No me preguntes por qué, no lo sé, pero sí, pateé el tablero. Volaron las fichas en mil pedazos, los cuadraditos del tablero se desfiguraron en morisquetas de dolor y quedó todo desparramado por el piso y algún lugar del universo.
La patada fue una patada de arriba para abajo, ferviente, de esas patadas que arrancan de cuajo con todo, raíces, tallos, tierra, hojas y capullos, y que dejan al árbol destartalado, escuálido, como un niño famélico. Días después del golpe, había tierra, terrones de barro, desparramados por todos lados, y el universo, ya no era el mismo. A donde antes había estrellas, ahora había murciélagos, donde antes había tiernos corazones de alcaucil ahora había brotes carnívoros de plantas salvajes. No había aire, había miedo; no había.
Había una bruma espesa como de leche, o de jarabe de carbón, las fichas, esparcidas por el universo, apenas si se divisaban más allá de la tela oscura de la neblina bautizante.
Buscaba las fichas, las tanteaba con las manos con las palabras, con el viento de mis labios, con los suspiros, pero no estaban. Estaban, pero desfiguradas, desalineadas, transformadas a tal punto que las fichas no eran más que un montón de cabos, tarugos, remaches de madera y metal, sin calor, ni candor, sin sangre y sin tacto.
Latía el sol por sobre la espalda, y un manto de oscuridad amanecía por sobre los omóplatos, un olor a orégano fúnebre se enhebraba dentro de las fosas nasales, como si se dibujaran veredas que se caminan sin saber.
Sólo, como disgustado, envuelto en un barniz de hosco placer se enrolló sobre sí mismo hasta que un día volvió a levantar las piezas, el tablero ajado, destruido, casi olvidado. Fue un día mucho después.
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