Una noche
en la vida de Bet
_¿Qué será de nosotros cuando tengamos cuarenta años? _dijo antes de partir. Sentado sobre el sillón reclinable de la sala mientras leían los periódicos del día.
Con su típica tristeza y voz temblorosa que en esos momentos nunca vislumbró. Sin conferirle importancia al futuro, se despidieron con un candente beso en sus tibias mejillas. Apenas un tímido murmullo se deslizó suavemente que terminó acariciando sus tiernos oídos. Un adiós.
Sabía que volvería a escuchar su triste voz a través del hilo telefónico, tal vez la buscaría bajo el amparo de la tibia mañana en que se conocieron.
La amaba con el alma.
Esperaba que filtrase esa voz ronca y tierna dentro de su alma de niña empeñada en desperdiciar los mejores años de su vida.
Cogiendo su viejo maletín colmado de papeles, caminó espaciosamente, sin volver su cetrino rostro, resuelto a desaparecer al torcer la esquina bajo la penumbra de la noche sin estrellas.
Fue el postremo recuerdo que acuciosamente coleccionaba Intentó gritar que lo amaba. Nunca se atrevió.
Poco más de la medianoche, se acostó sobre su pulcro y esmirriado lecho, recordando a propósito esas palabras, “¿Qué será de nosotros cuando tengamos cuarenta años?". Su delgada y fina figura que parecía siempre andar de perfil, se disolvió dentro de su lecho suave, perfumado a camelias de la desventurada Margarita Gautier, a inspiradas rosas, abrazando su almohadilla de olor como la niña de Guatemala, extrañamente abismándose en esas tristes palabras, flotando en medio de un prolongado suspiro se durmió.
Empapada de un sudor acerbo y pringoso, que empantanó su cabello liso y azabache; apenas lograba distinguir las hebras neviscas que disimulaba ese lóbrego universo donde había hecho el amor tantas veces con su vecino.
“Tu amor por Fernando es simplemente un tenue, vago, y antojadizo sueño; nunca desgajará los cristales de la mágica ficción en que vives”, esas crudas palabras que desenterrara sus recuerdos habían dado intempestivamente fin a su insospechada travesía, lanzándola de su doncel vida.
Exhausta y temblando de miedo, trasladada de esa asombrosa realidad o desalmado ilusión se incorporó con dificultad extrema sobre su lecho color rosa, el salvaje abatimiento se había apoderado de esta pobre muchacha que no atinaba mascullar alguna palabra. Una encantada y atractiva atmósfera había tomado por asalto todo el espacio de su habitación con abluciones de estilo ibérico y lumbreras amplios, cubiertas de cortinas color violeta que invitaba a la nostalgia. Optaba sucumbir de sed a esa hora de la madrugada. Lo único que recordaba era las mismas palabras que por último evocara antes de iniciar aquel largo viaje sin itinerario ni premeditada programación, prescindiendo de su ligero equipaje, un viaje por las sinuosidades de la subconciencia, no podía creer haber envejecido tanto durante su largo recorrido por la horrorosa capital, sin compras y fotografías para el recuerdo.
Su sencilla habitación estaba oscuro y todo su organismo desprovisto parpadeaba de miedo.
Vivía sola. Era sencillamente una alucinación, si ayer estuvo conversando, ayer escuchó esas palabras. Era virgen y siempre lo había sido. La congénita depresión hizo presa de su dilatado viaje, -¿quién sabe a dónde?-, alcanzó todavía verse a sí misma dentro de ese alguien que había dejado de ser ella. Experimentó los infortunados giros de la vida, que uno puede envejecer tanto en una noche, en unas horas, en unos segundos, en una palabra.
Desde entonces había sobrevivido con esa oscura intriga, todo este período que duró su largo periplo por la nada. Nunca más había vuelto a verlo en su vida. Nunca supo si consiguió casarse. Únicamente se enteró por el noticiero su trágico final. Tarde llegó a sus funerales, fue incinerado.
El abogado insospechadamente había tomado por asalto su frágil corazón y alma desde la lejana adolescencia. Cuando fue abuelo supo que nunca le amó. Proverbialmente especulaba sobre él, en su brillante profesión de jurista inteligente, en su bello rostro del típico limeño que aún no ha mezclado su sangre, en su voz tierna de un muchacho capitalino.
Cada vez que salían de putas por las calles limeñas, sobre gélidas y pétreas aceras, caminaba a su siniestra, dejando atrás avisos publicitarios, polvorientos edificios, era su lado preferido. Siempre hablaba de él, le contaba todo. Nicolás se limitaba escuchar; bajando la mirada enmudecía. Al caer la tarde se despedía.
