La vida es buena o mala. Además es otras cosas, pero ante todo es buena o mala. A veces es definitivamente mala. Horrible. El Infierno, sin necesidad de Dios ni Satanás. Otras veces es bastante buena, más que aceptable, maravillosa durante algunos instantes. El promedio, como en todo, suele ser una consistente mediocridad. A algunos les toca vivir una de las vidas definitivamente malas. Nada se puede hacer entonces. Luchar, tal vez, pero poco más. En la mayoría de estos casos, la culpa de que la vida sea mala la tienen los demás. Es así, sin objeciones. ¿O si no, por qué extraña razón, los que nacen en Ruanda se mueren todos de hambre, y los que nacen en Milan, Nueva York, Tokio, Madrid... no?
Dios ha muerto, o está como muerto, o comprendió que su omnipotencia es bastante decadente. Los demás siempre son más fuertes que uno, más fuertes incluso que el azar y las condiciones ambientales. Entonces la culpa de que la vida a veces sea insoportable es de los demás. Uno, por supuesto, también es los demás. Uno es parte responsable de ese Infierno. Uno influye en el Todo, del mismo modo que una mota de polvo ejerce una atracción gravitacional sobre la Tierra. Eso es, en la práctica: una influencia de mierda. Es nada. La culpa, entonces, cuando la vida es mala la tienen los demás. Y siempre, también, tienen la culpa los demás cuando la vida es buena. Se puede, por supuesto, prescindir de los demás. Individualismo o soledad. El individualismo en su máxima expresión, una vez anulados los términos familia, pareja o grupo, y descartadas sus acepciones políticas y económicas, se llama soledad, se llama estar solo, se llama hablarse a sí mismo, quererse a sí mismo, no tener otros ojos que mirar que los del espejo. La soledad es inhabitable. Tiene la misma forma que el ser humano, es un calco perfecto, pero con tres o cuatro centímetros menos de diámetro. Eso en un principio. Luego se va encogiendo aún más. Su poder no está en su tamaño sino en la presión que es capaz de ejercer sobre el alma. Y sobre el cuerpo. Sobre la mente, incluso. Sobre el espíritu, también, si eso significa algo. La más terrible de las soledades probablemente no sea mucho más grande que una mandarina, que una pequeña esfera. Y sí, todo comenzó con una esfera, en una esfera. La vida al principio, fue una esfera. Y fue eso, porque no podía ser otra cosa. Puestos a copiar modelos, el primer intento celular siguió el modelo esférico del agua, porque era lo que tenía más a mano, porque los primeros pasitos de la vida fueron en medio acuoso.
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La vida es buena o mala, eso ya está escrito, pero al principio es ante todo sencilla. Todo consiste en copiar modelos ya probados como eficientes. Como útiles y casi perfectos. Si ya la química inorgánica había demostrado que la forma esférica es la que mejor soporta la presión ambiental, entonces la química orgánica copió ese modelo. Millones de años después, la forma esférica sigue resultando la más útil para comenzar la vida, para recomenzarla, mejor dicho. Y esférico es un huevo de gallina, y esférico es un cigoto humano antes de comenzar a dividirse. Un cigoto es una célula diploide, o sea que contiene dos juegos idénticos de cromosomas (en el caso del ser humano, 46), y que se produce tras la unión de dos gametos sexuales, que son células haploides, o sea que contienen un solo juego de cromosomas, lo que las hace, las convierte, en un tipo de células bastante singulares, las únicas capaces de crear, en condiciones naturales, un nuevo ser, y que dada esa diferenciación cromosomática necesaria para la formación del cigoto, permite que esos nuevos seres individuales tengan diferencias respecto a sus padres, e incluso entre sí. Esto permite una variabilidad genética, que hace que la especie evolucione, que no todos seamos pequeños adanes o pequeñas evas, sino adolfos, teresas, leonardos o marilines. Hasta ahí, más allá de que pueda resultar engorroso de entender para el oído desentrenado, a los efectos de la experiencia de campo todo es muy sencillo. Todas y cada uno de las