Archipiélago evaporado
Escampa la lluvia, sale
un sol cruento desde el fondo
del charco, una rosa
con pétalos de alambre de púas,
de acero, con olor a brea
que aflora de la calle
atravesada por esos rayos de luz,
los que se ciñen a estas islas desoídas.
Cacarean los gallos
con sus gargantas de bocina,
mientras las ruedas de los carros,
camiones, motocicletas, bicicletas,
sillas de ruedas, se giran y van girándose,
los múltiples ojos del huracán
que posan su mirada
en las sombras de palmeras oscilantes.
Se escuchan, rumores incansables,
las pisadas que en un subir y bajar
de hamaca, pueden
combar las costas de agua
y poblar el lejano horizonte,
inalcanzable por mar,
de peñas, las que pronto
se habrán desplazado hacia otras avenidas.
Sin embargo, el día apenas comienza,
el archipiélago aún no es una cagarruta de turistas
o de otros animales insomnes
que lo sueñan encaramado en un cerco espumoso;
sus cadáveres quedan sin identificar,
a la deriva y a medio enterrar
entre la mar y el sol,
lamidos por la evaporación.
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