Lo vio por vez primera en el primer verano del milenio, asentada al fondo de una vieja combi en los arrabales de la gran Lima que se marcha sin despedirse. Al descender sobre la firme grisácea se acercó, conversaron como dos viejos amigos. Trataban de escapar de la misma inextricable situación. En su memoria habitaba Fernando, su expresión fino y delicado le infundía esperanza que algún día se casaría con ella. Y podía darle el gusto de apellidarse De Pardo. Bet de Pardo, soñaba.
Nunca supo decirle nada. Nunca se casaron.
En realidad solía verlo únicamente en sus inofensivas quimeras, como hoy, raras veces se perdía en los fríos brazos de un hombre que nunca la amó, le encantaba envolverse en su fino perfume francés. Acariciar, confundir sus afiladas manitas blancas en su cabello gris y ensortijado.
Desde entonces, durante cinco años consecutivos se frecuentaron con extraño tributo y ponderación. Cada mañana deslizaba su voz provinciano a través del hilo telefónico. Nunca le llamó, ni siquiera en su triste cumpleaños. Pero latía algo en ella que ahora recién comprendía, extrañaba su voz cuando tardaba timbrar el teléfono. Escuchar sus sueños que no era otra cosa que los de ella, rara vez hablaba de su noctámbula vida sin importancia, había olvidado preocuparse por sí mismo, exclusivamente vivía para ella. Lentamente había dejado de existir permitiendo que Bet viviera en todo el espacio impalpable de su alma y corazón de niño.
Con pericia podía avizorar desdibujado sus anhelos estrellándose en el precipicio de una abismal realidad.
Los tristes recuerdos de sus fracasos, los breves intentos fallidos sin pena ni gloria. Nunca llegó a decirle aquello que sentía en sus fibras más intestinales.
Nunca sabremos porque nunca dijo que la amaba.
Nunca escuchó decirle que la amaba.
Ahora que disimuladamente bordea los sesenta, vagos recuerdos se filtran en su solitaria vigilia, -a esta edad vivimos solo de recuerdos. –decía su abuela-, recordaba todo, cada palabra que agonizaba en su garganta, cada gesto que se perdía en los perfiles de viejos edificios, su débil sonrisa que retrataba a través de la tarde, su vida de un noctámbulo empedernido, su perversa tentación de tropezar siempre con la misma piedra.
Cuando la conoció, deliberadamente se enamoró de ella. Su peculiar pusilanimidad se lo impidió obligando a tomar el filoso e hipócrita puñal condenando al abismal ostracismo a aquel bello gusano que corroía su alma hermosa a cambio de unos segundos de compañía sin igual.
Fue un insólito amor que afloró desde la nada y dándose vuelta volvió a desaparecer en la misma nada.
Nunca pudo perdonarse aquella sombría desidia. La de negarse a cobijar aquel amor casto e inmarcesible. Fue torturante y terriblemente doloroso, cómo quería hallarlo ahora, amarlo como nunca lo amó, como al único hombre que todavía no han amado en la tierra. ¡Cuánto daría por vivir la época que renunció vivirla, cuánto! ¡Qué ironía del destino.
Pero así es la vida. Quisiera contar esa tortura increíble a que la había conducido ese abrazo de pocas horas de sueño, de un viaje imprevisto, la más dura realidad; quizás era el preludio próximo e inevitable destino de esa pobre mujer que apenas rebasaba la barrera de los treinta, con su frágil y delicada figura sin huella de poderosas fibras masculinas, en esa noche de invierno, estaba postrada y envejecida, sus padres habían desaparecido. Vivía sola en su apartamento del cuarto piso que había adquirido en los últimos años de primera juventud cuando emigró a la Argentina, esta joven desconocía este raro accidente de la naturaleza. Ayer, al comienzo de la noche, allí estaba Nicolás, sentado junto a la ventana, ahora inexorablemente compendiaba sus días.
Desconocemos el origen de todo este suceso. ¿Acaso la consecuencia de un amor clandestino no correspondido como los grandes amores de la historia?. Padecía a consecuencia de haberse quedado dormida esa noche, pensando y recordando esas mágicas y comprometedoras palabras, que dijo, recordaba perfectamente ese oscuro universo de Nicolás a punto de romper en llanto, el único amigo pendiente de ella, el suicida que la amó con vehemencia, escuchando resignado “eso jamás”, como el filoso bisturí que corta una verdadera esperanza. Sus labios dejaba escuchar el nombre de Fernando. -Que ya no se acordaba-. A estas alturas de su vida, Nicolás habitaba en su memoria y en todo su ser, mientras que el Jurista fue el hermoso canto del cisne que había estrellado su acrobático vuelo hace muchos cielos de sueños.
