JINETEANDO.
Cuando el torpe y desagradable extranjero se le quitó de encima quedó sobre la cama boca arriba, sintiéndose revuelta y extraviada. Y se supo desamparada como jamás lo había estado al reconocerse desvalida en la humillación de su desnudez. La necesidad inocente que la había arrastrado hasta allí la vejaba y desolaba mucho más de lo que su poca imaginación le hubiese podido advertir con anticipación. Por un momento se quedó quieta, todavía asustada, pensando en el regreso a la casa y en el enfrentamiento con su madre. Recordó lo que a diario había escuchado de ella con respecto a los turistas y a lo que estos buscaban por las calles y bares de la ciudad. Ahora sí que lo comprendía. Quedó mirando sin definición hacia el techo. Los ojos entrecerrados le ardían. Su malestar, y la humedad maloliente del cuarto, no eliminada por el ruidoso aparato de aire acondicionado que casi colgaba de tres tornillos y un grueso cable cercano a la base de la pared, la hacían sudar y la incomodaban hasta congestionarle la respiración. Sentía una intensa debilidad que le aflojaba las piernas y el cuerpo entero. Así se quedó por unos minutos, dominada por su agitación y sin saber qué hacer. Un momento después, apretando los labios, levantó la cabeza y bajó la vista hacia el calor pastoso que se le movía en el sexo, más allá de su plano y escuálido vientre. Le subía un olor acre desde la entrepierna. Contrayendo el rostro y tapándose la boca se contuvo a duras penas de dar un grito al ver los hilillos de sangre en la cara interna de los muslos. Cerró las piernas y giró el cuerpo sobre la cama, temblando, desorientada. Buscando un refugio se encogió en un ovillo indefenso y se cubrió a medias con la sábana, sin dejar de temblar, resguardando los pequeños senos con las manos. Más que dolor, mucho más que cualquier otra cosa, sentía vergüenza y degradación. La angustia que la ahogaba iba más allá del miedo que había sentido desde que llegaron al hotel y se detuvo sin saber qué hacer al quedar sometida a la voluntad del extranjero y a la mirada de los tres hombres presentes en la oscura recepción. Apretó contra el menudo pecho un nudo hecho con la tela de la sábana, impotente, sabiéndose sin regreso, conteniendo todos los llantos recientes que se sumaban a los que llevaba acumulados en su vivir diario. Pero lo que había padecido con aquel extraño la hería en carne y hueso y corazón, en lo más hondo, oprimiéndole el alma en entrecortados gemidos que no podían romper su miedo y su silencio. Y apenas aguantando las lágrimas, sintiéndose ridiculizada en su inexperiencia, no entendía en su callado llanto porqué para ella había sido tan traumático y desapacible. Supo en ese instante que el mundo entero había cambiado. Sentía un sabor metálico en la boca reseca y el pensamiento se le confundía en un atropellar que la alejaba de cuanto había vivido. Se reconoció herida y distinta. Nunca pudo siquiera imaginar que lo soñado tan romántico entre encajes y caricias pudiera llegar a ser tan desagradable y sucio. La mayoría de sus amigas lo hacían una y otra vez, casi a diario, y haciéndolo podían comprarse ropas y zapatos en las tiendas de turistas que sólo aceptaban los pagos en dólares. Y le describían esos encuentros sin ningún tipo de inhibiciones, en plena calle, pintarrajeadas, con el mayor descaro, mostrándole cómo se movían y gemían en la cama para satisfacer a sus acompañantes. Eran las rumberas de la prostitución. Y lo relataban como un triunfo, como si ellas fuesen las que se aprovechaban de los turistas que sobraban como lobos de cacería. Pero a ella le había resultado muy difícil y doloroso. Siempre había conocido de las jineteras, pero ahora sabía, como si su dolor le diese alguna luz, que se trataba de todo lo contrario, ellos eran los gastados jineteros que venían a buscarlas en el llamado paraíso tropical. Y recordando su temor junto a aquel hombre se vio casi entre vómitos cuando al principio, inclusive antes de desnudarla, el hombre se le introdujo por la boca mientras la agarraba con fuerza por la cabeza, halándola, obligándola, maltratándola como si fuese una basura. Esto le había producido mucha repulsión y daño, aunque no tanto como lo otro. Calladamente quiso resistirse, pero no pudo. Cuando el hombre la violentó con la penetración más agresiva, sintió que las piernas apenas le respondían y que el alma se le escapaba en cada queja reprimida en su primer intento y pobre imitación de mujer completa. Se dolía bajo el peso de todos los movimientos de aquel bruto. Y en un último impulso, bruscamente, todo había terminado. El hombre la abandonó sobre la cama como se desecha un trapo indecente que no tuviese valor alguno y se dirigió hacia el baño. Ahora lo escuchaba canturreando bajo el chorro de la ducha, complacido, seguramente convencido de su hombría. Y lo odió con el mayor desprecio posible. Lo detestó desde el momento en que no más entrar prácticamente la atacó dentro del cuarto, deseoso y descompuesto. Era un hombre feo. Y ahora estaba sola. Sola y despreciable sobre la cama. No podía más. Se levantó y a medias se limpió la entrepierna con la sábana, de nuevo con asco, aborrecida de sí misma. Después, se vistió con la ropa miserable que llevaba puesta cuando el hombre se le insinuó en la cafetería adonde las muchachas le dijeron que fuese bien arregladita, en La Habana Vieja, a pocos pasos de la Catedral. Se paró frente al espejo y se maldijo con repugnancia al verse como si fuese otra persona. Se vio como era, delgada, ojerosa, de senos breves, sólo con lo marchito de lo que debió ser la frescura de su naciente juventud. Se supo muy lejos de ser una mujer verdadera. Cuando se puso los zapatos con torpeza y cerró las hebillas con manos temblorosas, de nuevo sentada sobre el borde de la cama, por primera vez tuvo conciencia de que sobre la mesita de noche el radio seguía sonando con la música caribeña a todo volumen. Una mujer cantaba una guaracha con voz aguda, acompañada por trompetas, tambores y guitarras en múltiples tonos, remachando en el estribillo todo el placer de su Cuba bullanguera y sensual. La vida era para gozarla, decía, y lo cantaba una y otra vez. Y el coro lo repetía. El estribillo, tantas veces escuchado, ahora le resultaba agudo y cortante. Sonrió con tristeza y desprecio al entender por primera vez aquel mundo de basura y penuria que la empujaba sin tregua día a día. De la misma mesita agarró los dos dólares que el hombre le había prometido. Los estrujó con rabia y los dejó entre el puño bien apretado. Caminó hasta la puerta queriendo desaparecer. La abrió sin producir ruido y salió sin cerrarla. Se fue caminando torpemente por el oscuro pasillo, sin mirar atrás, con la cabeza gacha, ladeándose casi sin caderas sobre los desacostumbrados y sucios tacones altos. Lloraba. Tenía catorce años.
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