Me subí a la micro con una resaca terrible. La noche anterior me había reencontrado con mi ex por enésima vez, y al contrario de lo que se podría suponer, después de mucho vino y mucho sexo, todavía es mi ex. "A lo mejor si me llevas a un motel decente lo pensaría" me dijo cuando nos despedimos. "Innecesario. Venimos a echarnos unos polvos, no a mirar el decorado" le dije, justo antes de que me fulminara con la mirada, con esos ojitos de los que todavía me considero enamorado.

El viaje en la micro debería durar por lo menos media hora. Obviamente, cuando te sientes mal, te duele la cabeza, los músculos se resisten a obedecer y tus reflejos son los de una tortuga resfriada, te das cuenta justo después de pagar el pasaje que no hay un sólo asiento libre. Por supuesto, tampoco hay nadie de pie. Caminé por el pasillo, sintiéndome estúpidamente observado y con un poco de inexplicable vergüenza por ser el único que va colgando del fierro del microbús destartalado. A los 15 minutos ya no era el único de pie. De hecho, éramos mayoría. En una parada se sube un tipo de barba y pelo largo, ni gordo ni flaco, con una camisa a rayas muy ajustada y unos pantalones de cotelé de antología. "Su descendencia debe estar sofocada" pensé con respecto a su fauna testicular, dados los despiadados 39 grados de temperatura que hacían esa tarde sumados a la gruesa tela del pantalón. Se acercó lentamente, tropezando con los demás pasajeros. A unos 5 metros de distancia, el olor me golpeó como una cachetada. Rancio, avinagrado, con un dejo a cebolla y comino, horriblemente mal disimulado con un desodorante incapaz de enmascarar la pestilencia. El hombre iba dejando un vergonzoso rastro de muecas y manos agitándose a medida que avanzaba por el pasillo. "Murphy... voy a buscar tu tumba, desgraciado, y te voy a dar una patada en lo que te quede de culo" pensé cuando el hombre se detuvo a mi lado, levantando el brazo para sujetarse del fierro. El origen, el caldo de cultivo de aquella hediondez quedó apenas separado de mi nariz. Las ganas de vomitar llegaron instantáneamente. Tratando de proteger mi sobresensibilizado olfato, giré la cabeza... demasiado rápido para mi condición de convaleciente etílico. La arcada fue incontrolable. El vino y las galletitas saladas se arrancaron de mi estómago en una mezcla rojiza bastante llamativa, y aterrizaron en la impecable chaqueta del pobre hombre que tuvo la mala suerte de estar demasiado cerca. También salpicó un poco hacia los lados, cuando al tratar de evitar seguir vomitando sobre la chaqueta del hombre me puse la mano en la boca, lo que actuó eficientemente como un dispersor, muy similar al efecto que produce el pulgar en la manguera al regar el jardín.

Muchos gritos, muchas amenazas, mucha confusión y algunos empujones y golpes mal disimulados. Unas cuantas manos me agarraron y me lanzaron micro abajo. Menos mal que el chofer tuvo la decencia de detenerse antes. Y ahí quedé. Con el olor a sobaco todavía impregnado en mi nariz (increíblemente, más poderoso que el olor a vino trasnochado y regurgitado) y varias manchas de tinto y galletitas. Me senté apoyando la espalda contra un árbol, tratando de escapar un poco del agobiante calor bajo su sombra. Esta no era la peor cagada que me había mandado, pero definitivamente era una top ten. Meditando, como siempre lo hago después de vomitar, me desconecté un poco del mundo. Tal vez demasiado. Me despertó una barredora municipal que me mojó los zapatos y parte de los pantalones. Caminé a mi casa. Como siempre me ocurría después de vomitar y dormir un poco, ya me sentía mucho mejor.