Había empezado a notarlo desde el primer domingo en que lo vi, cada pincelada de aquella imagen era un recuerdo lacerante en mi mente. El ambiente tormentoso era palpable, aquel lienzo tenia la capacidad de producirme autentico frío; me dejaba interesar lentamente por la pintura, por la luna abrillantada en el horizonte. Esa noche, después de las últimas gotas de invierno el aire brillaba húmedo. Volví al cuadro en la quietud de la galería, con una copa de coñac en una mano y un puro en la otra. Arrellanado en un sillón, mirando el reflejo en la madera clara, aguardando uno de esos momentos en los que el tiempo suele detenerse. Mi memoria se extinguía sin esfuerzo y solo entonces dejaba de recordar. Surgía en mí un atisbo de ilusión, una ilusión perdida, ese pedazo de vida, vida que me hace soñar. Pero un sentimiento perecedero. Gozaba viendo las brasas del fuego y el rojo cimbreante de las llamas inmortalizadas en la pintura, y sentir a la vez unas silenciosas lágrimas brotando de mis ojos cual manantial a río de agua salada que corría por mis mejillas, que el pequeño circulo de fuego iba consumiendo al puro, que desde los ventanales llegaba el aroma de las flores danzantes al compás de la brisa. Segundo a segundo el lienzo era corrompido por el mortífero tiempo. Dominado por el esplendido conjunto de dibujos, dejándome ir hacia éstos, que se concentraban y tomaban color, aquel fulgor indeterminado se extinguía y el movimiento quimérico se trocaba en hilos de colores transmutados, fui testigo del encuentro a la luz del último ocaso que reverberaba en su altura. Un purpurino cristal cubría las llamas cimbreantes en una infinita atmósfera. El único hombre quedó por segundos aferrado a un instante en el que el alba de una nueva era ocultó su rostro, en donde solo una vaga mirada perdida en el vacío lo acompañaba, unos ojos fijos de opacas pupilas, dilatadas clavadas en un lugar más allá de un cielo. Resignada una mujer, con la piel curtida por los rayos seguía el camino de las lágrimas y éstas se mezclaban con las mías y la sangre de esos ojos se fundía en un mismo río borboteante.
Noté el movimiento de un brazo y de repente una daga brilla, la luna penetraba entre sus cuerpos, cuando ésta irrumpió empuñada entre sus dedos, estos era finos y puros como el puñal que estaba apunto de segarla. La vehemencia de sus lágrimas era correspondida por una lluvia fría con su ruido monótono. Hasta esa mezcla de brasas que enredaban el cuerpo del hombre como queriendo hacerlo sentir atrapado, mostraban el boceto de otro hombre al que debieran permitírseles segar. El paso despiadado del fuego por sus cuerpos corrió como un latigazo y se interrumpía solo apenas por ese aun monótono ruido de la lluvia golpeando inquebrantable sobre sus cuerpos. Esa noche, la luna dejó de brillar terminando de amortajar los cuerpos y deslizándose lenta y dolorosa desapareció en el horizonte.
El corrió detrás de ella tratando de alcanzarla, pero ésta era veloz. Ya muy cerca halló a la luna, carbonizada guiando al tórrido asfalto de su alameda, separándose en la ya amplificada puerta de la casa. La lluvia no debía cesar, y no cesó. El pequeño círculo de fuego no ardería en el lienzo, y no lo hizo. Subió las escaleras y entró. Desde los retazos de mi mente llovían recuerdos gloriosos e infames. Primero el vestíbulo, después una galería, un marco de madera clara. Al fondo, dos lienzos, nada plasmado en el primero, nada en el segundo. En lo alto la puerta de la sala, y entonces una daga certera esgrimida en la mano, el aroma de las flores danzantes en el aire, el circulo de fuego ya extinguido, el aire abrillantado, la oscilante cabeza con inmutable fijeza señalando el lienzo amenazador.
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