Todo estaba aparentemente en silencio. Todo esperaba tranquilamente a que el nuevo día trajera sus monótonas mañanas. Parecía que todo estaba en calma. Pero...
¿Acaso no es cierto que en el fondo de todos los objetos fluye algo de vida? ¿Crees que no? Pues abre bien los ojos y escucha atentamente...
Pedro se enfadó aquella noche al no poder ganar a su hermano en la partida de ajedrez. El tablero a cuadros se había quedado sobre la mesa, con las figuras totalmente desordenadas.
Cuando ya toda la familia se hubo acostado y descansaban plácidamente en sus camas, comenzó a escucharse una extraña conversación.
-¡Ah! ¿Cómo es posible? ¡Habéis visto lo que se ha atrevido a hacer éste mísero peón! – gritó entre gruñidos la enfurecida Reina Negra.
-Tranquila querida, -contestó una vocecilla casi imperceptible- no vaya a pasar como la última vez que te quedaste afónica durante una semana. “A ver si hay suerte y esta vez te dura un mes”.-dijo para sí el resignado Rey Negro.
-¿Cómo? ¡Habla más alto! Te pasas el día murmurando entre dientes. No me extraña que me esté quedando medio sorda.
-“Sí pero lo raro es que el sordo no sea yo”.- respondió para sí el Rey Negro.
Para todos era más que obvio que la poderosa Reina Negra estaba inmensamente furiosa con su ejército de caballeros y sus peones. Por ello, éstos últimos habían optado por esconderse con sumo sigilo en las cocinas de la torre mayor del frío castillo, para impedir que tomara represalias contra ellos cuando los viera. Era realmente triste ver el aspecto en el que se encontraban: Sollozando, temblando de miedo, se sobresaltaban ante el más mínimo ruido que oían.
Ajeno a ello, la Reina continuaba paseándose por el gran salón. A su maléfica mente se había asomado instantes antes una pequeña, casi minúscula idea, que no obstante estaba creciendo en tamaño. Y es que pensaba nuestra reina de ébano que no había razón alguna para tomar medidas contra todo su enorme ejército. Porque... ¿no era acaso verdad que la culpa de la derrota de aquella noche, era sólo de uno de los peones? Y si esto era así... ¿por qué culpar a inocentes? Sus ojillos negros resplandecieron ante la idea de poder juzgar al pobre peón delante del Gran Tribunal del Reino.
El joven peón había llegado a la corte no haría más de un par de meses con la intención de obtener algunas monedas de oro para su familia, y conseguir a la larga y con mucho esfuerzo un cargo importante. Con esta intención se había echado su jubón al hombro un buen día y, despidiéndose de sus ancianos padres abandonó por primera vez la aldea en la que había vivido por tantos años.
Con el pelo enmarañado y polvo hasta en las orejas llegó una mañana ante las puertas del castillo: una inmensa mole de piedra que remataba orgullosa una desgastada montaña moteada a capas marrones y verdes.
-¿Qué te trae hasta aquí?- le había preguntado un vozarrón.
Pero antes de que le diera tiempo a reaccionar, estaba ayudando a uno de los caballeros a ponerse su pesada armadura. Era sólo un peón más. Su trabajo consistía simplemente, en estar disponible en todo momento para cuando su superior lo necesitase. Por ello, le habían advertido con suma dureza que si le llegaran a encontrar algún día vagabundeando por las salas, o intentando robar algún objeto de valor, sería metido en los calabozos de inmediato hasta que el Gran Tribunal del Reino dictara su sentencia.
Sin embargo, nada de esto llegó a pasar. Se levantaba temprano y trabajaba todo el día para recibir un mísero salario y una escasa, muy escasa comida cerca de las cuatro.
Dicen que incluso los miembros del Gran Tribunal del Reino, no pudieron evitar echarse a temblar al ver los ojos de la Reina Negra entrando en la sala de audiencias para informar de su decisión ante la inesperada derrota. Tan sólo tres palabras fueron pronunciadas allí, aquel día: Lo quiero ahorcado.
“Corre, huye, vuela”,-, susurró el viento helado de invierno.-“Pues tu reina ha decretado una orden y tu vida está en peligro”.
Al oír la advertencia, el pequeño peón se acercó presuroso hasta las brasas para recoger sus botas. Sigilosamente introdujo una mano en la despensa y se regaló una hermosa hogaza de pan. Ahora le tocaba concentrar todos sus esfuerzos para encontrar la mejor manera de escapar de las garras del castillo.
¡Pluff! Sonó al caer al agua. Intentó llegar lo más rápido posible a la otra orilla, pero los fríos brazos del río temerosos de la reacción de la enfurecida reina, aferraban sus piernas mientras una dulce voz llegaba en pompas de jabón hasta sus oídos y le dormía…
Pero... “Corre, huye, vuela”,-susurró nuevamente el viento helado de invierno.- “Pues tu reina ha decretado una orden y tu vida está en peligro”.
Hasta el último cimiento del castillo tembló ante el horripilante grito de la Reina Negra al saber que el desafortunado peón había escapado ante sus ojos y sin que nadie hubiera podido impedírselo.
-¡Perseguidle! ¡Que el ejército salga de inmediato! – vociferó la reina.
El gran castillo de mármol blanco se extendía no muy lejos de la pequeña colina hasta la que con gran esfuerzo había logrado llegar. Pero no fijaba su atención en él, sino en el hermoso espectáculo de manzanos que tenía a sus pies. Estaba tremendamente cansado, así que no vio otra solución mejor que dejarse caer rodando por la pendiente hasta llegar al bosque de manzanos que había más abajo. Mientras, el ejército negro no había dejado de galopar y galopar a gran velocidad sobre el desierto del llano que había más allá de las puertas del castillo de la Reina Negra. Iban ahuyentando a su paso a todo ser viviente que hubiera cerca y sembrando el horror y la confusión al mismo tiempo. Espada en mano, sus corazones pedían venganza y soñaban con regresar triunfadores ante su reina.
Era ya la tercera manzana que comía el pequeño peón cuando aquella voz helada le avisó de nuevo. Como un resorte tiró la manzana que tenía en la mano, y huyó a toda velocidad hacia las puertas del castillo de mármol blanco.
-¡Pum, pum, pum, pum!,- golpeó hasta que casi le sangraban los nudillos.
Las puertas se abrieron justo a tiempo y el asustado peón pudo entrar, librándose de todo castigo.
De esta forma, cuando Pedro se despertó a la mañana siguiente para ir a la escuela, se encontró que inexplicablemente había un peón blanco de más sobre el tablero con el que la noche anterior había jugado con su hermano.
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