Está demás decir que soy pobre como las ratas. Esa pobreza fatal y endémica y que presumo que es de una perennidad absoluta, la he combatido con las pocas armas que tengo a mano. No ha sido –empero- una lucha cuerpo a cuerpo, sino un duelo desigual en que he recurrido a manotazos de ahogado, similares a los del náufrago que se debate en medio del oleaje. La pobreza ha sido mi leit motiv, mi deshilachado estandarte y mi trinchera. El lado favorable, es que ella me ha puesto a salvo de vendedores y promotores que, de sólo contemplarme, se dan cuenta que están delante de un desarrapado, refractario a su rimbombante retórica.

Pero, considerando que mis bienes materiales son escasos, me enorgullezco, sin embargo, de haber guardado en mis alforjas, un número indeterminado de palabras, que son herramientas valiosísimas para esta afición que alimento con tanto placer. Es que, cierto día –las cosas siempre suceden cierto día y no antes ni después- me percaté que, atesorando un léxico medianamente superior al resto, me aseguraba un cierto prestigio, mi espíritu se enriquecería y por ende, me sentiría menos pobre. Y comencé a acumular palabras con el mismo ahínco con que mis congéneres se hacían de casas, de enseres y elementos más tangibles.

Ello no me garantiza, sin embargo, un futuro venturoso. Acaso pronto, las palabras comenzarán a desvanecerse en mi memoria y mi léxico quedará reducido a una mínima porción de ellas; quizás sobrevivan las necesarias, las mismas que conservaré como hueso santo para escribir por lo menos mi epitafio. O tal vez, ni para eso alcance y sea otro el que escriba con trazo espurio: “Aquí yace un muerto”, expresión profundamente sincera, producto de la observación imparcial de alguien que sólo me contemplaba como un ser inanimado en medio de las vicisitudes…