LA MONTAÑA
CUENTO
NARRATIVA DE UN VIAJE
EL PORTILLO ARGENTINO A 4200 METROS DE ALTURA
Hicimos Algunas reuniones previas antes de la partida. Buen asado y mejor vino…
La idea era integrarnos, hacernos compañeros, tratar de generar un poco de afecto entre nosotros. De los ocho solo tres éramos amigos y realmente nos queríamos, los demás no se conocían entre ellos…
Allá fuimos. Se vencían los plazos y allá fuimos…
23 de Enero de l996
Amanece…
El arreo está en la base del Paso del Portillo.
Para observar su cumbre hay que echar la cabeza hacia atrás.
El silencio es total…
El capitán que dirige la columna –un veterano de muchas cumbres- está a la cabeza. Recibimos las últimas instrucciones para la trepada final. Cada uno de nosotros lleva un baqueano atrás.
Está nevando con sol…
Arriba, aparece y desaparece la perfecta “V” del Portillo según las nubes lo tapen o lo destapen. Por el, entra solo una mula y su jinete.
Talonea el capitán su monta y comienza a subir, lo sigue el primer hombre, el segundo y el tercero.
Adelante y atrás gritan los hombres animando a sus mulas.
A la mía la rebauticé Mercedes, pero en el frenesí de la trepada le digo “China”. ¡Vamos “china, vamos china!”
Ya no miro al costado ni hacia arriba, solo la nuca de mi mula.
El micro clima se enrarece…
Ho, HO, HO… Jadea el animal. Un profundo ronquido visceral la infla y la desinfla.
El ambiente es negro, gris, blanco.
Un tropel de recuerdos me acontece…
Atrás alguien grita: ¡Dios mío! ¡Mamá!
Adelante y arriba estalla el primer grito de cumbre, el segundo y el tercero: ¡Cumbre, cumbre, cumbre!
Estoy ciego. Mis anteojos se han congelado. Como puedo me los quito y al hacerlo pierdo las riendas. De pronto las vuelvo a tener en las manos.
El piso no es de nieve sino de hielo. El viento blanco vomita escamas de hielo que se incrustan en el rostro. El zumbido es aterrador. Levanto la cabeza y estoy en el cielo. ¡Cumbre! –grito, y un lagrimón salado me ahoga, el corazón busca salirse por la boca.
La mulita afirmada a nivel recobra el aliento un segundo al detenerse, aprovecho para manotear el relicario de testimonios adosado a las piedras de la cumbre y saco unos pañuelos pero no puedo dejar el mío, una bolsita de cuero con una foto de mi hijo.
La mula entierra el hocico en el piso, baja a plomo, debo pararme en los estribos y echar el cuerpo hacia atrás para no irme de boca por sobre su pescuezo.
El pánico se apodera de mí. No veo jinetes adelante, ni huella, ni piso real, concreto, un manto total de nieve cubre todo.
Se me ocurre que la mula pisará el vacío, se me ocurre que los de adelante cayeron al abismo. Aterrado busco desmontar en movimiento.
“-No lo intente “guevón” – me grita el baqueano de atrás y un longazo me cruza la espalda.
“Déjense llevar, déjense llevar”-gritan los baqueanos. Atrás la columna repecha en la bajada.
Si la subida fue dura, más aún la bajada.
Una explosión de polvo de nieve estalla adelante…
¡Ho, Ho, Ho! Sopla y resopla la mulita. Su instinto me enternece, su nobleza me conmueve. Quiero palmear su cuello y pierdo el equilibro, me gano otro lonjazo y otro grito: - “Enderece guevón”…
No se cuanto tiempo ha pasado, no entiendo muchas cosas, ciertas circunstancias…
Al frente van los jinetes que largaron primero. Atrás viene una larga fila.
El ambiente se torna más coherente, el sol brilla, la mañana es limpia, la temperatura aceptable.
Si bien bajamos, el piso está nivelado.
