En memoria a Tamara
Tamara tenía bucles rojos y ojos miel igual que Sara, su muñeca de trapo, como la bautizó esa mañana después de soñar que su muñeca le cantaba una canción de cuna con voz de grillo. Desde entonces, las pupilas vidriosas de Sara y la concavidad de las pestañas de Tamara, empezaron a descubrir los sabores y los colores de una vida en miniatura.
Juntas sintieron la corriente vertiginosa que se asomaba sobre el hombro de su madre mezclada con el calor dormilón de su abrazo, pero poco tiempo después de descubrir la serenidad de un beso, Tamara se estrelló de frente con el agudo llanto del malestar, un día en que el dolor se posó en su panza y la mordió tan fuerte que logró exprimir sus ojos sin clemencia, de ellos gordas gotas de lágrimas cayeron sobre las vidriosas pupilas de Sara, la cual desde entonces, no volvió a cantar ni a chillar como grillo en los sueños de su dueña.
Los años pasaron ocultos en sus zapatos,
Aprendieron a reír y a gritar a carcajadas, aprendieron que el dolor vivía en los estómagos de la gente y Tamara pasaba horas enteras cantándole a sus barrigas hasta que hipnotizadas caían en un sueño cansado del que despertaban sin pelo.
Juntas, como un delicado binomio de substancias, se limpiaban su calvicie con un paño impregnado de rosas mientras desfilaban sus cristalinas cabezas por toda la casa.
Una noche, el dolor las sorprendió mientras leían el cuento que le había escrito su padre años antes de morir, donde un hada se posaba sobre la nariz de un elefante, la cual se tornaba naranja al contacto divino de los diminutos pies del hada… una contorsión sublime y el elefante nunca mas volvió a estornudar. Ese dolor palpitaba con la fuerza de aquel elefante recostado sobre sus estómagos desarmados, mientras Tamara lograba somnolientamente, abrazar a Sara antes de caer inmersas en la oscuridad de la inconciencia.
Despertaron sobre una cama de tendidos blancos en una habitación de paredes no menos blancas que las baldosas del suelo, estaban menos calvas que antes, pero más agotadas que siempre. Tamara encontró una línea de gasas adheridas sobre su cuerpo, muy parecida a la Sara pero un poco mas grande por su estatura, con cuidado las fue destapando y halló sobre su piel una herida que bajaba desde su pecho hasta un poco mas debajo de su ombligo. Ambas tenían la misma herida en igual localización y suturado con similar mesura, sentían un cansancio adolorido y mutuo que las mantuvo adormecidas en la mañana. Justo antes de entrar la noche, Tamara abrazó a su Sara y le susurró en su pequeña oreja:
-Todo va a estar bien princesa, vas a ver que todo va a estar muy bien-.
Esa mañana, despertar fue la tarea más difícil del día, y al lograrlo, una araña de máquinas y cables envolvían sus cuerpos, un tubo, sus gargantas y mil preguntas, sus cabezas. Gabriela, su madre, esa tarde les llevó un ramo de rosas amarillas a cada una de ellas y justo antes de entrar a la habitación, se secó las lágrimas con un pañuelo y guardó en su bolsillo derecho el hilo con el que había remendado la barriga de la muñeca de su hija y el pedacito de cable que le había sobrado de pinchar los brazos de Sara de igual manera como estaban los de su pequeña.
Tamara no pudo ver a Sara, y de las rosas, solo logró imaginar su olor; el techo era tan blanco que le producía cierta tranquilidad y una extraña serenidad que quiso compartirlo con Sara mentalmente,
–Todo va a estar bien pequeña princesa, vas a ver que todo va a estar muy bien-. Y juntas cayeron arrulladas en un largo sueño.
El tiempo se había quitado los zapatos.
Con los parpados todavía cerrados, Tamara escuchó la voz de grillo inconfundible de su amiga, y al abrirlos, estaba Sara al otro lado de la ventana de cortinas blancas defilando su enorme corona de princesa mientras cantaba desorbitadamente sobre la trompa de un elefante; una sonrisilla de complicidad le arrebató el pálido rostro a Tamara, se levantó perezosamente de la cama, desperezó sus pequeñas alas y se dirigió volando hacia su muñeca de trapo, colocó sus piecitos sobre la nariz del elefante y en una explosión de color naranja dulce, le dijo dulcemente a Sara:
-Te dije que todo iba a estar bien mi pequeña princesa de trapo-.
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