Acompañado
Leíto llega al arroyo montado en el viejo lobuno. El animal, piel y huesos, esférica panza y enredadas crines, se sacude el cuero de oveja del lomo y comienza a mordisquear el pasto de los alrededores. Desentendiéndose de él, el niño se arremanga los pantalones, se quita la camisa y las alpargatas. Luego desenrolla la línea, ondea el hilo, para finalmente depositarlo con cuidado en el suelo. El agua, quieta, refleja con fuerza el sol de enero. Cava en la tierra negra con el cuchillito hasta encontrar lombrices. Divide una en varios trozos, que enhebra con habilidad en los anzuelos. Entonces, se pone de pie y revolea la línea para luego lanzarla hacia el centro del arroyo. Después se sienta en el pasto con la punta del hilo en una mano y los pies dentro del agua tibia, que los devora inmediatamente con su opacidad. Leíto chapotea para recobrarlos y sonríe al verlos aparecer. Luego se
queda quieto, esperando. El sol calienta su pelo renegrido y los hombros desnudos hierven en la tarde sofocante.
Un año atrás, en una tarde similar, él y Juna pescaban en esa misma agua cálida y turbia. Entonces, desde la orilla, contemplaba a su hermano mayor que recogía y tiraba la línea una y otra vez, parado en lo más profundo del arroyo, sin sacar nada.
-A esta hora y con este calor, no van a picar- le dijo a su hermano, que se acercaba moviendo ruidosamente el agua. Más allá, donde el arroyo se alejaba hacia el monte de Las Torcazas, unos sauces invitaban con su sombra. Juna los observaba con ganas. Al rato, caminaba hacia los árboles con la línea a la rastra. Él no quiso seguirlo y permaneció allí, con los pies hundidos en el barro.
Se recuesta sobre el pasto cubriéndose los ojos con los brazos. Ya los pies sumergidos no lo refrescan. Leíto siente en términos de luz, calor, ruido de pastos estrujados por los dientes del lobuno y ese olor áspero del agua medio estancada que le entra como fuego por la nariz. No sopla una gota de viento. De pronto se incorpora, saca del bolsillo un pan con queso y dulce y empieza a comer. Sentirá sed, pero no le importa esa perspectiva.
Atardecía cuando Juna regresó con la caña en una mano, dos mojarritas prendidas a los anzuelos y una expresión de triunfo en el rostro.
- ¡ Capaz que vos no sacaste nada!- desafiaba desde lejos. El contestó moviendo negativamente la cabeza, cuando de pronto sintió la presión de la línea entre sus dedos; al tirar, trajo una mojarra en la punta del anzuelo dando coletazos.
- Mirá, me trajiste suerte. Y hasta parece que es más grande que las dos tuyas juntas- le respondió a Juna, que lo miraba sorprendido.
- ¡Capaz, nomás! ¡No, qué va a ser...!- Se agacharon y las compararon. El contemplaba el serio perfil de su hermano, que manejaba los pescados con sumo cuidado, y sintió deseos de tocarlo. Pero no se atrevió. En cambio, recogió las mojarritas y las guardó en un bolsillo. Su mano se detuvo un instante, para luego surgir con dos cigarrillos, torcidos y arrugados. Sonrió, mientras miraba a su hermano con mal disimulado orgullo.
- ¡Capaz que no están rotos! –afirmó incisivamente Juna. Luego tomó uno sin esperar respuesta y encendieron, juntando las caras hacia el fósforo. Echaban humo por la boca y las narices, tosían y reían. Fumaron hasta quemarse los dedos. Con la última pitada arrojaron las colillas al agua que, lentamente, había empezado a moverse. El sol se escondía y una leve brisa se levantaba desde el sur. Sintieron sed y hambre.
- ¿Seguimos probando?
- Mejor volvamos.
Subieron enancados al tordillo y regresaron al galope. Cuando pasaron por el monte de eucaliptos se detuvieron para arrancar hojas. Las chupaban, las masticaban y después escupían, para quitarse el olor del tabaco. Leíto se sujetaba de la cintura de Juna con ambos brazos. No montaba como su hermano, que dirigía al caballo despreocupadamente, con las riendas tan sueltas como la actitud de su cuerpo, mientras hablaba y silbaba, intercalando palabras y sonidos de su repertorio particular.
