Octubre de 1988.
(O EL FAMOSO CUENTO QUE LE HUBIERA GUSTADO ESCRIBIR AL
DESTACADO POETA EDUARDO ANGUITA).
“He abierto las puertas como de costumbre, sino los orines que fecundan los rincones deste antiguo carro, son capaces de torturar los sesos de cualquiera que quisiese dormir más allá de las siete y media. Igual, siempre soy la primera en despertar, y el pancito y la leche humeante del panadero de la otra esquina acechan con la avidez del óxido. Lo importante es no perder el pasando y pasando que desde hace siete años he venido manteniendo con este gordo barbas de púa. Total, creo que nunca va ha dejar la costumbre de pasarse mis pelos por su barba y, a pesar de que cuando chica lloraba porque me quedaba pesada su borrachera, evolucioné hasta la sencilla indiferencia de comer pan mientras se masturba conmigo”.
POSIBLES NOTAS DEL AUTOR DESTE MANUSCRITO:
Es muy probable que esta jovencita de inmaduros, pero certeros quince años -3 de agosto de 1973, su fecha de nacimiento-, acostumbrase escuchar a los Pink Floyd en la estación de trenes de Chillán -I wish you were here, su tema favorito- y que haya sido violada cerca de una cincuentena de veces, y que, alimentada a fuerza de falo, leche y pan, hubiese desarrollado una estructura física deseable para cualquiera. Además, y pese a sus ya redondeados pechos y ajetreada vagina, esta jovenzuela no es fértil a causa de su primer ultraje, hecho que le costara un daño irreparable en el útero, que luego sería extirpado en el centro asistencial Herminda Martín, a la temprana edad de ocho años. Con respecto a este tema, sus vagos recuerdos son los siguientes:
“No soportó el olor a orín casi podrido, prolífero entre los vagones donde acostumbramos a pasar la noche con los otros, olor casi poderoso y certero que perfora las pocas imágenes que me quedan de aquel fatídico pero libertario 3 de agosto de 1981. Yo había huido en la madrugada de la insoportable y quejumbrosa casa que me albergaba desde el día en que me robaron o recogieron -no estoy segura- desde un edificio grande y celeste, según decían, a la edad de dos meses y medio. El joven ladrón, que por aquellos días había sufrido una terrible descarga -los milicos habían fulminado a su familia completa delante de él-, con cortos pero derruidos diecisiete años, hurtaba de ese modo a la prometida con la cual consumaría 17 hijos en memoria de aquel “día feliz”. De esta manera crecí entre hambre inconsumible, la obligación diaria de lengüetear su horrible falo por la madrugada y sus constantes babeos en mi poto por la noche -nunca intentó romperme la chora, porque decía que era pecado del desfloramiento fuera del matrimonio-.
Ese día, muy de madrugada, escapé con el vientre y la garganta como anudados, ilusionada con ese aire ancho y frío de agosto que podía respirar. Sin duda, a partir de ese día sería todo nuevo, más nuevo que los pájaros entumecidos que perseguía por la plaza y más nuevo -incluso- que la misma niebla que comenzó a humedecerme los párpados.
Pasé el día vagando muerta de hambre. Al caer la noche un grupo me ofreció pan y vino, un tanto rancios. Comí y bebí desesperada, el pan no lograba quitarme la terrible hambruna pero el vino... el vino calmaba la ansiedad paranoica de comer casi como si no tuviera dientes y, a la vez, aumentaba una sensación de euforia y satisfacción que no he vuelto a sentir jamás.
Corrimos esa vez, creo, por toda la ciudad, enloquecidos por el vino y el neoprén y la marihuana y el pisco y no sé cuántas otras botellas. Luego recuerdo el olor del orín, característico entre los vagones, el hielo y la dureza de un cuchillo en mi garganta que no dejaba de respirase o sollozase casi, y unos nudos como abismos en mis muñecas que mantenían mis brazos, como dos alas extirpadas. Y luego... luego perdí toda noción exacta de lo que aconteció. Sólo conservo suposiciones y un fierro un tanto oxidado, con el cual debieron de haberme perforado, puesto que hasta antes de eso, no habían podido penetrarme”.
Epílogo:
Todos los hechos aquí relatados
son verídicos.
El Panadero.
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