La partitura es enferma y mediocre. Lo asustan los tonos mayores, la tripulación exagerada de música dispuesta a naufragar. Lo asusta ese violín con aires de madama chillona guardado en su cofre de gamuza y madera lustrada. Lo asusta el ritmo, la melodía, los acordes, la parálisis de sus dedos incapaces ya de acariciar la piel tersa de esas cuerdas como tendones gigantes en la noche de los sonidos. Es mudo, es sordo. No oye, no presiente, acumula sentimientos como agujeros negros en el alma. Y llora, de noche llora como un violín ajado por la muerte. Él sabe que Mozart, indefectiblemente, salió por la puerta de atrás, se fue por la puerta de servicio el día en que él nació, sordomudo, ciego para la música, con la sana convicción de que en la sangre traía música, cuando él sólo cargaba con la noche, como una valija de nubes imposibles de extirpar.