Aquella mañana como casi todas las de aquel lluvioso mes de Diciembre, la mamá volvía a regañar a Lucas. Y, como era la costumbre en cada una de esas ocasiones, Lucas bajaba la cabeza y repetía obstinado que todo eso era cosa del monstruo de las galletas y que él no tenía nada que ver. En ese momento la mamá fruncía el entrecejo y se ponía totalmente roja. Pero todo quedaba en esto, porque la mamá se iba con su disgusto a seguir con las tareas de casa, y Lucas cogía sus bártulos y se iba a otro sitio a seguir con sus tareas del cole.
Aquella misma mañana había aparecido como por arte de magia, una cubertería de loza blanca en una de las apiñadas casas del poblado cerca del río. Junto a la cubertería, aparecieron también tres bolsas del supermercado repletas de víveres de primera necesidad. Al despertar la dulce abuela y contemplar todo aquello, dio primero las gracias a Dios por su infinita bondad y después encendió un cabo de vela como gesto de generosidad. Inmediatamente después, dispuso los alimentos en la cocina y preparó el desayuno para los nietos.
La rutina en la casa de la abuela durante prácticamente todo el mes de Diciembre había sido similar a esta. Cada mañana al despertarse, se encontraba todo tipo de objetos diversos y alimentos de gran calidad muy necesarios en la casa. Pero ni ella ni sus nietos sabían, o habían logrado poder llegar a atisbar siquiera, de dónde podían provenir. Simplemente aparecían allí, para regocijo de todos y en especial de la abuela, que veía colmados sus deseos de alimentar de forma sana y saludable a sus nietos.
Los primeros días del mes siguiente transcurrieron prácticamente similares a estos en ambas casas. No fue hasta casi finales de Enero, cuando por casualidad al pasear por una de las viejas callejuelas en dirección al mercado, la abuela oyó las extrañas circunstancias que se venían produciendo desde hacía semanas en otras tantas casas del poblado. Sorprendida, la abuela no daba crédito a lo que la comentaban los propios protagonistas de los acontecimientos. Y es que en todas ellas, los hechos habían sido sumamente parecidos a los acaecidos en la casa de la abuela. Según se contaba, aparecían no sólo a primerísima hora de la mañana, sino a cualquier hora, e incluso en horas sumamente intempestivas o inusuales, toda clase de alimentos frescos y congelados, productos de limpieza y de aseo, útiles de cocina, hasta muebles auxiliares en alguna ocasión, ropa nueva, y un sinfín de objetos más de una lista interminable que aunque todos lo desconocieran, surgía del fuerte deseo de lograr un mundo mejor, lleno de justicia y ayuda mutua.
Por su parte, a la abuela no le cabía ninguna duda que todas estas cositas extrañas que sucedían en el vecindario eran obra del Señor, que no había dejado de proveerles de fuerza y esperanza, y que ahora les mostraba que nunca les abandonaba.
Mientras tanto, en casa del pequeño Lucas los alimentos y objetos desaparecían de la vista de la familia exactamente del mismo modo en que iban apareciendo en la despensa, o los iban situando en sus lugares correspondientes.
La lista de la compra que la mamá efectuaba a toda prisa cada semana antes de irse al supermercado, ahora era cada vez más minuciosa y se hacía con toda la calma y parsimonia posible. Después, cuando abandonaba el centro comercial repasaba todos los productos que llevaba en el carrito, e inmediatamente introducía todas y cada una de las bolsas en el maletero no sin antes efectuar una última comprobación sobre la compra semanal. Toda esta concienzuda labor, hacía que la mamá pudiera asegurar que los productos eran adquiridos en el centro comercial, luego, puestos en el vehículo familiar y posteriormente llevados a la casa para su consumo. Aunque evidentemente, cuando llegaba este momento crucial no siempre se obtenía un resultado satisfactorio. De esta forma, a medida que transcurrían los días y que la mamá se proponía preparar una suculenta comida, era inevitable que sus ojos se fueran pareciendo cada vez más a dos platos de postre y su boca se abriera hasta límites insospechados.
Todo esto hizo que una hermosa mañana en la que como de costumbre, no apareció la mermelada de albaricoque ni rebanada alguna de pan para poder tostar, la mamá presa de un terrible ataque de risa histérica llamara a un especialista en la materia para poner fin a este asunto.
El tan esperado especialista en la materia, no era otro que un experto investigador en el sector de los misterios y enigmas. Era reconocido en todo el mundo por su capacidad resolutiva, y su facilidad por descubrir y sacar a la luz todo aquello que se propusiera. Ya fuera desde rescatar el tesoro de un galeón hundido por los piratas, hasta demostrar qué niño de la escuela no se cepillaba los dientes después del desayuno.
Sin embargo en esta ocasión las cosas no le resultaron tal y como esperaba. Después de un tremendo día de idas y venidas por la casa, lo que había supuesto un no parar de abrir y cerrar armarios, de subir y bajar escaleras, de entrar y salir al jardín y al garaje, de subir a la buhardilla y bajar a todo correr al sótano… En definitiva, de recorrer y volver a recorrer toda la casa de palmo a palmo y observar con sus propios ojos el espectáculo de cosas que estaban pero que al ratito ya no estaban, le hizo desesperar por completo, perder toda su intuición y que tomara la repentina decisión de retirarse por fin de un trabajo que sin embargo, le había permitido conocer medio mundo.
Esa misma hermosa mañana, Lucas se había marchado temprano camino a la escuela, desayunando tan sólo un gran vaso de leche. En su mochila llevaba los libros de estudio, dos cuadernos, la caja de ceras de colores, un estuche, la fruta del recreo y al monstruo de las galletas asomando por un lateral.
Como era su costumbre iba observando lo que veía a su alrededor. Sabía que era un niño privilegiado por tener un hogar con unos padres que le adoraban, y donde no había problemas de ningún tipo. No pasaba hambre, ni estaba mal vestido ni atendido. Todo esto que veía en su más cercano entorno, le hacía saber que era un niño especial. Y precisamente todo esto también le permitía comprender que muchos otros niños carecían de ese sentimiento. Por eso, cuando de camino a la escuela algo no le gustaba o no le parecía correcto, se lo comentaba con pesadumbre a su querido monstruo de las galletas, un viejo muñeco desgastado por el uso y los lavados, pero muy amado por Lucas.
El fuerte lazo que unía al viejo muñeco con Lucas, hizo que pusiera todo su empeño desde el primer día para impedir los sentimientos tristes de su dueño. El amor y las muestras de afecto que el niño le había regalado desde el momento mismo en que llegó a su cuarto, lo había ido guardando en su interior. Lo único que tuvo que hacer el monstruo de las galletas fue canalizar ese inmenso sentimiento, dando vida así a la esperanza que se encargaría de materializar y cumplir los buenos deseos diarios de Lucas: que los demás niños pudieran disfrutar al menos, de un pedacito de su maravillosa vida.
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