Siempre soñé con ser un vampiro. Siempre pensé que sería algo bueno.
Que la vida eterna podía ser el mejor don que nadie jamas me pudiese otorgar.

Poco me importaba que "la Maldición" me alejara del mundo. Mi carácter, o algo
en mi ya había hecho lo suyo para que todos me repudiasen.

Por lo demás, el amor para mi ya no era más que una simple e insípida palabra,
sin más significado que el de un conjunto de fonemas, que unidos sonaban bien.


Vivía sólo en una vida monótona e insensible.


Sin saber, caminé por los páramos más lejanos de la conciencia, llegando a las lindes de la locura.


No se podía esperar más de un pobre y hambriento lobo de las estepas, como lo diría Hesse.


Cierto día creí encontrar la respuesta a todas mis dudas e interrogantes.
Una viable salida al oscuro tunel de locura y tristeza que no me dejaba surgir.

Pero creo que fue el más grande error que pude cometer.

Nueve milímetros.

Ese era su nombre.

El negro artilugio de destrucción me miraba con su eterna boca abierta,
siempre dispuesta a recitar la canción de la muerte.

Pensé, o por lo menos, intenté pensar en lo que iba a hacer.

Lamentablemente, nunca fuí bueno con los razonamientos lógicos.

Un instante.La decisión máxima. Jugaba a ser dios. El problema, era que
sería mi primer y último milagro. Cuenta regresiva. Sentí como mi dedo
se aplastaba ante la resistencia del inocente pero, sin quererlo, dañino
gatillo. Contuve la respiración y cerré los ojos...

Un grito de horror. Una voz celestial.


"estoy muerto" dije para mis adentros. Abrí los ojos.

Seguía ahí. Sentado en el piso, con el corazón en la garganta...
Y con el alma aún dentro de mi cuerpo.

Una niña -o por lo menos, hasta ese instante, eso parecía- se erguía ante mi.

Completamente vestida de verde, sin maquillaje y cabello blanco, poseía
una belleza muy extraña. Casí sobrenatural, pero no era agradable a la vista.

Me miró un instante.

Me dió miedo. Busqué mi arma.


Lo gracioso es que no estaba. La tenía ella.

...Y me apuntaba...

-¡Te odio! -dijo casi llorando-.

Y lanzó el arma por la ventana del viejo y roñoso apartamento, que tambien era verde.


-¿Quien eres? -pregunté consternado-.

No contestó. Me seguía mirando con ira.

-¡Pero ya! ¡Quien eres! -grité exasperado-.

Y rompió en el llanto.

-Estúpido débil...-dijo con un despecho que me hizo sentir más miserable que nunca-.

Solo cerré la boca, y me dí vuelta. Huí, como siempre.

-Tengo tu respuesta. -dijo muy segura- Pero creo que no has sabido mezclar bien los
colores. Pensaste que rompiendo el lienzo, rompías los límites. Pero no, querido amigo.
Eres un bendecido. Tienes el don de poder hacer mucho más de lo que crees.

Y rompió en el llanto nuevamente.

-¡Callate! -gritó al aire-.

-Quien eres...- pergunté cabisbajo-.

Se calmó de pronto.

-Marianne. Marianne Sadman. Desde hoy quiero ser tu amiga.

No entendí. Nunca entendí nada. Ni siquiera lo más obvio. Mi mente
estaba diseñada para pensar incoherentemente.

-Voy a convertirte en lo que deseas.-dijo-Sé que sabes de nosotros.

Quedé helado.


Sorpresa. Miedo. Alegría.


Nunca pude entender bien las cosas.


Y esto tampoco lo entendí.