Resignado a existir desde hace muchos años. No tenía hijos. Se había casado evitando quedarse dormida en los brazos de la pesada soltería, con Ricardo su amigo del barrio donde creció.
No era el hombre de su vida, con la esperanza de tener cerca la suave caricia del cabello corto y escuchar la voz de Gabriela, ella lo había abandonado por un alucinado noctámbulo, se lo había dicho varias veces mientras hacían el amor en su alcoba favorita. Silenciosamente vivía odiando a ese hombre que nunca llegó a conocerlo. Era consciente que ella no lo amaba, pero se contentaba tenerla a su lado.
Siempre sospechó que alguna vez ese matrimonio de conveniencia terminaría.
Cuando retornó a su casa de Ancón, allí estaba leyendo Ulises de Joice. Le miró compungido, fue a darle el cotidiano beso. Esquivó.
Era bueno, pero nunca llegaron a amarse.
-Ha vuelto. –dijo.
-¿Quién mi amor?
-Tu sabes, él, tropecé al salir del banco de la Av. Canadá.
Era el momento que tanto esperaba, rebosando de alegría llegó a casa dispuesta a no volver a perderlo como hace veinte años, en la mediocre cotidianeidad.
-Perdóname cariño. -es que no entiendo.
Desconcertado, dijo Ricardo Llanos, tirando la puerta.
-Fernando, mi primer enamorado.
Al escuchar semejante palabra, -mi primer enamorado-, no supo que responder, desplomándose sobre el sillón, acostumbrado a la vida y los gustos de Bet.
-Sabes bien que siempre lo he amado, no he podido olvidarlo, fue el primero en mi vida, la que me hizo mujer. –Dijo con dureza y nostalgia.
Obnubilado Ricardo se recostó sobre la cómoda, empezó transpirar copiosamente, oscureció su mente al escuchar semejante confesión. Era cierto que no había sido su primer hombre, solamente se consolaba con su extremado parecido a Gabriela, aquel hombre que cada noche se acostaba a su lado. Nunca llegaron a saber que ambos pensaban en otras personas. Al único hijo que tuvieron lo llamaron Fernando, la soportó por amor.
Siempre la había amado, desde el primer momento que la casualidad quiso.
Ricardo había soportado todos los berrinches que una mujer que no ama es capaz, y nunca elevó su voz de protesta, incluso en la casa, estaba acostumbrada llegar a cualquier hora sin rendir cuenta a nadie. Se habían casado hace más de cinco años. El único hijo que les nació había muerto hace ocho meses, la que quizás hubiera sido el punto clave y consolide aquel matrimonio dispar y absurdo. En realidad ella se había casado por la intolerante presión social que casi nunca da marcha atrás, temerosa de la vida solitaria. Ella seguía amando al Jurista, brillante y exitoso asesor de varias prósperas empresas. Deambulaba en lujosos automóviles.
-Voy a salir, -dijo impaciente.
-Vuelve pronto. –Dijo Ricardo detrás de la alcoba que secretamente guardaba mucha historia.
Sollozando dijo Ricardo y reaccionó arrodillándose ante lo que más había creído amar en el mundo. Gabriela fina y delicada.
-lo siento, tu bien sabes que lo amo.
No pudo contenerse y rompió en llanto.
Su corazón dejó de latir. Imposibilitado de retenerlo a Gabriela, trato de abrazarlo y no lo consiguió. Nunca había escuchado la voz de su madre. Ahora era tarde su madre hace muchos años había muerto. Era el último de los hermanos, dedicado a su trabajo de librero en el centro de Lima que le permitía vivir como todo clase media.
-Adiós, -escuchó la voz triste de su mujer apagándose al golpear la puerta.
Se marchó ansiosa y pensando. Le había dicho que aún la quería, la amaba, que siempre la llevaba en su equipaje de largos y pausados viajes alrededor del mundo.
Se casó casi a los cuarenta años, al no saber nada de él por más de veinte años, solamente se enteraba a través de viejas amistades y los periódicos que revelaba sus éxitos.
La fina lluvia bañaba los cristales de su amplia ventana.
Se encontraron en el Jirón de la Unión como la primera vez, pasaron por alcanfores, convergiendo en el hotel de la calle Tiziano, a pasar la noche, ella dijo que lo había extrañado todos estos años.
-Aguarda . –dijo. –te llevaré en mi coche.
-No hace falta, puedo ir en taxi. -Te amo.
Habían hecho el amor como jamás.
