Gato despertaba cada mañana decidido a patrullar su territorio. Al tiempo que lamía sus patitas delanteras, preparaba mentalmente el itinerario a seguir; frotando su cara con ellas, bien húmedas, colocaba cada bigote en el lugar donde le correspondía estar. Estiraba religiosamente sus cuartos delanteros, seguidamente los traseros, y marchaba solemne en dirección a la charca para saciar su sed.
Jardín de los Alcázar, cruce de caminos, el maizal… ya quedaba menos. Ansiando, con cada paso que lo aproximaba al viejo abeto, descubrir qué inesperada sorpresa le esperaría bajo el vetusto árbol, se preguntaba por qué Alondra lo premiaba cada amanecer con un nuevo presente. ¡Era un pendiente de señora! Qué manera de brillar, su contorno dorado se podía divisar desde algunos metros, realmente precioso.
Así pasaba Gato el resto de la jornada matutina; retozando junto al abeto, restregándose contra el suelo mullido, forrado de pinocha. Agarraba su tesoro son ambas patas, lo lanzaba al aire, jugaba a cazarlo, a veces simplemente lo observaba, degustaba su sabor metálico. Con el sol centrado sobre el cielo, Gato cultivaba con reciprocidad la cultura de la entrega, del presente; en esta ocasión fue una ranita verde que no pudo escapar a sus garras en la charca. Sabía que Alondra no se alimentaba de reptiles, no cabía duda, mas él tampoco comía pendientes de señorona pasados de moda. Era, simplemente, su obsequio.
Gato y Alondra jamás se habían aproximado, ni habían mantenido un claro contacto visual, salvo estando ella en vuelo. Pero habían adquirido el hábito, por alguna extraña razón, de depositar objetos, enseres y, en general, cualquier cosa que no fuera usual, a los pies del abeto.
Gato pensaba a menudo en aquella extraña relación. Sabía que las alondras no suelen anidar en los árboles, sino en el suelo, pero jamás se había propuesto el rastrear su lecho; no quería responsabilizarse de las consecuencias. No le importaría que Alondra montara su grupa, pero era consciente de la influencia que sus instintos ejercían sobre él; un movimiento en falso podría resultar fatídico a su compañera de juegos.
Y tenía ella repleto el nido de rarezas, así como el capazo de él lo estaba de extrañas donaciones. Y se buscaban con la vista, queriendo resolver el sinsentido. Pero ambos sabían que, las más de las veces, las cosas suceden sin causa justa. ¿No era, acaso, más bello sentir una vez al día el deseo y la ilusión?
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