En una meseta esperan los que llegaron primero: Un teniente coronel que por primera vez sube a la montaña, el capitán que nos guía y algunos de los nuestros. En pocos minutos llega el resto de la columna. El silencio es total. Nunca podré entenderlo…
Con el correr de los meses y ya de vuelta en Mar del Plata alguien me dijo:- “Como los habrá unido esta aventura”… -¡Para nada!
Falta Rodolfo, Rodolfo es de los amigos, también su baqueano.
Mirando hacia arriba el Portillo es inaccesible. Así y todo volvería una y otra vez. Nunca nos reunimos a evaluar este viaje, pero me consta que nadie volvería.
Rodolfo no vio nunca la montaña en su ámbito real.
Marplatense nacido y criado en la costa, caminó siempre en nivel 0, llegó a Campo de Los Andes con mal de altura o “apunado” y subió apunado, destruido, pero ocultándolo para no arruinar la expedición.
El capitán ordena que dos baqueanos suban otra vez y lo regresen a la base.
Tiemblo por su suerte, entorno los ojos y vuelve a mí la escena de la despedida con su mujer.
Algunos desmontan, se revisan cinchas. Nadie quiere probar bocado. Nadie habla con nadie.
El capitán manda desmontar para descansar las mulas.
Desde aquí al Refugio Real de la Cruz, donde haremos noche son ocho horas de mula y debemos llegar con luz.
… Ya me voy para los campos y adiós…
A buscar yerba de olvido y dejarte.
Como si con esta ausencia pudiera…
Con relación a otro tiempo olvidarte…
(De una tonada del viejo cancionero Cuyano)
Dos puntitos de colores vivos en el fondo blanco de la cordillera bajan al tranco.
Rodolfo viene montado y a tiro de su baqueano. Este canta, su garganta se desgarra con la tonada:
He vivido tolerando martirios…
Y jamás pensé mostrarme cobarde.
El hombre está contento…
Rodolfo entonces confiesa estar “fusilado”.
Los baqueanos se abrazan, se palmean, se invitan cigarrillos, revisan las manos y las patas de los animales, se percibe en ellos la alegría de haber hecho cumbre, la camaradería que los une.
Muy abajo nuestro, faldeando, sin haber hecho cumbre, va el arreo de las “cargueras” que salieron un día antes. Llevan los alimentos, un grupo electrógeno, la radio Etc.
El capitán ordena montar. La indiferencia entre los civiles es más fría que el hielo de la montaña.
Los hombres sencillos, humildes, festejan haber hecho cumbre:
-Con esta tengo veinte al Portillo-dice uno.
-Yo treinta.
-Yo cuarenta
-Yo perdí la cuenta-dice otro-
Un suboficial entrado en años y ya retirado que no se pierde expedición a Los Andes agrega: -Yo le dedico esta cumbre al finadito Ibáñez. (Subió al Everest y bajó con su teniente primero muerto.)
¡En marcha!.. –ordena el capitán…
El rosario de animales y jinetes avanzan al tranco…
Llevamos un par de horas marchando. Debemos bajar a tres mil doscientos metros. La mañana es limpia, el sol brilla, en tanto avanzan las horas hay que sacarse algo de abrigo.
Nuestro grupo se ve mal, a excepción de dos o tres el resto está enfermo: Dolor de cabeza, vómitos, mareos, cólicos, perdida de la visión, muchas cosas típicas del mal de altura, la “puna”.
El plan es hacer noche en Real de La Cruz y al día siguiente encarar la segunda cumbre: Piuquenes, 4500 MT, en el límite con Chile, de acuerdo al plan trazado.
Nada de esto pasará. Vienen dos médicos en nuestro grupo, bastante destruidos.
La marcha es sencilla. Poco a poco va apareciendo la huella, la mula con el piso cubierto por la nieve jamás se aparta de ella, camina encima como si la radiografiara antes de pisar…
Saco del bolsillo de mi campera los testimonios que arranqué en la cumbre: Un pañuelo de cuello que en la punta tiene un gran nudo, lo desato y encuentro un papel escrito a mano.