Atravesaba una situación difícil. En realidad nunca la había amado, la casualidad pretendió que se volvieran a encontrarse en este sueño que parecía real, gozaba al verse al lado del hombre de su vida que tanto amaba, pero en los sueño uno nunca se acuerda de esta vida real. Por ello, después de ese encuentro el Jurista tornó a olvidarse y se preparó para ir a Cuzco con su novia de turno. Mientras que Gabriela llegó a casa al mediodía.
El librero estaba en casa a esa hora, había clausurado la tienda y podía leerse en el letrero. “Se trasladó a Trujillo”.
Sentado sobre el viejo sillón de caoba, en la sala que daba al jardín, mirando las tapias que siempre había amado. La más hermosa se llamaba Bet, cuyo perfume se esparcía hasta los vecinos de al lado y finamente acariciaba su sueño. Ella ingresó sin decir nada, intentó abrazarlo.
-Aparta tus malditos brazos, imbécil, -dijo furiosa.
Volvió a ponerse de rodillas, balbuciendo dijo. –Te aaamo, que será de mi si me deeejas, no podré vivir sin tiii Gabriela.
-No soportaría la vida sin ti, -repitió rápido.
-Nunca me hables así. - se marchó a su cuarto.
Nunca había comprendido a su mujer, amaba sus cabellos y su fina voz de ave que realmente era de otra, él amaba a esa otra persona en la ligera figura de Bet. ¿Es posible que siempre habite Gabriela dentro de la delicada imagen de Bet?.
Bet celosa e impotente contemplaba la burla del destino.
Intentó despavilarse.
Se comunicó con Fernando y le recordó que volverían a verse a la altura del centro comercial Arenales. Nunca llegó la ansiada cita.
Ella no despertó.
Rompió en llanto, miro con desprecio a Ricardo, luego de la ducha se precipitó sobre la cama.
Ricardo había resuelto hacer frente a la realidad. Vendió su apartamento de soltero que su padre le obsequiara y le propuso viajar al Cuzco o fuera del país por un par de meses, quizás salir del sueño era lo más prudente, despertar, no llegó a convencerlo. Continuaba el viaje impostergable. Inundado de infinitos temores su cuerpo tembloroso palpitaba.
Aterrorizada e inexpresiva, oteaba confundida sin poder abrir los ojos.
-Nunca viajaría contigo a ninguna parte, déjame en paz, -grito e intentó salir del sueño.
Había sufrido un accidente y se marchó a Europa, no volvió, llamó por teléfono, para formalizar su relación.
Entonces aguardó aquellos días infinitos, como una novia fiel esperando a su príncipe azul, como en la vida real estaba acostumbrada, como siempre.
Llegó los días esperados y volvieron al encuentro, se perdieron en el hotel de la avenida Próceres, la confesión tuvo su apropiado lugar.
- nunca te he amado
-Pero aquello que tú me decías cada vez que salíamos. –lleno de lágrimas alcanzó a recordar.
-Lo siento debo marcharme lejos,
-no me abandones te amo. Realmente ella nunca supo si lo amaba o no, se encontraba enredada en la memorable vida de Scarlet O’hara, frente al débil, culto y fino Asley Wilkenson que nunca lo había amado, sin despedirse se marchó a casa. No estaba Ricardo, lo buscó por todas partes, se había marchado lejos.
Lo buscó.
Lo encontró bajó el puente Rimac, vagabundeando junto a Bet.
-Te amo, mi alma, soy feliz a tu lado, te necesito, no me dejes, como me gusta tu sonrisa, tu cabello liso y azabache. –Tristemente se escuchaba envuelto en el aire limeño.
-Nunca te dejaré Ricardo. –Amor mío.
Tomados de la mano desaparecieron en la noche.
-También te necesito, eres la razón de mi existencia. –susurró más lejana.
-Vámonos querida, vámonos mi amor a un país lejano donde nunca haya una cruda realidad.
Adiós.
Bet sintió un profundo vació en el alma, “Qué será de nosotros cuando tengamos cuarenta años?”
Camino descalza por las orillas del río infestado de pájaros y audaces ladronzuelos, por extraños dementes y ancianos alucinados que habitan esa otra vida, deambulando a lo largo la gran avenida del río, como este viaje a lo desconocido.
Nicolás, Nicolás, Nicolás, palpitaba en sus oídos, su corazón latía, no supo que decir al ver sus pies pequeños mojados, sentía el abrumador frío de la garúa limeña.
Mientras a lo lejos se escuchaba una voz triste que se alejaba.
-Te amo Bet, es tarde ya, mi cielo, mi dicha, mi tesoro, mi mundo, adiós mi amor. Era la voz olvidada y triste que clamaba del más allá. Las ardientes palabras que nunca había sido capaz de decirlo, se lo decía somnoliento.