Se despierta. El hilo se ha desprendido de sus dedos y navega detrás del corcho. Leíto entra al agua para recuperarlo, cuando de pronto observa que el corcho cabecea, solicitado desde abajo. Se apresura a recoger la línea, que viene con una mojarra pequeña suspendida de un anzuelo. La mira, le da pena y está punto de devolverla al arroyo, pero luego decide ignorarla y guarda todo descuidadamente en una bolsa de arpillera. Se viste intentando no ensuciar la ropa, mientras su único testigo levanta la cabeza y lo mira, inmóvil, con un manojo de pasto entre los dientes. Parece querer interrogar al niño, que se acerca hablándole. Recoge el cuero, las riendas y monta, suspendido a la crin de la cruz y trepando por etapas, como le enseñara Juna.
-Vamos, pingo viejo. Vamos, mancarrón, vamos- apremia Leíto al lobuno con voz gruesa, casi de hombre, mientras talonea con energía. Pero el caballo lo ignora. Camina despacio, en zig-zag, devorando concienzudamente todas las flores de cardos del camino. Leíto decide llegarse hasta lo de doña Elisa para tomar agua fresca. Entre tanto, dormita cuneado por el lento y rítmico paso del caballo.
Al llegar, se desprendió de su hermano, y saltó al suelo. Era casi de noche. Caminaron por un corto y estrecho sendero , con el caballo de tiro. Al llegar al alambrado, Juna abrió la tranquera y Leito soltó al tordillo en el pequeño potrero donde dormía la tropilla. El animal relinchó, se revolcó en la tierra y se sacudió, levantando una nube de polvo, para alejarse después al trote en busca de la madrina.
-Podríamos haberlo bañado- le advirtió Juna -. Capaz que papá se enoja si se da cuenta que lo largamos sudado ...
-Y bueno, está oscuro ... mañana lo rasqueteamos bien- agregó Leito, que ya caminaba hacia la casa.
Entraron. Su madre cocinaba. Se le acercaron y la besaron.
-¿Dónde estuvieron, sabandijas? ¿No habrán ido otra vez al arroyo, eh?- Los miraba simulando enojo. Él hurgó en un bolsillo y le mostró las mojarritas.
-Mirá, hoy pescamos tres. ¿Vas a cocinarlas?
-Mmmm... vayan primero a lavarse. ¡Pero miren el barro que traen en los pantalones! ¡Rápido, desaparezcan antes de que llegue su padre y los vea así!- rezongó ella, mientras tomaba los pescados.
Cuando se sentaron a la mesa, ya los esperaba un plato humeante frente a cada silla, varias rodajas de galleta recostadas una contra otra y más allá, otro plato con tres figuras doradas y retorcidas, probablemente muy crocantes. Los niños se miraron un instante, felices, y apuraron el guiso para luego devorar los pescados. Cuando terminaron, ella les trajo una jarra de agua. Comieron y bebieron sin hablar, sintiendo sólo el sabor y el aroma de la comida, la frescura del agua y esa dulce suavidad que irradiaba siempre la presencia de su madre.
Llega a lo de doña Elisa sintiendo una sed abrasadora. Baja del matungo y va directamente hasta la bomba. Bebe varios jarros de agua y luego se remoja la cabeza. Jadea. Doña Elisa ha advertido su presencia y se acerca, secándose las manos en el delantal.
-¡Qué gusto, Leíto, otra vez por acá! Pero... ¡despacio, muchacho, que así te me vas a pasmar!- y acompaña sus palabras con suaves palmadas en el hombro del niño-. Vamos, vení, pasá un rato adentro- invita finalmente.
Entran. Toman mate y comen frituras dulces. Ella habla; de vez en cuando le hace preguntas al niño frunciendo el ceño y mirándolo con cariño y preocupación. El contesta con monosílabos, incómodo, un tanto arrepentido de no haber tomado agua en el molino de la entrada. Y ahora espera, sin saber bien qué. Solamente espera. Cuando la luz se desvanece, recostándose sobre el horizonte, Leíto aprovecha el pretexto para irse.
Cuando llega a la casa encuentra a su padre, que ya junta leña para encender la cocina.
-Está fresco, ¿eh?- murmura éste, agachado frente a la boca de la hornilla. Sopla hasta que las llamas chisporrotean casi sobre su cara. Entonces se incorpora, tosiendo, y cierra la tapa de un golpe.
-Ajá... ¡Por ahí se nos cae una helada esta noche!- replica el niño, mientras deja los aparejos de pesca sobre la pileta. El padre ríe ante la exageración; luego sigue hablando, casi consigo mismo, mientras va de un lado para el otro preparando la cena: "Un toro rompió el alambrado lindero con los campos de Fernández y hubo que arreglarlo antes de que se pasara toda la hacienda..."
