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Mientras el médico del servicio de urgencias analizaba mi cabeza en plena calle rodeado de curiosos, yo aún no había decidido si esta vez me atrevería a recuperar mi vida o volvería a ser el cobarde de siempre y a estropearlo todo. Era tan confortable refugiarse en los mimos y las atenciones que me dedicaban a causa del accidente que me resistía a reaccionar. Como una música de fondo escuchaba al tipo que había visto antes en las fotos gritar desencajado: “Se me ha echado encima, se me ha echado encima”.

Tan sólo media hora antes, yo había llamado a la puerta, y justo cuando ella me abrió, mi estómago me avisó de que había problemas. La reconocí de inmediato, sin lugar a dudas se trataba de Laura. Agaché la cabeza y recité con voz casi inaudible mi retahíla de vendedor aburrido confiando en que me despidiese con rapidez:

-Buenos días, señora, ha sido usted seleccionada de entre todas sus vecinas para recibir una muestra de nuestros exclusivos productos...

-¿Pedro? Tú eres Pedro, ¿verdad?

A pesar del tiempo transcurrido seguía manteniendo la actitud resuelta y decidida que me cautivó cuando éramos jóvenes.

-¿Por qué no entras?

Había pensado muchas veces en ella a lo largo de estos años, y, ciertamente, había fantaseado con la posibilidad de un reencuentro, recreado en mi mente de mil formas distintas. Pero, por supuesto, nunca imaginé algo parecido a esta humillante situación, en la que yo, un fracasado vendedor a domicilio, con un traje barato y una vieja cartera, entraba en la suntuosa casa del amor de mi juventud. La vida parecía no haberse portado mal con ella. Un buen barrio, mármol y piedra artificial por todas partes, y cuadros y demás mobiliario que, aunque de dudoso buen gusto, resultaban manifiestamente costosos.

Me invitó a sentarme en su sofá y a tomar una cerveza fría. Ella se sentó informalmente en el brazo de un sillón enfrente de mí. Conservaba su figura esbelta y ágil. Me hizo recordar aquellos años en que era la única chica del grupo que se unía a nuestras interminables partidas de cartas, o a las tertulias nocturnas que pretendían arreglar el mundo, siempre sentada a horcajadas en una silla y bebiendo de la botella como uno más de nosotros. No era una belleza convencional, pero tenía un rostro con tanta fuerza que todos estábamos enamorados de ella. Sólo yo fui el elegido.

-¿Cómo te va? Tienes buen aspecto -dijo.

Mentía. Mi cara era fláccida y triste, había perdido mucho pelo y mi fofa tripa me hacía parecer un muñeco de trapo blando y ridículo. Ella, sin embargo, seguía siendo atractiva a su modo. Delgada y huesuda, pero con una constitución bastante proporcionada, vestía un pantalón vaquero y una simple camiseta blanca, y llevaba el pelo corto casi como un hombre, igual que entonces. La única diferencia visible eran unas marcadas ojeras que apagaban un poco la que fue su intensa mirada. Durante mucho tiempo tuve miedo de enfrentarme a esos penetrantes ojos.

-Tú si que te ves bien, como antes –comenté-. Y parece que has prosperado.

-No te fíes de las apariencias. Esto es una cárcel. De oro, pero una cárcel. En esta urbanización entienden por divertirse hacer una barbacoa el último viernes del mes. Eso sí, siempre me quedará el bingo.

Volvió a la cocina a por algo para comer, y mientras yo me entretuve observando las fotografías familiares colocadas sobre una cómoda de caoba. Pude contar hasta ocho marcos dorados con imágenes en las que se veía, bien a Laura sola, con mirada ausente, en distintas poses y escenarios (playas exóticas, pirámides egipcias, la torre Eiffel), o bien en compañía de un apuesto hombre que transmitía seguridad en sí mismo, aunque quizás un poco mayor para ella. No se veían niños.

-Y tú, ¿te casaste? –me sorprendió.

-No.

¿Debía de decirle que ella fue mi único amor verdadero, la única con la que podía unirme en cuerpo y alma para toda la vida? ¿Debía de decirle que las pocas mujeres que hubo en mi vida no le llegaban ni remotamente a la suela del zapato? Un dolor del alma que creía olvidado comenzó a recorrer mi cuerpo y me estremecí como un pájaro empapado por la lluvia.

-Me tengo que ir –dije.

-Ahora ya no necesitas escapar. Somos adultos.
Yo no quería oírla, no podía oírla, necesitaba huir de allí. Si ella empezaba a hablar volverían todas las escenas del pasado para acorralarme y rodearme como una serpiente sobre su presa y me ahogaría sin remedio. Si yo no la escuchaba, nada malo podía sucederme, se acabarían los problemas. Necesitaba desaparecer, desvanecerme, pero estaba completamente paralizado, me era imposible reaccionar.

-¿Quieres otra cerveza? Estás sudando.

