EL NOVELISTA
se hastiaba de la monotonía de pararse y sentarse, de recorrer ese espacio que le pertenecía y que conocía de memoria pero que en ese tiempo del no sueño se le revelaba ajeno. Con gusto hubiera intentado tener ganas de hacer algo para no estar allí. Irse a la cama. Ponerse un impermeable y ofrecer su silueta a la lluvia mansa recién comenzada. Estiró las piernas permitiendo que los talones desnudos se arrastraran por el piso helado. En la palma, la redondez cálida de la calabaza. El trago caliente. Había acabado por hacerse unos cimarrones.
En una caricia abarcatoria, distraída y lenta, recorrió la piel de su estómago, por fin en reposo; el vientre chato, la calidez inguinal, el sexo plácido. Dejando a sus dedos enredarse, rascar, reconocer las formas escondidas, complacerse con la despaciosa transformación del instinto, con la sensibilidad de las zonas más erógenas y menos obedientes. La erección lo sobresaltó haciéndole replegar la mano.
La obra había estado a punto de no tener mujeres ni tibiezas femeninas. Sin ese suave aroma marinero de la hembra joven. Ajena a las humedades incalificables, a las lágrimas tiernas, al consuelo del abrazo en silencio. Una trama de varones. La singularidad de los machos de pisada fuerte, de prepotencia cerril y solitaria, propia de garañones en celo.
Las polleras no habían sido el asunto principal. El comicio, el muerto, la balacera. Y una viuda o tres o cinco. Pensó que no era lo mismo una mujer que una viuda: a ésta le faltaba algo. Al hombre sin mujer, también. Aunque bien podría el argumento haberse entretejido con esa misoginia típica de la sociedad campera.
El asunto se había mostrado lleno de complejidades aunque creía haberlo resuelto. Por la ficción, con ese amor otoñal del caudillo por la muchacha. Recordó que en un comienzo se había inclinado por otra cosa. No encajaba la profesión de marido ejemplar en ese individuo noctámbulo y nómade, amigo de la parranda y de las salidas en grupo; más bien hubiera andado la mujer de la vida.
Nada fácil, el asunto. En los hogares de la época, las esposas concebían y daban a luz por costumbre o por descuido. La existencia de los hombres reconocía otras cosas: el comité, la chacra, la tienda. Adentro de las casas para los dos; adentro y afuera, para él. De vez en cuando, la urgencia por demostrar la virilidad. Con alguna chinita donosa en un rancho de las afueras o la trastienda de cierto boliche que por los fondos multiplicaba piezas con catres y palanganas de loza.
Ese anecdotario inconfeso de iniciaciones obligatorias. Calidad del no niño que debía pagar su tributo de dos pesos. Su derecho de llevar un arma al cinto como el padre, el abuelo, el vecino. Momento de cambiar el tejo o el trompo por el jornal. Por una navaja española para empezar a rasurarse día por medio. Por el poder carajearse en voz alta, emitir risotadas, pitar, escupir en cualquier parte, mentar a la madre de cualquiera con conocimiento de causa.
Porque la palabra puta era una profesión de fe. La línea divisoria entre una etapa y la siguiente. La separación definitiva de los sexos. Había pensado en lo interesantísimo que hubiera sido analizar la época de los veinte a los cincuenta desde ese ángulo. La idea de la niñez, la pubertad, la adolescencia, eran nociones divorciadas de la realidad, nada concreto. Del chico al hombre, el acto más elemental. Todo un folklore el de la mujer de piernas abiertas, de los dos sin ropas, de la penetración a los apurones, del escozor, el vaivén, el jadeo, la escupida de semen, la emoción truncada por la voz de ella apurando porque afuera tenía cinco o seis más y ya llevaba como doce. Y una mosca negra bien negra en el cielorraso y tanto lío por dos mangos de mierda. Lavate ahí. Sos lindo pibe. Volvé cuando quieras.
Se vió a sí mismo en el regreso, con los amigos. En la necesidad de pactar una excursión al arroyo para el día siguiente. De esforzarse por hilvanar los temas habituales. De fracasar. De acabar recorriendo en silencio las calles de todos los días como si pertenecieran a otra ciudad. Se vio en el breve litoral, tirado de espaldas, codo a codo con sus camaradas. Las manos entrecerrando la verdad revelada de sus braguetas. Sorprendido porque de pronto hablar de mujeres era el tema único. Esa pollita de enfrente. La potranca aquélla. Él mismo o cualquiera de los otros agarraría a la mina y.
Con los mayores. No. También ellos eran mayores. Habían empezado a serlo. Volverían a esa casa. A descubrir la media francesa, la francesa completa, una extensión en el plazo porque el viejo había sido generoso y comprensivo. Putas anónimas que sin querer habían hecho varones cabales, futuros esposos y padres. Putas sin rostro ni edad. Que en todos los tiempos abrieron sus resignadas conchas para fecundar protagonistas. Por dos mugrientos pesos.
Para su protagonista, empero, la fantasía había encontrado una alternativa diferente. Llenándolo de alivio. Porque había podido conservar lo distinto, lo excepcional. Y por eso, Verónica había adquirido un lugar en el universo.
Mario G. Linares.-
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