EL ESPEJO
“...Te siento en mí; siento mi propia voz que se hace más espesa, como si me hubiera embriagado de ti, como si cada parcela de nuestra semejanza estuviera soldada por el fuego y no se pudiera distinguir un hiato entre nosotras.”
Fragmento de La casa del incesto
Anaïs Nin (1903-1977).
Jessica se despertó antes de lo normal. Amaneció con ojos ásperos y un amargo sabor de boca. Después de estirar los músculos y ejercitar los huesos, se sentó en la orilla de la cama con la sus ojos en guardia, como tratando de ubicarse en el mundo.
Jessica deambuló entre las ropas que había dispersadas en el piso y entre aquel desorden eligió unos jeans, ropa interior y una blusa de seda.
Jessica llevaba una bata de satín sostenida en su brazo izquierdo, preparó el baño y cuando estaba listo abrió la regadera y se zambulló en la ducha para reconfortarse de la embriaguez de la noche anterior. Cuando termino el ritual del baño, vistió y perfumó su cuerpo. En el fondo de la habitación había un gran espejo que dejaba ver su bella figura, y posó para sí misma, sin pudor ni recato. Fue por la secadora para peinar sus cabellos malva. Al ver su rostro desmaquillado, acercó una valija, sacó los instrumentos para delinear ojos y boca, a imagen y semejanza de un ídolo bizantino. Aquel cristal reflejaba su faz como flor en primavera: ahora luminosa, radiante, mujer perfecta.
La imagen del espejo se erguía cada vez más profana, displicente, despreocupada. Ahí estaba Jessica en su toda frialdad y locura. Aquella sombra se agigantaba y la ocupaba toda. El espejo mostraba la imagen de la otra Jessica, con aquellos ojos enmarcados en un rostro grisáceo y absorto por la angustia progresiva, sin esperanza de realidad. Jessica, la corpórea, se fue aproximando y se perdió en el aire.
Bastó que Jessica hiciera una mueca inútil para que su propia imagen montara en cólera y rompiera el cerco. Esa imagen traspasó el cristal, tomó unas tijeras y las clavó una y otra vez en el cuello de Jessica hasta acabar con su vida. Después la sombra regresó a su lugar, tras el espejo, y delirante quedó suspendida en el fango para siempre. La imagen escondía entre sus manos las tijeras que develaban el crimen de sí misma.
Lady López, 2007.
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