-Adiós mi amor.
Fue lo último que escuchó y nunca supo más de su vida.
-“Qué será de nosotros cuando tengamos cuarenta años”.
Nicolás se había suicidado de un balazo a la altura del corazón.
Entró a la alcoba, que premeditadamente había preparado todo desde la minuciosidad de un experimentado criminal, desde hacia varios años, desde su adolescencia, comentaba los noticieros.
Cierto día amaneció muerto en el jardín de su casa de Ancón, a orillas de La Maja desnuda de Goya, escuchando la traviata de Verdi, su música favorita, al menos eso informaban los noticieros de la madrugada. Decía la radio. Embadurnado en su gran charco de sangre con los ojos abiertos escudriñando el horizonte yacía el cadáver frío e inerte, por cuyo labio se filtraba una fina secuencia de sangre de color oscuro. Bet daba vueltas en su cama, temblorosa y asustada, pensando si todo esto era solamente un sueño. Que no había envejecido tanto en una noche. Despertó empapada de un sudor viscoso y amargo. Miró a todas partes. Pensó que quizás todo eso era un sueño, solamente un sueño. Se puso a llorar.
Ahora saldría buscar a Nicolás. Terminaría con Fernando, envolviéndose dentro de sus trapos ve cruzar por el piso de abajo a Ricardo su vecino, apenas un chiquillo dedicado a jugar las canicas en el vecindario. Recordó a Gabriela. No dijo nada. Cogió el auricular para llamar por vez primera, una voz triste y sollozante de anciana contestó al otro lado del teléfono, Nicolás había muerto en medio de sus libros en un charco de sangre. Estupefacta, recordando las enigmáticas palabras de éste noctámbulo que nunca llegaría a los cuarenta años. Todo era un sueño, un oscuro viaje por los guaridas de lo absurdo. Se vistió de negro para los funerales. Nunca más volvió a verlo. Habían incinerado su cuerpo.
Aquel vulgar sueño se había convertido en la más cruel realidad jamás imaginada.
No estaba vieja, nunca se había casado con nadie, todavía guardaba celosamente su virginidad. Se retiró sollozando a lo largo de la avenida colmena, cruzando los sucios edificios, llevando su bolso lleno de recuerdos, de Nicolás, de su sangre salpicada en su alma de niña, lo amaba tanto. Nunca dio esa oportunidad, nunca deslizó la caricia de su loco amor.
Nunca supieron realmente que fue aquello que condujo a suicidarse con la pistola de sus antepasados.
Hay personas que se van a esa otra vida sin despedirse, quienes se conforman con un frío hola, un beso en las mejillas y largos paseos por las alamedas del sueño.
Dobló la esquina y al abrir la puerta, vio de espaldas leyendo el periódico del día, Nicolás estaba sentado sobre su sillón reclinable, al acercarse para palparlo, desapareció sin decir nada, así es cada vez que vuelve a casa, a veces creé que él está cuidándola desde esa otra vida, como a una chiquilla, como a una pequeña de pies descalzos que juega a orillas de la playa, así será su vida cada noche por el resto de sus días. Como ahora en la mañana, antes de salir a verme se ha despedido de Nicolás.
Bienvenido a casa
Había nacido en la misma calle hace más de tres cuartos de siglo, prolongando su dolorosa existencia hasta esa noche. Habitualmente aventuraba largos paseos alrededor de la manzana que empezaba derrumbarse en pedazos, atestada de tabernas y negocios al paso. Navegar en el ciberespacio era su pasatiempo preferido.
Atravesando la gran avenida llegaba a la Plaza Central, ennobleciéndose una bella estatua rodeado de jazmines y claveles resguardados por cipreses y madreselvas. Después de conversar ocasionalmente con sus viejos amigos, cansado retornaba a casa cuan largo era.
Jubilado como funcionario publico, se circunscribía dar paseos, conversar, alimentarse en la pensión del frente, esporádicamente leer alguna novela. La morena le servía en la limpieza así como en la cama de vez en cuando.
Los últimos meses del año fue involucionando paulatinamente, consiguiendo olvidar sus hábitos renovados desde el perpetúo abandono. El deseo minucioso de retornar al pasado lo había tomado desprevenido, en vano había intentado sin éxito alguno husmear en su árbol genealógico, casi todos habían desaparecido, salvo él. Necesitaba reinventarse cada mañana para no morir. Loa atributos de su aspecto de hombre guapo y galanteador, curiosamente se mantenía en el cuadro que colgaba de su sala grande, decorado al estilo barroco. La única manera de reaparecer en los brazos del pasado, según él, era dormir, y pensar todo el día en esa niñez cada día más lejana, llegando a la conclusión, solo una posibilidad, la de dormir, era preciso dormir, prescindiendo el lugar, el tiempo y la comodidad. Era una absurda e impostergable empresa.