“Para ser montañés hay que ser hombre”- dice. Enseguida pienso en un tipo físicamente fuerte, pelo en pecho, voz ronca. Pero sigo leyendo…
“Ser hombre de montaña es ser franco. Llorar si hay que llorar, callarse si hay que callar, negarse siempre, perdonar, saber esconderse, no ser egoísta, amarrete, celoso, envidioso. Ser hombre es no guardar rencor, no anidar en el alma deseos de venganza. Todo lo que no fui hasta hoy”. Hay una firma y pide que no se deje el testimonio en la base sino que se lo lleven a su casa y da una dirección de Buenos Aires. También dice que escribió esto cuando llegó al refugio luego de la bajada y deja el testimonio al regresar.
El otro testimonio es una bolsita de cuero envuelta en otro pañuelo anudado, guarda cabellos rubios y no puedo hacerlo público.
Esto también es ser hombre, dejar el testimonio de una expiación en la cumbre, arrepentirse de algo horrendo y disponerse a entregarse después de permanecer varios años insospechado.
De tanto en tanto nos mandan desmontar y seguir rienda en mano delante de la mula, algunos lo hacen, otros ni siquiera pueden desmontar. No se luce como en la ciudad: Ganadores, seguros, altivos.
Guanacos como puntitos pequeños observan desde las grandes cumbres la invasión de su territorio.
Algunos cóndores se suspenden un instante en el aire y luego desaparecen. Sigue la marcha, lenta, sencilla, los pensamientos muy bien guardados, la conciencia inquieta talvez…
Seguro que se reflexiona, la reflexión es privativa, no tiene comentarios, no se comparte, por lo menos hasta aquí. Nadie se quiebra. Los montañeses dicen que: “el que no escupe en la montaña tampoco se abre con el cura”. Yo observo a las personas y percibo el encierro de sus conciencias.
Algunos vuelven la cabeza para observar la cumbre del Portillo, seguramente se tiembla al pensar que hay que regresar por el mismo camino.
La cabeza de la columna hace alto en una meseta. Hay un mástil y una bandera izada, se rescata esta y se cambia por la del cuartel que nos lleva. Algunas placas adosadas a las piedras recuerdan la columna de un capitán de San Martín: José León Lemos, en el gran cruce de los Andes. Pisó estas mismas piedras. En tres días cruzó desde San Carlos hasta Achupallas con sus blandengues y espantó a los españoles que no quisieron presentarle batalla.
La vista es imponente, el aire puro…
De tanto en tanto un silbido veloz cruza la montaña. El viento se encajona, se comprime en las gargantas de las rocas y exhala su presión al salir libre a mezclarse con el cielo.
Abajo y al frente se observa una cinta verde, azul, celeste. Es la enorme serpiente del Río Tunuyan, también la forma de un edificio y un enorme frontón con una escritura hecha de piedras blancas, ilegible aún por la distancia.
El suelo es todo acarreo, laja, piedra bola de río, piedras minerales, algunas como de hierro, otras transparentes como el agua.
Bajan algunos arroyos, se pierde la huella. La mula se frena, levanta el testuz, otea nerviosa. Relincha una, otra y otra, de pronto todo el arreo está relinchando, luego bajan la cabeza y avanzan.
Después de un tiempo de marcha aparece la huella al terminarse el acarreo, la mula sobre esta sin perder un solo milímetro.
Han intuido la cercanía del refugio, vuelven a relinchar, algunos son gritos sufridos, profundos, otros cortos, repetidos. Entonces se sacuden, patean, apuran el tranco.
Después de algún tiempo más de marcha ya vemos claramente la construcción de piedra, ya puede leerse; Refugio Real de La Cruz…
Cae la tarde… Hay que llegar con luz, hay que abrevar las mulas, alimentarlas, entrar leña al refugio, desensillar, acomodar los arneses y las monturas bajo el alero, prender fuego, cocinar.
Ahora mi baqueano se acerca y se disculpa: -Perdón señor, perdón…
Le estrecho la mano con fuerzas, por primera vez observo su rostro detenidamente, es muy joven, un cabo primero nacido y creado en San Carlos. Se pone contento y canta:
Ya me voy para los campos y adiós…
No termina la estrofa, se despega de mi lado y se coloca atrás como lo tiene ordenado. Entonces si, sigue un poco con su tonada:
A buscar yerba de olvido o dejarte…
Estamos llegando al refugio. El arreo de las cargueras ya ha llegado, sale humo de la chimenea, de manera que ya comenzaron a hacer parte del trabajo que todos debemos hacer.