Leíto intenta escucharlo mientras limpia y pone la mesa. Después sale para traer la botella de vino que se refresca debajo de la bomba. El padre se sienta, descorcha y se sirve un vaso hasta desbordarlo. Bebe la mitad y deposita el vaso exactamente en el círculo violáceo que marca en el hule el vino derramado. El silencio envuelve sus gestos, y Leíto percibe una sensación casi opresiva, como de encontrarse en la iglesia. Se sienta frente a él, que en ese momento se incorpora para controlar la carne. Un perro ladra a lo lejos; el galgo responde desde debajo de la ventana y se entabla un duelo de ladridos que el hombre interrumpe con voz autoritaria. Leíto, que lo observa de reojo, desvía la mirada hacia la galleta. Corta una rebanada y tironea con desgana de ella. La abandona cuando su padre trae la carne chirriando sobre una tabla.
Comen en silencio. De súbito, la ventana se abre y un gato se cuela con parsimonia hasta la pileta. Leíto levanta los ojos del plato para verlo escapar con la cola de la mojarrita asomándole a un costado de la boca. Entonces deja de comer, a pesar de las insistencias de su padre.
Cuando se van a dormir, Leíto se ve acostado en la cama junto a su hermano, en el cuarto ahora transformado en despensa. Su madre se acercaba para besarlos y tirarles de las orejas, mientras la sombra del padre les deseaba las buenas noches desde el marco de la puerta.
A pesar de la tibieza de la noche, Leíto siente frío en la espalda y en las piernas. Se cubre con el poncho, acostado en la cama grande de su padre, lejos de él, que ya duerme. Se encoge, temblando, mientras llora en silencio. No volverá nunca más al arroyo; no volverá a recordar a Juna ni a su madre, porque ellos no están más. No están más. Ahoga un sollozo y luego se queda quieto, mordiendo una punta de la almohada. Lo arrullan los ronquidos acompasados de su padre cuando se hunde, poco a poco, en el apesadumbrado sueño de todas las noches.
Pero esta vez sueña con una extraña intensidad, y las habituales imágenes de aquella noche aparecen con singular nitidez: “Después de cenar, se acuesta con Juna y se miran a los ojos sin hablar, recordando los sucesos de la tarde. Súbitamente, aparece don Remigio en el Ford 35; ya es de día y el hombre les anuncia que la abuela está muy mal. Su madre prepara apresuradamente una valija; llevará a Juna con ella. Ya suben los tres al automóvil, cuando Leíto corre hacia ellos. Ignora el llamado de su padre y, violando la estructura real de los acontecimientos, entra al Ford cambiándose con Juna. Su madre lo acepta con naturalidad y parten. Leíto viaja pendiente del movimiento del campo, que se aleja continuamente hacia atrás, a través del vidrio de la ventanilla. Su madre habla con Don Remigio, que se inclina de cuando en cuando hacia ella y le contesta gritando
por encima del rugido del motor. Leíto se vuelve para mirar por la ventanilla trasera, cuando siente que el automóvil dobla bruscamente y sube a la ruta, a pesar de la estridencia de una bocina. Entonces, percibe un ruido que, con extraordinaria violencia, arruga y retuerce todo en un instante...”
El niño despierta bañado en transpiración. Arroja el poncho hacia los pies de la cama y se percata de que el padre ya se ha levantado. Afuera, la luz pugna por dar forma a los árboles, a los animales, a las casas, y la tierra comienza a distinguirse de los manchones verdes, cubiertos aún por el rocío. Se seca con la sábana y luego se viste. En la cocina, su padre toma mate. Enorme y sólido, el hombre parece una prolongación de las paredes de la casa. Al verlo, el niño siente la necesidad de tocarlo; se acerca y, de improviso, lo abraza hundiendo la cara en la tibia dureza de su espalda. El mate relincha, y el hombre se vuelve.
-¿Vamos al campo, muchacho? ¿Me acompañás hoy?- invita. El niño hace un gesto de asentimiento con la cabeza y pregunta:
-¿Te parece que ensille al zaino?... Y luego insinúa, con varonil confianza:- Capaz que ahora no me vuelve a voltear...
El hombre sonríe, y estira una enorme mano ofreciendo el mate caliente y espumoso, que el niño recibe con singular aplomo como definitivo gesto de bienvenida.
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