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Vivíamos en barrio norte, en la periferia de la ciudad, pero no éramos pobres. Aclaro que no éramos pobres porque muchas veces los barrios que se desparraman en las periferias de las ciudades son barrios humildes, sin recursos, no era nuestro caso. Mi padre había heredado una importante suma de dinero. Un tío suyo, el tío Anselmo, había recorrido el mundo en busca de tesoros, y había encontrado algunos; parece que a la hora de su muerte recordó que se había olvidado, durante su vida, por buscar tesoros, de sus familiares, entonces se acordó de casi todos, y mi padre cobró una gran cantidad de dinero. Si fuera por su profesión no hubiésemos sido ricos, se dedicaba a soldar molinetes para hamsters. De todos los tamaños, grandes, pequeños, no tan pequeños, y teníamos en casa miles de hamsters, para prueba, para que hagan girar los molinetes; así es que en casa había, siempre, diez o quince hamsters corriendo sobre sus propios pasos dentro de los circulares armazones de alambre.
Mi madre venía de una familia de clase media baja, pero como todos las mujeres de su clase había sido criada para ser princesa. Gustaba de vestir, comer, y dormir bien. Tenía cuatro cajones llenos de perfumes y cosméticos y jamás se le conoció la cara al natural. Quisquillosa, despreciaba la limpieza, así que en mi casa había cuatro mujeres que se ocupaban de cocinar, limpiar los pisos, lavar la ropa y planchar. Era una bella mujer, y había aprendido bien el oficio de ser princesa, tan bien lo había aprendido que a veces era molesto.
Mi casa era una casa grande y teníamos dos patios. Esto es lo más importante. El resto de la casa era como las otras casas: con living, cocina, lavadero, habitaciones, pero lo más importante era que teníamos dos patios, y a uno de ellos nunca entrábamos.
En realidad no entramos hasta grandes, ni yo ni mi hermano. Los dos patios estaban separados por un tapial, alto, de ladrillos sin revocar, envueltos en una enredadera. Había una puerta también, siempre cerrada, de metal, metal macizo, pesado, escalofriante.
De chico nos habían enseñado que en el otro patio había cosas inmundas, que a nuestra debida edad nos enteraríamos de todo pero que debíamos esperar. Que jamás debíamos siquiera hablar de la existencia del otro patio, y que si alguien preguntara alguna vez, debíamos contestar que había una fábrica de chocolates abandonada. Detrás de la puerta escalofriante de metal había una fábrica de chocolates abandonada, eso debíamos decir.
Melinda se llamaba la hija de Doña Zulma. Doña Zulma era una de las cuatro mujeres que se ocupaban de las tareas vasallas en mi casa. Melinda venía a casa a hacer sus tareas porque su abuela, la madre de Zulma, había fallecido y no podía cuidarla. Ella tenía dos ojos grandes como ciruelas, negros, brillantes, carnosos, y su mirada podía dejarme pasmado, pasmado en un bello candor celestial, durante el tiempo que duraba su hechizo. El tiempo que duraba era el mismo tiempo, todo el tiempo que yo me pasaba al lado de ella con la excusa de hacer mis tareas. Teníamos la misma edad. Hilamos una linda amistad, nos apurábamos a hacer los deberes y el resto de la mañana, hasta que su madre terminase de planchar, o lavar, jugábamos en el patio.
Una mañana nos besamos, detrás del árbol, en el patio de mi casa había un limonero, nos dimos un largo beso con los labios electrocutados de placer. Abrazados. Pero ella no vino más. Zulma había conseguido que la cuidase su tía, que vivía en la otra cuadra de su casa. No la vi nunca más hasta casi seis o siete años después. La encontré comprando en la carnicería cerca de casa. Compraba medio kilo de entraña. Tenía los ojos redondos y grandes como los tenía años atrás cuando hacíamos las tareas. Su efecto sobre mi fue el mismo. Pero había varias diferencias. Me miró y sonrió, una sonrisa grande hacia un costado, como si supiese, disfrutase, y estuviera esperando encontrarme para hacer uso conmigo de sus hechizos, y su cuerpo; su cuerpo no era un cuerpo diminuto y chato como cuando era niña.
La sombra del limonero nos encontró besándonos. Bajo el aroma de los frutos amarillos, bajo el verde fresco de sus hojas. Sobre el césped. Donde la sombra era espesa y silenciosa. Sus cabellos caían en cascada sobre sus ojos negros grandes como nueces de café y me preguntó

