CUESTIÓN DE TIEMPO
(Lorena Díaz Meza)
Era cierto que ya no tenía edad suficiente para largas caminatas, trasnoches, ni el par de cigarros Hilton que se fumaba años atrás antes de la siesta, pero eso no daba ningún argumento al pensar de su hijo. Habían muchas cosas que ella aún podía hacer perfectamente.
Desde el día en que las escucharon conversando en el jardín ya no le despegaron más los ojos de encima; la vigilaban disimuladamente, se murmuraban cosas al oído para que ella no las escuchara y la acompañaban a dormir hasta asegurarse de que cerraba los ojos para abrirlos ya al día siguiente. La anciana se sentía como una niña obediente castigada.
Cierta noche de aquellas, antes de ir a la cama, su hijo le habló sobre el tema, le dijo que aquella amistad no era buena y que lo mejor era terminarla para siempre. Ella protestó; no era justo que a su edad la privaran de algo tan simple y hermoso como una amistad. Era insólito que le negaran hablar con su amiga, que encontraran poco saludable que compartiera con ella la hora del té o que tejieran juntas por las mañanas.
Se conocían desde muy niñas, vivieron grandes momentos juntas, y por cosas del destino de habían dejado de ver, pero ahora que se habían reencontrado tenían mucho que contarse, tenían que recuperar el tiempo extraviado, tenían que hacerse compañía cuando los demás de cansaran de ellas, y otras tantas cosas que a Asunción se le venían a la mente, que fueron motivo suficiente para enfrentar a su hijo negándose a sus ideas y comentarios.
El tema finalizó ahí. Pero desde aquel día las cosas comenzaron a cambiar; ahora se miraba a la abuela con extrañeza, preocupación e incluso lástima. Ella se sentía contenta con su amiga todos los días en la casa, pero al ver las expresiones de los suyos no podía sino sentir, un desconsuelo muy arraigado dentro. Hasta que una tarde la situación llegó a su punto máximo; el hijo de doña Asunción no quiso dejar un espacio en la mesa para que la amiga de su madre se sentara con ellos a almorzar, y se negó a que sirvieran un plato de sopa más. Hubieron unas cuantas palabras de por medio y el hombre se retiró de la mesa molesto y con lágrimas en los ojos. La anciana se sintió dolida y avergonzada, su amiga y su nieta pequeña lo entendieron todo pero aunque lo intentaron, no lograron consolarla. Finalmente Asunción también se retiro del comedor, para encerrarse toda la tarde en su dormitorio, y la niña se fue a sus juegos, dejando la mesa vacía.
Aquella misma noche la medida fue tomada y a la mañana siguiente, llevada a cabo. Sin que nadie lo notara, la abuela se pintó los labios frente al gran espejo que tenía en su dormitorio, se acomodó sus dóciles canas con un prendedor carmesí, tomó su cartera y salió a la calle del brazo de Rosita. Se fue de la casa. La amiga la llevaría a vivir con ella, pues no tenía problemas en recibirla en su hogar, al contrario; ella estaba feliz con la idea. Ahora vivirían juntas y se harían compañía, saldrían a tomar helado, escucharían por las noches la radio y esperarían a que tocaran alguna canción de Gardel; y las veces que no tuvieran tos ni carraspera se fumarían un cigarro antes de la siesta.
Aunque con un poco de melancolía, Asunción estaba decidida a no volver a su casa. Su hijo y el resto de la familia tendrían que aprender a respetar sus decisiones, y sobre todo a Rosita, su amiga, por muy imaginaria que esta fuera.
|