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DOBLE MUERTO
Omar G. Barsotti
Y, al fin, Doble se murió.
Nos lo vino a avisar un policía “especialmente destacado por el Comisario” lo que le permitía darse mucha importancia y tomarse confianzas.
Rezongamos, alegamos nuestra poca relación con el occiso hasta que vimos que la demora en dar respuesta estaba incrementando nuestra cuenta del Bar, porque el “destacado” ya había tomado asiento y estaba engullendo un emparedado y tomando la segunda cerveza.
Encaré a la barra pero me dirigí especialmente a Mercoliano.
- ¿Por qué yo?
- Porque eres idóneo.
Lancé una carcajada que quería ser irónica y salió como un graznido.
- ¡Hola!.¡ Qué bueno! ...¿ Idóneo en reconocer cadáveres?. ¿Qué estás diciendo?
- Mirá Chiche. No es que te queramos cargar el muerto, metafóricamente hablando, pero como el que tiene que ir es el Gallo, el Comisario, con buen sentido común, pide que lo acompañes pues eres el único que puede dominarlo.
El Gallo sentado muy tieso miraba sin entender nada. La presencia del policía lo había paralizado. El sobrenombre de Gallo no le venía porque tuviera algunos de los atributos de la noble y aguerrida ave, sino porque vivía perpetuamente gargajeando y dando asco con sus carraspeos gangosos. Por el contrario era más bien un gallina y, en ese momento estaba completamente intimidado y a punto de poner un huevo. Me dio lástima y accedí
- Muerte dudosa - dijo el comisario dándose importancia con un gesto ampuloso.
- Muerte dudosa y sin importancia, y esas cosas - Agregó luego encogiéndose de hombros mientras acomodaba unos papeles y trataba de alcanzar el mate, que pendía peligrosamente al borde del escritorio a punto de cometer suicidio.
- No hay recursos para ocuparse de gente como éstas...- dudó un momento antes de proseguir – y de sus presuntos asesinos y esas cosas. - y agitó la mano derecha en pequeños círculos.
El Gallo y yo asentimos, con aire de conocedores. Era cierto, de todas maneras.¿ A quien puede importarle un tipo como Doble?. No sabíamos ni como se llamaba. Le decían Doble pues argumentaban que jamás pudo ser un ser humano original. Ninguna madre pudo gastar nueve meses en gestar aquella imitación de ser humano. Debió haber sido reproducido al carbónico. Alguien había propuesto llamarle Copia, pero no prosperó y quedó Doble. Ni apellido ni nombre, solo Doble.
Ahora Doble era algo único y original, era un cadáver. Era su propio cadáver, lo cual para él debiera ser un motivo de orgullo, si pudiera sentirlo.¡Bah,! ya era tarde, como lo había sido todo para él.
- Hay que ir a reconocerlo, y esas cosas – comentó el comisario moviendo la mano derecha como si estuviera batiendo una mayonesa .
El Gallo y yo nos mirábamos. Yo, miré la citación que llevaba en la mano como si fuera una bandera blanca.
- Lo lamento – se disculpó el Comisario – pero no teníamos a quien recurrir. Según sé, Uds. son lo más aproximado a un amigo del occiso. Deberán reconocerlo y esas cosas – insistió, batiendo con la mano derecha más mayonesa.
Nos tiró una nota sobre el escritorio. Un oficial escribiente se apresuró a poner un sello sobre su firma y luego, condescendiente, permitió que la tomáramos.
- Está en la mortuoria de Bartolomeo. Vayan, reconózcanlo y dejen ese formulario al dueño debidamente conformado. Ya está listo para enterrar, pero es preciso dar el paso legal.
Dijo “ legal” ampulosamente, dándose mucha importancia. Era una palabra cuyo significado el no practicaba seguido. Luego, se levantó nos dio la mano y desapareció por una puerta lateral. El oficial escribiente nos miró con lástima y nos abrió la puerta. Salimos al pasillo y luego al frío húmedo de la calle.
- Bué...yo me voy a mi casa – dijo el Gallo – está por llover – agregó mirando el cielo preñado de nubes y ajustándose la campera roñosa.
Lo tome del cuello y lo sacudí un poco para acomodarle las circunvoluciones cerebrales.
- Escuchá, maricón. El que es amigo del Doble sos vos. A mi me obligaron a acompañarte y te la aguantás o te dejo en la comisaría..
La amenaza lo calmó. Sin decir palabra, con rostro de condenado comenzó a caminar hacia la mortuoria de Bartoloméo.
