Cuando miré el otro día al cielo, descubrí que la luna sonriente (como siempre) se encontraba triste como si, en una erupción espontanea, mares de lagrimas fuesen a escapar de su agujereada cara. Habiase ruborizado nuestro astro hermano viendo el aire que aquí abajo respiramos, o tal vez se bañaba ya en la sangre de los olvidados. Sentí, pues, compasión de la luna, mas vieja, mas dura que yo. Noche tras noche, siempre sola, me recuerda que la reina de corazones rotos es ella, y no yo; que se puede sobrevivir despues de que se te caigan encima las estrellas, fugaces dicen, pero que marcan tu alma permanentemente.
Hoy, la luz de nuestras ciudades oscurece la belleza del cielo y destierra las sombras de nuestras vidas. Mas es una luz fria y antinatural, que noche tras noche, día tras día, me impide ver cuanto quisiera a mis dos lejanas estrellas, aquellas que me iluminan cuando ya ni la luna queda.
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