Esa mañana volvió a despertarse, satisfizo todas sus preocupaciones diarias, hizo el amor con la morocha en la trivialidad de la mañana, después de limpiar la amplia casa, emergió hacia la calle, atravesó el entarimado, caminó despacio hasta la Plaza Central, no habían llegado sus viejos amigos del ocio. Reparando en todas partes se puso contemplar la infatigable marcha de los automóviles. Dando un bostezo se durmió íntegramente, su cuerpo paralizado empezó a soñar, su cerebro palpitaba incesante. El ruido se hacía ensordecedor.
Caminaba por las sinuosas callejuelas del pueblo donde ahora se levanta una ciudad casi moderna, de la mano que suponemos era su madre, llevando su bolso de piel marrón como toda aristócrata viviendo sus últimos días, cruzaron la calle sin automóviles, las calesas tiraban de los coches dejando escuchar los fustes, y el retumbon de las espuelas, ingresaron a una calle atiborrada de aderezos carnavalescos, apenas superaba los ochenta meses, podía verse, ingresaron a la tienda de la calle sin nombre, un mulato socarrón le atendió, pidieron una máscara, se la envolvió el muchacho, retornaron orgullosos a casa, abrió la bolsa, no encontró ninguna máscara que pacientemente había esperado el tiempo que duró el trayecto de retorno, no había nada, nunca vio a sus hermanos mayores, se puso a llorar, podía mirar a su madre, confundido, a si mismo, torció el cuello, arribaron sus amigos, sin despertarle, siguieron su marcha por la Gran Avenida, retornaron a la tienda, reclamó la madre, se mantenía de pie bajo su rostro feísimo, trató despertarse de esta pesadilla, pero, era preciso continuar con ello, al verlo el mulato, respondió que la mascara llevaba puesto, discutieron sin arribar a razón alguno, era su madre, lo reconocía en sus retratos, blanca y hermosa, era la vez primera que podía mirarla caminar, respirar su perfume, reclamar con valentía el engaño del maldito mulato, llegaron los gendarmes, todo solucionado, volvieron a casa silenciosos, se durmieron cansados, contemplaba a su madre, era feliz, no lograba ver su rostro colorado, volvió a su posición inicial, dormía en la misma cama, tampoco logró reconocer su rostro, daba vueltas, estaba semidesnudo, en la segunda planta, llamaron a la puerta, su padre había muerto hace muchos años, presurosa escaló los negros peldaños, aterrorizada al ver dos ladrones sin rostro intentando interrumpir ese mágico y grotesco sueño, entró intempestivamente al cuarto donde dormía, tiró a rastras, hasta la gélida ventana, se marcharon despavoridos, nunca supieron la causa, podía verlo todo, menos a sí mismo, vagamente poseía un rostro viscoso e indescriptible, de piel rugosa y tosca, que apenas podía pronunciar palabras roncas, no escuchó la voz de su madre, estaba cansado, lo percibía, sus amigos se dispusieron retornar a la Plaza, continuaba mirando, sabía que cuanto había intentado volver al pasado, cayó el libro sobre las granas baldosas y rodó en medio de la pista, descendió del segundo piso, al ingresar a la sala leyó desconcertado, “Bienvenido a casa”, definitivamente era su casa barroca, no estaba la madre, había conocido por unos minutos, alta, hermosa y algo deforme, cambió de posición, sintió indiferente las manos, despertó y vio coger su viejo libro a un niño feísimo e indescriptible, ágilmente se disipó en la bruma del atardecer, una vieja gorda, alta y feísima se había sentado a su lado, confundido, empapado de un sudor viscoso y amargo se puso de pie, caminó hacia su banco favorito, olvidándose del libro, decidido esperar a sus amigos para su charla convenida, con la idea tierna e ingenua, “si eso era real”, sería terrible, al volver su rostro, la vieja le sonreía, se agachó, sus amigos desaparecieron al cruzar la pista, los automóviles continuaban su incesante marcha, los pájaros dejaron de cantar, una pesada y unánime modorra se precipitaba sobre la gente, el cielo dibujo una seductora sonrisa, le pareció extraordinario, volvió a casa, la pasó en una extenuante e interminable vigilia, contemplando el cuadro de su fotografía que había desaparecido, apareciendo sólo las letras del agitado e impostergable viaje, había vuelto a casa, tornó volver su rostro, su madre estaba contemplándola de pie, delgada, fina y hermosa, desafiando su porvenir.