Instalada en una casa quizá más que centenaria, a la que nadie recordaba que se le hubiera dado otro uso, la funeraria Bartoloméo no estaba lejana a la comisaría. Era una fúnebre de pobres u ocasionalmente el lugar donde parientes disconformes o ingratos llevaban a sus occisos amarretes. Era, en realidad un lugar donde tan solo los abandonados y los desposeídos podrían desear ser velados. Quizá había sido creada con otras expectativas, pero los sucesivos herederos del fundador apenas si cambiaban las lamparitas; y no todas. Ahora era tan solo una serie de habitaciones en chorizo, con un callejón al costado que servía para acceso de los coches fúnebres y que, cada tanto, se abría en un patio con galería donde los deudos podían lamentarse, hacer tiempo, contar cuentos o concretar algún negocio.
En la habitación principal se encontraba un escritorio apolillado y una silla, y una cantidad indeterminada de muestras de ataúdes, apilados algunos, y apoyados otros contra las paredes, mostrando sus interiores de raso.
En cuanto nos vio entrar, el viejo Tortuga abandonó su silla, inclinó la cabeza ceremoniosamente y tomando el formulario que portábamos como un estandarte nos hizo señal de que lo siguiéramos. Antes de pasar a la siguiente habitación, tomó de un estante cubierto de polvo una linterna de luz amarillenta que se resistió a iluminar hasta que varios golpes contra el marco de la puerta la convencieron. El Tortuga, asintió satisfecho y, haciendo una mueca, se metió en la oscuridad pisando con cuidado el óvalo de luz sucia con que la linterna encharcaba el piso.
Avanzamos con el callejón a un costado, dejando atrás una serie interminable de habitaciones oscuras en las que se adivinaban algunos muebles derrengados y, contra la pared, cantidades de ataúdes esperando para su macabro turno. Cada tanto oíamos un lamento, un gemido, un respirar agónico. No sabíamos si provenientes de los patios o de los rincones de las habitaciones donde la luz de la linterna se extinguía.
Íbamos como flotando en el aire, con un pié delante y el otro atrás dispuestos a salir corriendo en cualquier momento. El resplandor de la última lámpara, que habíamos dejado atrás, apenas si alcanzaba para proyectar nuestras sombras alargadas como agujas de catedral. Cada tanto un relámpago y luego un trueno. El relámpago nos daba el paradójico consuelo de un poco de luz y el temor mortal de ser testigos de un horror insoportable. El trueno caía sobre nosotros estremeciendo los pisos inseguros. A la vez, cada trueno convocaba más gemidos como si fueran latigazos aplicados a un suplicante.
El Gallo trotaba aferrado con ambas manos de mi brazo izquierdo a pesar de que yo, cada tanto, intentaba sacudírmelo sin contemplaciones.
El Tortuga Bartolomeo avanzaba con su andar cansino sin inmutarse.
Su cara era algo triangular, con dos ojitos de brillo facetado perdidos en los ángulos superiores plagados de arrugas y, con los agujeros de la nariz apuntando hacia delante, desde el ángulo inferior, cuyo ápice pretendía de mandíbula. La cabeza, calva, se encajaba entre los hombros apretando un cuello rugoso y escamoso que cada tanto se estiraba como si su dueño tragara algo muy trabajosamente. Ese aspecto y el saco verdoso cubierto de manchas, que jamás se sacaba, había bastado para justificar su apelativo de viejo Tortuga.
.Por fin, llegamos a lo que parecía ser la última habitación y, se me antojaba, quizá antesala del infierno.
Nos paramos alrededor del cajón. El viejo enterrador a los pies, y el Gallo y yo uno a cada lado El ataúd descansaba sobre dos caballetes bastante raquíticos con la tapa de chapa puesta sin ajustar. Una chapa delgadita y económica, pobre Doble. El Tortuga la levantó sin esfuerzo y la apoyó sobre otro ataúd que estaba contra la pared para que no se doblara. Nos miramos uno al otro para no ver al difunto hasta que el Tortuga nos hizo una seña, exigiéndonos el cumplimiento de nuestro deber.
- Ilumínelo – ordené con irritación tratando de ganar la iniciativa.
El Gallo respiró audiblemente hondo como si fuera a arrojarse a una pileta de natación. Se tomó del borde del ataúd con ambas manos y entonces el viejo Bartolomeo dirigió la linterna a la cara del finado.
El cajón comenzó a temblar. Era el Gallo, que aún tomado al borde tenía lo más parecido a un ataque de baile de San Vito. En su jerga gangosa comenzó repetir:
- Es papá....es papá...es mi papá....- y a continuación ululaba como una sirena policial gangosa.