Estaba sudando igual que la otra vez. A pesar de que fue en diciembre, el día de Navidad, yo sudaba angustiosamente cuando ella me dio el ultimátum. Si de verdad la quería, subiríamos al tren esa misma noche y nos olvidaríamos de todo, empezaríamos una nueva vida nosotros dos, sin amigos, sin familia. Y, sobre todo, sin mi madre, que no soportaba verme junto a ella, porque mi madre siempre quiso para mí una chica de buena familia, educada y correcta. Pero Laura me volvía loco porque era todo lo que mi madre detestaba. Fumaba y bebía como un chico, nunca llevaba faldas o vestidos, blasfemaba a gritos y reía a carcajadas, y, sobre todo, no se dejaba apabullar por nadie defendiendo siempre la verdad, por desagradable que fuese. No hacía concesiones. Sin embargo, cuando llegó la hora de la cena, yo me senté, modoso, obediente, humillado, junto a toda mi familia, al lado de mi madre, mientras pensaba en Laura esperándome en la estación. Cuando terminaron las vacaciones, pedí el traslado de Universidad y no volví a verla.

-Charlemos un poco, me lo debes por los viejos tiempos. Fíjate en lo que me has convertido –me acusó.

Pero yo no podía hablar. Una maraña de recuerdos se agolpaba en mi mente, y los olores y sabores de aquella época me atenazaban la garganta. Como siempre, ella me ayudó:

-A estas alturas no te voy a pedir explicaciones. ¿Sabes que he pensado mucho en ti? Sobre todo, he pensado en cómo hubiera sido mi vida junto a ti. No hubiese tenido tanto dinero, eso seguro, pero tal vez me hubiese reído más. ¿Te acuerdas cuánto nos reíamos? Ahora no sería capaz ni de sonreír –bebía su cerveza de la botella y a mí me temblaban las piernas-. A veces, algunas noches, me preguntaba a quién le estarías hablando de cine, o de la música extraña que te gustaba, o de tu novela nunca empezada y ¿sabes una cosa?, la verdad es que tenía celos.

-De verdad, tengo que irme –me levanté y me dirigí a la puerta.

-Espera, toma esto -abrió el cajón de la cómoda, sacó un bolígrafo y una libreta y escribió algo-. Es mi número de teléfono. Llámame –hizo una pausa y añadió-. Por favor.

Agarré mi carpeta, recogí el papel que me ofrecía y lo metí arrugado en el bolsillo del pantalón. Me faltaba el aire, no podía respirar y me estaba mareando, así que salí a la calle y avancé a trompicones sin apenas reparar en qué dirección iba. El día se había nublado y un desapacible viento elevaba del suelo las hojas caídas de los árboles barriéndolas a toda velocidad a lo largo de la calle hasta arrinconarlas contra alguna pared. También un torbellino de sensaciones me envolvía a mí. Me conocía demasiado bien, era consciente de que la falta de coraje y decisión regían mi vida, condenándome inexorablemente a recorrer caminos casi siempre ajenos a mi voluntad, colocándome en circunstancias extrañas e indiferentes, que yo aceptaba sumiso, sin la más mínima lucha o enfrentamiento. Nunca me atreví a pelear por nada ni por nadie. Presentía que, una vez más, terminaría por protegerme en mi burbuja aséptica y sin responsabilidades para poder seguir manteniendo el control, o la apariencia de control, y regresar a lo cómodo y seguro, a mi humilde y cálida casa, y que me olvidaría de todo, seguiría como ahora, sin tener que pensar, sin actuar. Y sin embargo, algo en mi interior, una sensación nueva y desconocida, se abría paso y me tentaba con la posibilidad de arriesgarme por una vez en la vida, tal vez yo fuera capaz de encararme con la vida de frente y aceptar las consecuencias, superar ese miedo visceral que me retorcía el estómago, triunfar sobre el vértigo de ser libre, de ser dueño y esclavo de mis propias decisiones.

No vi el coche que me golpeó. Sentí algo de calor en las piernas y me pareció que volaba como una de las hojas de los árboles que pululaban a mi alrededor. Después, estaba en el suelo rodeado de gente y de sonidos lejanos, y poco a poco iba distinguiendo unas siluetas de otras. Claramente pude oír al médico que, sonriéndome, dijo:

-No tiene que preocuparse, no ha sido nada. Parece que la vida le ha ofrecido una segunda oportunidad.

Metí mi mano en el bolsillo y apreté el papel que me había dado Laura.

Texto agregado el 13-04-2007, y leído por 119 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
13-04-2007 Se respira profesión en este texto, desde la decisión acertada de comenzar con el accidente y contar el relato a modo de racconto, hasta el remate final que resuelve muy bien el comienzo y a la vez la historia toda. Me gusta también la precisión con la que está escrito y el aire que se respira. Intuyo trabajo detrás de este texto. Tengo la sensación que el discurso de alguna manera afloja en el párrafo que comienza con “¿Debía de decirle que ella fue mi único amor verdadero...”, donde el tono melodramático se me hace excesivo. AnaSal
13-04-2007 Reitero lo dicho anteriormente. Isoba
 
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