, me monté el aparato especial para ver en la oscuridad, y esperé. Los gatos salieron a dar su vuelta. Creían que estaban solos, por eso se reunieron en aquel rincón oscuro y desolado de la calle.

Comenzaron con sus secretas actividades nocturnas.

Observé aterrorizado.