Al final terminó con el disco y aulló como un animal herido. Yo renegué y lo manotee antes de que cayera y mientras lo sostenía miré a mi vez. Entonces, horrorizado grité:
-¡No..no!. Ese es mi papá...es mi viejo...- era mi padre no el del Gallo el que yacía ahí.
Al precipitarme, aún mal sosteniendo al Gallo, empujé el caballete del lado de los pies que cedió. El ataúd cayó de punta de ese lado precipitándose sobre el viejo Tortuga. La madera golpeó el suelo con un sonido hueco y vi claramente como el cadáver quedaba por unos instantes de pié y luego caía hacia delante con la boca abierta, sin doblarse y con ambos brazos en el pecho. No veía al enterrador pero su linterna trazaba curvas en la oscuridad haciendo como si todo se moviera..
Hubo un batifondo infernal, la linterna cayó al suelo y su luz claudicó. El Gallo gritaba en mis oídos y tuve que darle un cachetazo para que la terminara. Estábamos los dos gateando en el suelo, solo iluminados por los relámpagos. El enterrador se había hecho humo y sobre el piso se encontraban desparramados varios de los cajones que habían estado parados contra la pared. Entre medio de la baraunda, pisoteado y un poco barroso lucía el importante formulario del comisario. Lo levanté y al agacharme toqué unas piernas. Las manotee y a la luz verde de un relámpago adiviné el resto. Le grité al Gallo para que levantara los caballetes. Milagrosamente me hizo caso Luego pusimos el ataúd encima y enseguida, trabajosamente, depositamos el cuerpo que yo tenía a mis pies. La tapa de chapa estaba aún donde la dejara Bartoloméo, con cuidado la encajé y ajuste los cierres. Vi una tapa de ataúd a mano, di por supuesto que era la que correspondía a nuestro finado. La encajamos, aseguramos los cierres y tornillos y comenzamos el viaje de retorno, maldiciendo al viejo Tortuga que nos había dejado solos y sin más luz que la lamparita roñosa de la primera habitación, que oscilaba con el creciente ventarrón de la tormenta.
Desde el patio seguían llegando los quejidos. El Gallo llorisqueaba y yo trataba de hacerle entender que ambos habíamos sido víctimas de una alucinación, probablemente porque, aunque no lo admitiéramos, estábamos cagados hasta las patas. No tenía consuelo hasta que con todo el dolor del alma le tuve que recordar que él no había conocido a su padre. En realidad ni la madre lo había conocido. Quedó estupefacto que era al fin y al cabo su estado normal; yo esperaba que aquella explicación que no podía confortar a nadie que tuviera dos dedos de frente, consolara a aquella alma huérfana cuya soledad a veces me conmovía.. A mi me dolía el alma, tan clarito había visto la cara de mi viejo.
El viejo Tortuga no estaba en su escritorio. Dejamos el formulario y, considerando cumplida la formalidad, aprovechamos para hacernos perdiz. Nos fuimos casi trotando y hasta que no adivinamos a lo lejos la luz del Bar, ni respiramos. La barra tuvo la prudencia de no exigir explicaciones.
Dos días después, llegué a la cita del Bar un poco más tarde que de costumbre. Mercoliano y Jorge estaban con el diario de la mañana entre ellos. Parecían demasiado serios y preocupados así que les conté la aventura con el Gallo tratando de darle ribetes risueños.
Mercoliano y Jorge cruzaron unas miradas alarmantemente graves.
- ¿Qué bicho les picó?– pregunté un tanto escamado.
- Leé – ordenó Mercoliano alcanzándome el periódico abierto en la página policial.
Le obedecí. Un escalofrío me recorrió la nuca: “ Un cadáver fue encontrado bajo una pila de ataúdes en la funeraria de Bartolomeo....”
Me quedé de una pieza. No terminé de leer.
- Por Dios! Mercoliano. No le hicimos nada a Bartolomeo.- y ensayé una explicación estúpida: Quizá, al ver el cadáver se infartó.
- No es Bartolomeo. Es el cadáver de Doble el que encontraron tirado entre los ataúdes volcados.
Una sonrisa idiota se me estampó en la cara ensayando una disculpa. Abrí los brazos y me quedé sin saber que decir.
- Ni quiero saber a quien metieron en el ataúd – dijo por fin Mercoliano tragando de un golpe un vaso de vermouth.
FIN Omar G. Barsotti 08/2003
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