La niña estrujaba fuertemente entre sus manos el precioso osito blanco que acababa de desenvolver. Mientras, pataleaba y gritaba. Lloraba porque no era el regalo que quería. Tan solo unos minutos antes, las preciosas manitas sonrosadas de la niña rompían desesperadamente el papel que envolvía la gran caja roja. Sus negros ojillos brillaban de emoción al pensar que finalmente su deseo se cumpliría...
Y es que el día de hoy estaba marcado de rojo en el calendario que colgaba de una de las paredes de la hermosa salita azul donde la niña jugaba: HOY IBA A SER UN GRAN DÍA.
Hacía meses que la niña había visto paseando de la mano de su joven institutriz algo maravilloso en la pequeña tienda de juguetes de la esquina...
¡Era la casa de muñecas más linda que pudiera imaginarse!
Las macetas de flores salvajes colocadas sobre las barandillas del balcón principal, salpicaban de vivos colores los muros blancos de la casita. A través de las ventanitas abiertas del piso superior, se percibían los hermosos contornos de los muebles isabelinos. A la puerta principal se accedía a través de una pequeña escalinata...
¡Pero la niña no había podido admirar más esa maravilla que parecía estar allí para ser observada por sus juguetones ojos negros! La institutriz la agarró de una de las mangas de su abriguito rojo de paseo y se la llevó a paso ligero hasta casa. Todavía era temprano pero negros nubarrones iban cubriendo el triste cielo otoñal, y la institutriz no deseaba que la niña siguiera en la calle debido a su propensión a resfriarse. Lo cierto es que la niña se divertía mucho en esos días. Su abuelita venía a verla a diario y jugaban juntas ante los espejos a ver como su roja naricilla, se iba tornando cada vez de un color más saludable. Pero no sólo por esto se enfadó la niña. También porque la había impedido seguir disfrutando de la maravilla que había tras las puertas de la tienda de juguetes.
Las semanas posteriores al cumpleaños de la niña, transcurrieron en un ambiente de nerviosismo y conmoción. La madre no era capaz de consolar a su hijita y la institutriz no conseguía acabar con las continuas rabietas de la niña, a pesar de los nuevos juegos que inventaba a diario. Todos en la casa estaban alterados por la situación producida.
Mientras tanto, el enorme osito blanco seguía esperando olvidado en un rincón de la salita azul. La niña no se había molestado en volver a mirarlo desde el día de su cumpleaños. Había sido la institutriz la que apiadada por el triste aspecto del osito lo había colocado en el rincón más luminoso de la salita, esperando que su hociquito blanco pudiese respirar el aroma dulzón que se escapaba de la panadería de Mss Rose para después colarse alegremente por las ventanas entreabiertas de la salita.
Sin embargo, no era el único juguete de la niña que tenía este destino después de haber permanecido envuelto en llamativo papel de colores unos días y estar escondido en recovecos absurdos para así escapar de curiosas miradas. Pero es cierto que era la primera vez que la niña se deshacía tan pronto de uno de ellos.
Pasados muchos días desde el cumpleaños, la mamá de la niña consideró que la pataleta ya duraba demasiado y tomó cartas en el asunto para acabar con el grave problema que hacía peligrar la apacible convivencia doméstica. Pero cuando puso en conocimiento de su marido la solución que creía más adecuada, éste se negó en rotundo:
-¡No! No le compraré a la niña la dichosa casita de muñecas.- contestó algo más que enfadado el ocupadísimo papá.
Con lo cual la casa volvió a ser un barullo de voces, llantos, y carreras hasta la cocina para preparar infusiones que calmaran los nervios de la mamá y de la desesperada institutriz que no daba crédito a lo que estaba sucediendo en la casa desde hacía semanas.
La víspera de la llegada de la abuelita, el padre había salido en inesperado viaje de negocios hacia Moscú, por lo que desconocía por completo la sorpresa que la abuelita traía en una de sus muy numerosas maletas.
Al llegar a Moscú, el padre decidió recorrer el camino hasta el hotel a pie y no coger un coche en la estación como era su costumbre en este tipo de viajes. Era todavía una hora excesivamente temprana, y el frío, y la espesa niebla dificultaban notablemente el paseo. Realmente el padre no sabía muy bien qué era exactamente lo que le había impulsado en aquella ocasión a decidirse por ir caminando, en vez de cómodamente sentado en uno de los coches de la estación.
A pesar de todo caminaba tranquilamente por las empedradas calles de Moscú, ajeno al ajetreo y el murmullo de los moscovitas. Al girar la calle, se topó de bruces con una coqueta tiendecilla de juguetes. Las luces estaban aún apagadas, y con la escasa luz de la mañana tan sólo se podían percibir tenuemente las formas grandes o pequeñas de los juguetes...
Pero a pesar de ello, podía distinguir con claridad los finos contornos de la que sin duda era la más linda casita de muñecas que pudiera imaginarse. En ese preciso instante comprendió el comportamiento de su hija, y su deseo de comprarla fue tan grande, que no fue capaz de dar un paso hasta que sonó la hora de abrir.
Mientras, en la casa de la niña por fin se había instaurado el orden. La abuelita había dedicado las tardes del último mes a confeccionar una deliciosa muñequita de trapo, llena de encantos para una niña de siete años. No tenía nada de extraordinario con respecto al resto de juguetes que se amontonaban en su salita azul. Pero sí había algo de especial en su carita y en la mirada dulce de sus ojos de botón, que llegó hasta el corazón de la niña y que ya no fue capaz de separarse de ella ni un solo instante. De esta forma, los juegos que la institutriz inventaba a cada momento ya no fueron necesarios.
Al mismo tiempo que volvía la calma y la niña sonreía como antes, el padre empaquetaba cuidadosamente la casita de muñecas, y ultimaba los preparativos de su viaje de vuelta a Londres. Durante todo el trayecto de regreso, no dejaba de imaginarse la alegría que el nuevo regalo produciría en su hijita. Y sonreía feliz imaginando la alegre sonrisa de su hija, a pesar de que el asunto que había motivado su repentino viaje a Moscú no se había resuelto tan favorablemente como hubiera esperado.
En efecto, la niña se mostró muy ilusionada al tener por fin su adorada casita de muñecas...
Pero al mismo tiempo que pasaban los días, todos en la casa se daban cuenta que esa ilusión decrecía rápidamente. Sólo la abuelita fue capaz de comprender que la niña rechazaba jugar con su casita nueva porque la última inquilina de la salita azul, la deliciosa muñequita de trapo que se había confeccionado con tanto amor, no cabía dentro de la casita nueva y la niña se veía incapaz de desprenderse de su amiguita ni un solo instante.
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