Las endebles pasiones
de un muchacho
Cuando transitaba la adolescencia ya era un hombre con serios problemas.
Nunca olvidaré la luna llena del último domingo de octubre.
En octubre, sencillamente no hay milagros dijo Oswaldo Reynoso.
La tarde era tibia y perezosa se arrastraba. Todavía no se había concebido el inadmisible mensaje suspendido en el aire de lo imposible. Aislando estrepitosamente el amor de una mujer. Vedándome el dulce e inofensivo néctar del inmaculado ósculo. Condenado vivir siempre a hurtadillas, peyorativamente deambular a orillas de las interminables noches. Nunca escalar en nada. En los empleos decorado de sustancias publicitarias buscan individuos de buena presencia. Nunca logré. Creo que nunca fui un muchacho de buen parecer.
No es que ahora exagere. Creo que mi nariz libremente se desarrolló, bonito, perfecto, romo y de buena casta, dicen que las buenas familias terminan por volverse bondadosas. Tampoco pretendo acordarme los sinsabores, condenado a merodear oculto detrás de este maldito apéndice que engorda expectantemente en medio de mi tosco rostro, erigido con los despojos de un accidente casual, convirtiéndome en el hazmerreír de muchos somnolientos y advenedizos transeúntes.
La única enamorada que tuve me abandonó al contemplar el pícaro humor ajeno abrigando el solitario temor que estallaría en fiesta todo el mundo.
-Si hubieras existido en tiempos de los faraones, seguramente, ya te hubieran condenado vivir en el país de los desnarigados del viejo Egipto. –repetía siempre.
Escuchaba afligido y bajando la mirada callaba, respiraba el denso y repugnante aire de la burla que aún desconoce la muralla de su invisible dominio.
Al caer la noche, es cuando el sueño hace caer todo el peso de su acerada presencia sobre los hombres de rostro macerado, sin otro remedio, escuchaba al abuelo luchando sin tregua alguna contra el insomnio sentado sobre la vieja cama, tristes historias, de piratas que intentaron saquear el Puerto del Callao, de indígenas fornicando con blancas mujeres occidentales, de salvajes catoblepas, historias de ayer, historias de nunca acabar, de jorobados, de hombres condenados a llevar una vida oculta y miserable que yo perfectamente sabía celebrarla y pasarla bien, creí que eso era la vida, pasarla muy bien.
-Esas jorobas traen suerte Javier. –decía.
Meditando el viejo agregaba.
-Cuando se las frota con mucho cuidado.
-¿Cómo abuelito?. –preguntaba ingenuo.
Empezaba padecer los aletazos de los dolores. Frunciendo los ceños.
-Tienes que frotarla con la yema de los dedos, recuerda, solamente los días martes, viernes, también los domingos. –Luego hacía un largo silencio y al final estirando sus viejas extremidades, terminaba por dormirse junto a la vieja que raras veces oí hablar.
Como maldigo haberlo escuchado. Agarrarlo a puntapiés.
Hace muchos años murieron.
-Con mucho cuidado.
-Que nunca te vean. –recalcaba.
-Esos infelices cuidan su maldita joroba. –afirmaba categórico el buen viejo.
Arribé a la adolescencia acariciando esas viejas ideas en mi corazón enamorado y recordaba aquellas palabras del abuelo. Se lo conté a Toribio, mi mejor amigo con quién solíamos mataperrear por la Avenida Alfonso Ugarte después del colegio.
Te traerá suerte con ella. –Insistió.
Concluí que en la senectud se ha agotado el espacio para la mentira y el embuste.
Es impresionante la influencia que ejercen los muertos en nuestros caminos.
Toribio terminó por convencerme después de haberle invitado unos cigarrillos que nos hacían pensar que ya éramos jóvenes y rebosábamos nuestros pulmones con ese zigzagueante perfume amargo de tabaco barato.
Todo empezó con una simple mirada de la inexcusable primera vez, era bellísima, cuando hablaba era como si alguien cantara en su fina garganta, Vicky. Hice todo lo imposible por interesarle, me matriculé en el equipo titular, terminé en la banca de suplentes, un mes más, llegaba dominar por entero el inglés. Todo fue inútil.
Si tuviera una oportunidad, solo una, cuanto daría por ella, sin abrigar esperanzas de estrecharla entre mis brazos acudí al viejo consejo de mi amigo del barrio, de cabellos parados y enormes granos por doquier que en fila crecían libremente en su rostro colorado sin que él pudiera hacer nada.
-Nunca falla -me dijo.
-Mi tío me lo contó, -afirmo con autoridad.
