Inocencio y la Virgen de los Amparados
La búsqueda mantenía a Inocencio ocupado siempre, al menos mentalmente. Algún que otro dejá vú le trasladaba por instantes a términos figurados de la culpa, figurados nada más. Trastocaba su rancio corazón en aquellas ocasiones de propensión a la condescendencia en aflorar o la compasión, que tras un segundo fugaz como caracol se metía de nuevo en su caparazón. Seguía buscando después, después y después de años de la pérdida de la ya estimada culpa.
Hacía uso de su maravillosa memoria a largo plazo y se trasladaba a aquel día, fatídico día para Manolito.
En el colegio, con diez años Inocencio vivía acongojado por un grupo de malditos piratas, sus propios compañeros cuyo único fin era molestarle y cuyo jefe era Manolito. Un día pletórico del mes de mayo para Inocencio, con su ramo de flores para ofrecer a la Virgen María con ilusión ante todo (algo repipi era el Inocencio, ahora entendéis el porqué de ser el objetivo de Manolito y sus piratas) se encaminaba a clase para colocar su ramito en el altar. Siempre con el mismo ritual lo colocaba debajo del manto turquesa de la Virgen de los Amparados, patrona del pueblo de Inocencio. Al entrar al aula alguien le chistó, entre risas. Inocencio se giró con más miedo que vergüenza y allí estaban los bandoleros de Curro Jiménez con un arsenal de tirachinas, con balas hechas de glandes de enebros, apuntando hacia el blanco, que era Inocencio incluidas las florecillas de mayo. Las risas de los piratas fueron audibles en los pueblos aledaños, eso cuentan los mayores en días grises y aburridos que podrían ser casi todos los días del año, de los años, de la existencia de aquel lugar. Lo más divertido en aquel inhóspito rincón fue la gran meada de Inocencio en los pantalones y los magullones como petequias múltiples que emergieron ipso facto por todas las partes anatómicas visibles del muchacho y en las partes más nobles que no se podían ver, también. Ese día el ramo no llegó al manto de la turquesa de la virgen. Ni al otro día tampoco, ni al otro; Inocencio enfermó y tardó en recuperarse. Llegó con fuerzas porque su mamá le dio todas las mañanas yema de huevo con miel y quina Santa catalina, remedio de santo.
Volvió a la escuela, radiante, con ropa a estrenar y sin ramos en la mano porque ya era junio y apenas había flores en el campo para su Virgen de los Amparados que poco amparó aquel día a Inocencio. Concluyó que la virgencita era una excelente soberbia y nunca más le rindió culto alguno ni por mayo ni por maya. Manolito y los piratas se encontraban en clase, sentados con la cabeza agachada al paso de Inocencio por sus mesas. Buena reprimenda se les dio en su momento.
Manolito fue el monaguillo de doña Eulalia, todos los días desde la encarnada lapidación con los tirachinas; castigado, obró de esclavo de la maestra.
Se lo planteó ya maduro, el Inocencio. En el metro, se bajó la cremallera del pantalón y se frotó en el concurrido vagón con el generoso trasero de una muchacha que olía a rocío de la mañana (en la pescadería), con una larga melena rubia y lisa donde pudo limpiar sus flujos. Y nada, lloraba esa noche en la cama, gritaba a la almohada y preguntaba adónde andaría la culpa. Recuerda todavía cuando su tía abuela Antonia, buenísima persona donde las hay, le encargó unos pepinos que tenía antojo y a sus ochenta embarazada no estaba pero quién sabe si sería su último deseo. Se los compró, pero obsesionado con la búsqueda de la culpa, trataba de atraerla como a los diablos con sus malos deseos. Esta vez no se frotó en el metro con nadie, pero se metió varios pepinos por el culo. No sabía hasta el momento si le era grato, nunca es tarde para probar, pero no era ése su propósito. Al llegar a casa de la Antonia eyectó los pepinos y los metió en el tarro. Los dejó en la nevera y se marchó con los consecuentes agradecimientos por parte de su tía abuela de tal grato detalle. No sabemos quién debía llamarse inocente ahora, indecente sí, desde luego. Cuando Inocencio marchó a casa, no sintió culpa ni gozo, era una sensación gris, como los días tristes del inhóspito lugar de su infancia. Entonces se propuso hacer un viaje relámpago al pueblo para tratar de encontrar en aquella antigua aula la culpa que prestó a Manolito. Llegó un día gris. La escuela estaba desierta y al entrar encontró el altar de la Virgen de los Amparados con el manto turquesa perfecto. Se acercó y meó en la virgen, en aquel manto. Y el milagro de seguir la mirada de la virgen meada hacia la pared raída y el recorte de periódico ajado por los años “encontraron niño violado en la granja de Don Huberto”. Era sabido que el primo Braulio además de oligofrénico era maníaco depresivo, recordó Inocencio esas pastillas que tomaba el primo. “…vecinos linchan a Huberto por supuesto acto de violación a niño…” Un atardecer gris y las canicas con Manolito, la maestra había obligado a un acto amistoso y fraternal. Recordaba Inocencio las pastillas y las manzanas las pastillas y las manzanas y los cerdos, los cerdos las canicas Manolito el barro y a ver quién le coloca el gorro al chancho y Manolito y los chanchos los ojos de los chanchos los ojos y Manolito y los ojos rojos y bufidos y babas, obtusos. “…Niño afirma haber sido violado por catorce cerdos, uno de ellos, hembra…”.
¡Lo había olvidado! Simplemente aquella tarde que drogó a los cerdos y metió al Manolito en el corral con el miserable pretexto de un juego. Desde entonces no olvida mear cuanta virgen se le cruza, inclusive a sus sobrinas, Carla y Josefa (afirman ser vírgenes), ni de llevar flores del campo a un corral cercano.
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