El loco se sentó en la vereda, con sus ojos extraviados. Vaya uno a saber que cosas pensaba aquel orate, o que dislocadas divagaciones relampagueaban en su mente quebrada. Una mujer, que era una famosa arquitecta, pasó por su lado, sin ni siquiera fijarse en él. Mucho después, un hombre de ceño adusto, cruzó junto a él con paso resuelto. El loco esbozó una extemporánea sonrisa que se transformó, de inmediato, en una ininteligible mueca. Un anciano se aproximó, con ese gesto irresoluto que poseen todos los viejos y deteniéndose a cada rato, cual arácnido de dos patas, balanceó su cabeza temblorosa y prosiguió su arduo caminar.
Al poco rato, un estampido estremeció el lugar. Un revoloteo de pájaros asustados, y su posterior disgregarse en el cielo purpurino, fue el epílogo para un drama que acababa de consumarse. Al poco rato, llegaron la policía y una ambulancia y se pudo ver, entre el arremolinado círculo de curiosos, a la arquitecta, que era conducida esposada al carro policial. Un hombre, malherido, era sacado en camilla. Había sido sorprendido con su amante en el departamento de soltero que aún mantenía.
Al poco rato, un edificio ardía por sus cuatro costados, producto de un incendio intencional. El hombre del ceño adusto, huyó por los laberínticos pasajes, luego de cometer aquel acto.
El anciano estaba a punto de dejarse caer al torrentoso río y de no ser por la pericia de un bombero, su cuerpo habría sido arrastrado por las aguas.
El loco, sin percatarse de todo lo acontecido, movía sus labios, como si musitara una absurda plegaria, algo que ninguno de los hombres cuerdos que se arraciman en la sociedad, habría podido comprender…
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