Abrazados, respirando la esencia del otro, habíamos pasado la tarde besándonos con esa pasión que destilábamos por cada poro.
Sumergidos en nuestras miradas y con los labios enrojecidos, pendíamos suspendidos en el tiempo, ajenos a los sonidos de la ciudad que respiraba allá abajo, en la hondonada que se extendía al pie del Parque Autóctono. Córdoba existía y hervía a borbotones de luces y sonidos a medida que la noche caía sobre sus techos, calles y avenidas. Al reparo de un jacarandá cómplice, desde donde podíamos apreciar el espectáculo, le volvíamos la espalda, indiferentes a ese mundo de realidad para sumergirnos en el excitante descubrimiento de cada rasgo en el rostro del otro.
Quise apoderarme de ese momento y eché a volar las únicas palabras que se me vinieron a la boca, en un natural intento por perpetuar la felicidad, sabiendo que jugaba sobre seguro, tras tres años de un noviazgo en el que no había transcurrido un solo día sin vernos.
- “¿Me vas a querer toda la vida?”
- … “No sé…”
- “…”
La angustia inicial demoró minutos, horas o días en diluirse (no tengo certezas) y mientras eso sucedía, -lentamente intuyo- fui develando la fotografía de lo que había tenido lugar. El proceso fue doloroso, pero fascinante y se me antojó como el armado de esos rompecabezas en los que las piezas convexas encastran en las cóncavas.
Mi bohemia y extrema tendencia a volar y dejarme llevar en sueños de ideales, contrarrestando la fuerza centrípeta que la lleva por instinto a vivir con las raíces bien hundidas en la tierra, nutriéndose de un sentido común que nunca duerme. Dos fuerzas en permanente tensión que sólo así logran el equilibrio.
Comprendí que para que ambos voláramos alto, debíamos tomar carrera desde la Tierra... y así lo hicimos.
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