Toda sociedad pequeña tiene la conducta desgraciada de achicar a sus predecesores. Un Dios es digno de estima mientras sus hijos conserven un presente venturoso. La detractación del Dios de nuestra era no es más que un impulso fisiológico apoyado en la vanidad: no creer que este dios es tan fuerte porque nosotros no lo somos. Y con ello inventar cíclopes más altos.

El dios que nos ha criado fue pagado de mala gana, con la descortesía arduamente justificada pero jamás fundada en verdaderas razones morales. El desagradecimiento con que respondemos a quien nos marcó como generación, hasta diría - a esta altura - como especie, se descuenta en realidad de nuestro buen nombre. Una generación de desagradecidos que hablan mal de la tevé y promueven actividades inmorales contra su divinidad - que ni siquiera practican con la insolencia y convencimiento del hereje- es una generación condenada a su autodestrucción porque no puede confiar en sí misma.

La reiterada guerra declarada a la tevé por algunos enemigos de su hora es signo de nuestra última y pronta caída. Reniegan de su origen al igual que lo harían del hambre si pudiesen. Prometen deleites que no encuentro en las palabras de un borges o un descartes. Son al fin hijos de su era tanto como todos, de la era del fin del respeto a lo que se debe. Es por ello que rechazan terminantes y ultrajantes el tibio amor ofrecido por los díodos, amor de madre que empolló una generación de cuervos que presionó off en su control remoto.