Fue él quien me enseñó a juntar las letras en las columnas de los diarios, él fue también quien me aconsejó defenderme con la mano del pan y no con la del queso (la del pan era la derecha y la del queso, la mano izquierda), algo que, sinceramente, no aprendí nunca, porque aún ahora se me confunden las manos y porque, en esencia, mi carácter timidote me transformó en el ser más pacífico del mundo. Todos los días, mi abuelo aparecía con su sonrisa cálida y sus brazos fuertes para encaramarme en su grupa. Fue el segundo padre que tuve, un padre protector, bonachón y dadivoso. Hoy se cumplen cuarenta años desde el día que nuestro querido abuelo se decidió a partir. En realidad, fue la parca la que se lo llevó tempranamente, acaso, también seducida por sus dones de buen hombre, ya que a sus sesenta y ocho años, era un tipo atrayente, galán y buen amigo, dedicado a atender las interminables demandas de los demás.
Muy guapo en su juventud, las mujeres intentaban congraciarse con él, prodigándole sonrisas y ofreciéndole, incluso, matrimonio. Quedó viudo cuando mi madre no cumplía los ocho años y debió cargar con eso con enorme responsabilidad y mucha ternura, que no sé de donde la habrá sacado, ya que era sólo un rudo carabinero de pueblo. Su sabiduría la derramó a raudales sobre sus pequeños polluelos y fue bien asimilada y transmitida por ellos, más tarde, como el mejor de los legados.
Recuerdo, como si fuera hoy, el día en que le avisaron a mi madre que la necesitaban en el teléfono. Ella, sobresaltada, sólo atinó a decir: -¡Mi papá! y salió corriendo para atender la llamada. Era del hospital. Le comunicaban que nuestro abuelo se había agravado y que era preciso que concurriera con presteza. Yo, el mayor de los hermanos, tuve l misión de acompañarla y cuando ingresamos a la sala en la cual mi abuelo estaba conectado a una multitud de mangueras, me di cuenta recién que este padre sucedáneo, este amigo maravilloso, se comenzaba a despedir de la vida. Mi madre trató de no mostrar flaqueza delante suyo y yo, algo atontado por la fiereza de los acontecimientos, sólo atiné a responder con torpes monosílabos.
Mi abuelo me miró con ojos neblinosos y con una voz agudizada por la enfermedad, sólo murmuró: -Córtese el pelo, mijo. Ya está pareciendo mujer.
La verdad, es que yo esperaba algo más emotivo, como había visto en las películas.
Y ahora, cada vez que se celebra un onomástico más de su partida –hoy, por supuesto, es una ocasión especial- me sonrío para mis adentros por haber desobedecido sistemáticamente, esa especie de mandamiento que este hombre de buena cepa y corazón generoso enarboló un poco antes de partir rumbo a la eternidad…
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