El edificio es grande, dos plantas, todo de piedra, enormes vigas, ventanas y puertas. Al acercarnos más ya vemos luces y se escucha el ruido del generador de corriente.
Comienza a nevar. En un segundo empieza a caer la noche. Hace mucho frío.
Al llegar al refugio y sin detenernos nos metemos al río a abrevar los animales aún montados. Los baqueanos sacan frenos y cabrestean los cogotes de las mulitas. A medida que vamos saliendo del río les colocan los morrales con avena en grano. De los morrales sale humito, de la chimenea también. Entonces me digo: “ya estamos en casa”.
La nevada es intensa. Los animales cierran un círculo cabeza con cabeza, las ancas ya están blancas, las atan a un palenque horizontal y ahí pasarán la noche.
El teniente coronel tomó el piso de arriba, nadie sube, nadie ve su camastro, un soldado lo atiende, el entre piso lo tomamos nosotros y el capitán, abajo, alrededor del hogar en el que caben cinco hombres de pié y un árbol mediano ardiendo se acomodan los suboficiales y los soldados baqueanos.
En una enorme olla negra de tres patas, totalmente de hierro, se está cocinando la cena, típica comida cuyana, mejor dicho del Valle de Uco: Cuadril en tiras y huesos muy carnudos con mucho pimentón y especias picantes, una delicia que yo ya había comido muchas veces y que esta gente hizo como homenaje a las personas de Buenos Aires.
Las personas de Buenos Aires no bajaron nunca a cenar, seguían vomitando, enfermos, destruidos.
Gracias a Dios yo con mis sesenta y dos años estaba entero.
Cuando los enfermos parecen que duermen yo no doy más de hambre y bajo a comer, todos lo están haciendo y conversan alegremente.
Mi baqueano me ha visto bajar y se pone de pié, me alarga entonces un jarro de vino –Lo obligo señor- me dice.-Te pago hermano - contesto y bebo a fondo el vino de un solo envión. Caigo entonces en el misterio del vino…
Ya me voy para los valles y adiós…
A buscar yerba de olvido o dejarte…
El teniente coronel y el capitán se retiran…
La noche continúa entre risas y tonadas…
EL PORTILLO ARGENTINO
Hoy es 25 de Enero de l996
Para observar la cumbre hay que echar la cabeza hacia atrás.
El silencio es total.
Trepidan aún en mis oídos las alegrías de la noche anterior con los baqueanos. Un tropel de recuerdos me acontece. Me arde el estómago, me traspiran las manos.
El micro clima se enrarece, todo es gris blanco, negro.
Con el correr del tiempo alguien me dijo: “¡Como los habrá unido esta aventura!”
Hoy nos cruzamos y apenas si nos saludamos. Un integrante del grupo después de algunos años también me dijo:
“-Aquello lo vivió cada uno a su manera. -Yo jamás vuelvo a lo vivido, por eso desde entonces no subo ni la loma de una calle”.
Yo si volvería, mil veces volvería. Aquello pasó por mí, lo hice mío, anidó en mi corazón…
Entonces mi baqueano me escribió, carta humilde, enternecedora, sencilla, profunda, carta con letra de patitas de araña.
En una ascensión posterior logró dejar sobre la cumbre la foto de mi hijo Sergio, muerto en California hace 20 años y por quien hice este viaje para cumplirle una promesa.
Así es. El estaba desahuciado. Muy enfermo. Yo desde mi estudio en San Carlos miraba Los Andes desde la ventana. ¿Que podía hacer, que remedio buscar? ¿Acaso existía?
¡Como saber la tristeza!
¡Como encontrarle el dorso y derrotarla!
Después de treinta años de mantener la promesa incumplida Dios quiso que se diera.
Los plazos se terminaban…
Allá fuimos…
Por: Jorge Duran - Mar del Plata 3l de Diciembre de l999
|