En un colegio de Madrid, la maestra mira antentamente esa especie de cartulina que alguna vez fue blanca, los borrones, las huellas de carboncillo y el leve churrete de caramelo rojo muestran sin duda que esa personita dedico mucho tiempo y esfuerzo a su obra, la maestra intuye tardes enteras dedicadas a tan fino trabajo: Una muñequita de palo con dos largas trenzas coloradas, grandes ojos marrones que miran penosamente ese muro. Un muro blanco, inmaculado, que deja ver un enorme desconchón por el que asoma el rojizo ladrillo. El palito que hace las veces de pierna derecha ligeramente flexionado, el palito que simula el brazo izquierdo tendido hacia arriba, tratando inutilmente de alcanzar la parte superior del muro, tan alto que logra cubrir la mitad de ese sol anaranjado. En los días que precedieron ese momento, una niña inmovilizaba su rosada lengua entre los dientes esbozando una mueca que podría ser una sonrisa de no ser por las lágrimas que mojaban el papel.
En la otra parte del mundo, en un colegio de Lima, una personita tan pequeña como la anterior, sonrie agotado al terminar su primera gran obra: Un muñequito de expresivos ojos, que intuimos marrones, con la fuerza que le otorgan esos palitos que simulan ser los brazos comienza a derribar un muro que nunca fue demasiado alto. Curiosamente, esa personita no utilizó làpices de colores. Los días anteriores a su obra, esa personita, se los pasó soñando. |