-que hay más allá de esa puerta

Estaba la puerta sostenida en el tiempo y en el silencio del momento con cierto aire de erudición. Asomaba entre las ramas verdes, las hojas verdes, de la enredadera que la aplastaba contra el secreto. En un acto reflejo de los músculos de las costumbres casi le contesto “una fabrica de chocolates abandonada” pero ya era grande para eso. Las caderas de Melinda no me dejaban mentirle. Así que trepamos la enredadera.
Pasaron casi quince años de aquella tarde en que Melinda y yo trepamos la enredadera. No había una fabrica de chocolates abandonada. A pesar de ser un patio, había olor a encierro, a moho, a olvido. Había un montón de sombras recubiertas de una delgada capa de polvo, un polvo que parecía el rocío opaco de los años. Sigilosamente, emparentados en la hazaña, comenzamos a descubrir las sombras batiendo el polvo con las manos. Había libros de secretos familiares. En sus páginas descubrí que mi abuela no tenía dedo gordo en el pie derecho, que mi tío Raúl había estado toda su vida enamorado de Javier, el farmacéutico, a pesar de haberse casado con la tía Irma, que mis primos no eran estudiosos si no que sus buenas notas en la escuela respondían a una rígida disciplina que intercambiaba buenas libretas por una cama y comida, que mi abuelo se había quedado pelado cuando murió su amante, que mi madre había perdido su virginidad con el hijo del almacenero a quién nunca más hablo en su vida por un odio, que, en realidad, se tenía a si misma.
No había solo libros, que había muchos, había fotos de mi madre en hojotas, con los pelos revueltos, fotos de mi madre con ojeras, limpiando la casa de mi abuela, baldeando la vereda. Una grande, a color, con la cabeza plagada de unos frondosos ruleros azules como túneles cerebrales. Y había molinetes para hamsters.
Desbordaban por donde se mirase de molinetes para hamsters, y había camisas, gorros, pantalones, corbatas, zapatos, había sillas, mesas, una cocina a leña, juguetes de madera, soldaditos de plomo, todas cosas de otras épocas, impregnadas de aire a orfandad. Arrinconadas, bajo el polvo, apretadas contra los intersticios de aquel patio que se había quedado en el tiempo. Y había algo con vida.
Sentada en un sillón, atado de manos y pies, amordazado, estaba el fantasma del tío Anselmo.
Mi casa está llena de esas cosas, en realidad mi casa se erige sobre esas a cosas, a base de los muebles, las prendas, los recuerdos, los secretos que encontré en el patio más allá de la puerta escalofriante de metal. La que asomaba entre la enredadera.
Mi casa es mía y de Melinda. Nos casamos algún tiempo después, cuando yo pude comprar algunas máquinas y pudimos instalar la fábrica de chocolates. No fue fácil traernos las cosas del patio del fondo. Mis padres, especialmente mi madre, se negaba a permitírmelo. Una noche entramos, Melinda y yo, con un camión y nos llevamos todo, a la fuerza, rompiendo la puerta de metal y el portón que daba a la calle.
Como les dije antes, mi casa esta llena de esas cosas. Los sillones que colman mi living, los pantalones con los que voy a la fábrica de chocolate donde el fantasma del tío Anselmo trabaja fabricando bombones, los zapatos y las fotos que llenan los álbumes de la historia familiar, todo eso lo trajimos del patio del fondo. Nos lo apoderamos con un camión con dos luces grandes y brillantes como los ojos de Melinda. Lo más difícil fue sacarles el olor a olvido, el polvillo aferrado como un rocío opaco por el pasar de los años.


Texto agregado el 09-04-2007, y leído por 577 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
09-04-2007 Que gran cuento. Me atrapó de principio a fin tu historia de secretos familiares. Mis 5*. kone
 
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