reproducciones sexuales han sido siempre de la misma manera. La pura inercia hace que los gametos no tengan que pensar en lo que van a hacer, y más o menos lo mismo ocurre con el cigoto. Un cigoto es prácticamente igual a cualquier otro cigoto, no ya humano, sino de cualquier especie animal: redondo y esponjoso. Lo que incluso nos emparenta de forma bastante radical con el género vegetal. Parece un detalle menor, pero está claro que no lo es, porque incluso luego de unas semanas de gestación, el embrión humano es bastante difícil de distinguir de un embrión de ave o de reptil, y no del todo fácil de un embrión de anfibio o de pez. Hasta ahí, entonces, todo consiste en ser pollo o lagartija. Algo que es capaz de lograr incluso un pollo o una lagartija. Las pruebas más evidentes de esta evolución sobre precedentes eficaces, saltan a la vista en el hecho de que durante el estado embrionario poseamos una pequeña cola y unas branquias precarias y prácticamente disfuncionales. Para quien está llamado a ser el Rey de la Creación, esos primeros pasos son, como se suele decir, pan comido. El primer choque con las obligaciones del Oficio, suele suceder tras el parto, aunque aún entonces, siempre y cuando no nos dejen abandonados en un contenedor de basura, alcanza con ser pollo o lagartija, y probablemente hasta bastante después del primer año de vida, alcance con ser chimpancé. Respirar, comer y poco más. De ahí en adelante la cosa se complica significativamente; ahí que estar con el ojo atento a la causa y efecto de la propia experiencia y de la experiencia ajena. Cosas como descubrir que los deseos casi nunca se cumplen, que uno no es inmortal o que existe el miedo, se traducen en descubrir, asimismo, que no todo es perfecto. Ni siquiera un poco imperfecto, sino definitivamente caótico. Los modelos a copiar, sin embargo, siguen siendo variados y en ningún momento pierden su plus de beneficio si se los sabe usar con corrección. Para aprender a atarse los cordones, comer con cuchillo y tenedor o leer y escribir, salvo excepción, basta con mirar como lo hacen los demás, y al cabo de un rato, o un mes, o un año, según el caso y la voluntad, se puede ser un pequeño experto en la materia. Los dones excepcionales, por su parte, no hacen falta para vivir con normalidad. La capacidad para inventar historias graciosas o para hacer malabares con huevos son accesorias, y más o menos inútiles en conjunto, no así conocer los riesgos del fracaso de la ignorancia. Y se puede seguir, copiando modelos, hasta la adolescencia, la juventud, la madurez, la senectud. No sólo se puede; por el propio bien, se debe. Si en el arte, plagiar está muy mal visto, en la vida real, plagiar tiene que ver ni más ni menos que con sobrevivir. Porque si una vez que se ha dejado de ser lagartija, pollo, chimpancé, niño, adolescente, a uno, con veinte, treinta, o cuarenta años, en algún momento se le ocurre preguntarse por qué —por qué todo—, y decide convertir ese interrogante en una forma de vida, se descubre que delante sólo hay abismo, un abismo denso, mudo y desesperanzador que como un agujero negro se traga todo y no devuelve nada. O, para ser más precisos, devuelve la nada. Una nada corporizada. Contra eso, como si ese abismo fuese una pared, la evolución se da de dientes. Y la vida, la vida orgánica, subsiste, pero sólo como un conjunto no uniforme de movimientos involuntarios, cada uno de ellos precedido por una necesidad urgente, y sucedido por un alivio transitorio. Y si acaso la existencia tiene algún sentido, uno cuya definición defina y no sólo intente explicar la periferia del asunto, estos tics de conducta se encargan de erosionarlo.
Se comienza a sospechar, entonces, que tal vez la culpa (la Culpa de verdad, no la culpa de ser tontos y que nos roben la billetera en el tren) no la tienen los demás, ni uno mismo, sino que la culpa es un ente, una criatura antropófaga, esférica, no mucho más grande que una mandarina, la soledad, con ese mayúscula y precedida por dos puntos. La soledad a pesar de los demás. La soledad cuando no está el amor.
Y casi nunca está. |