El terco amor de adolescente que todavía no conoce límites, empujó a mi aliento buscar uno de esos tipejos que a veces suelen vagar oculto tratando de infiltrarse inadvertido por las sombrías calles y avenidas, es en los supermercado donde casi no se les distingue, pueden caminar de un lado a otro, comprar , vender alguna cosa, involucrarse en la muchedumbre. Confundirse.
Desde entonces vivía envuelto en mi ensimismamiento, dándole mil vueltas a la idea de Toribio, y mi sostenido amor fue prosperando a pasos agigantados, cada vez golpeaba mi alma con mayor intensidad, terminando en la hoguera de la pasión, pasaba las noches en vela, no dormía, tampoco comía, mis padres preocupados indagaban sobre mi deprimente situación, ya lo dije, era un muchacho con serios problemas, nunca les dije la verdad, hasta el último domingo de octubre, en una de esas ferias limeñas encuentro a uno de ellos, con cabellos completamente negros y protuberantes brazos que intentaba competir el tamaño de la extremidad inferior caía libremente, marcado por unas arrugas bastante pronunciadas al centro de su frente, ocultaba sus pies dentro de unas zapatillas de telas, bordeada por una mirada cansada y triste, apenas había superado el tamaño ordinario de los geranios, a lo lejos se divisaba la joroba, la que más llamaba mi atención, dentro de su cuerpo deforme, la que más impresionaba, era como si quisiera salir a patadas de su triste espalda sin pelos, y a lo lejos se podía divisar el pequeño morrito enclavado en las espaldas, como un ligero equipaje, flotando su cuerpo deforme, caminaba distraído, de un lado a otro, acostumbrado a las esquivas y burlonas miradas de la gente. Los chiquillos miraban boquiabiertos. Alguien tocó las espaldas y se puso a correr, ¿acaso todo el mundo sabe que eso trae suerte?, el muchacho en su huida tropezó, fue de bruces contra el piso destrozándose las narices para siempre, vaya suerte del miserable. El jorobado apenas alcanzó a mirarlo, estos tipos siempre están con la lengua para maldecirte decía Toribio, debes tener cuidado, que no te vea, que nunca se enteré quién diablos acarició su maldita espalda, de saberlo te clavaría onda su mirada, entonces todo estaría perdido, la suerte estará echada, al mirarte simplemente se limitará a mover los labios, entonces adiós suerte. Pagarás caro tu atrevimiento, pero el amor por Vicky me había empujado hacer las más grandes locuras, incluso daría mi vida por tenerla un instante a mi lado, la amaba demasiado. No tenía dinero para ir a los brujos embusteros que pululan en el jirón de la Unión. Las propinas apenas me alcanzaba para regalar un pobre helado de chocolate a mi ilusión.
A un muchacho de dieciséis años solamente le importa el amor, el dinero no tiene cabida, será capaz de luchar toda la vida por el amor de esa mujer, por su primer amor, su más grande ilusión.
Lo busqué en todas partes, en los mercados, en las tiendas, en las fiestas, casi no los veía, alguien me aconsejó ir a las calles, -si allí deben estar esos tipos-, será fácil, total así me miré puedo enfrentarme y hasta romperle el lomo a puntapiés, y asunto concluido, puedo correr y gritar cuando éste me pegue, me preparé en los parques cada mañana. Llegó el domingo último de octubre, el día que tomó cuerpo y forma mi problema, de mi principiante amor por Vicky, ella era la chica más tierna que jamás he conocido, no era tan bonita pero la amaba con todo mi alma, me había preparado durante un año, acuciosamente leía los libros de amor que las compraba en las sucias calles del centro de Lima, sabía de memoria algunas poemas, miraba películas románticas con el imperioso afán de ver y escuchar a los galanes como conseguían robar los besos a hermosas y caprichosas mujeres.
Cuando apareció el último domingo, me levanté bien de mañana, apenas desayuné un trozo de pan, un poco de agua, unos buzos y buenas zapatillas. Todo estaba preparado. Sabía donde deambulaba el jorobado, también hacia donde correría si éste por casualidad me descubriera, lo había seguido cada fin de semana durante nueve meses, nos conocíamos perfectamente, pienso que ya me conocía, eso creo, me dirigí serenamente hacia el supermercado y no estaba allí, me preocupó, no podía dudar de mis planes y todos los detalles. Crucé la pista, temeroso que me viera, caminé por un espacio de cientoveinte minutos. Apareció el jorobado de narices anchas, mostrando su repugnante figura que tanto lo había visto, abrigué pena de acariciarle su espalda, me pareció tan familiar y nuevamente sentí un implacable hormigueo en todo mi cuerpo, como si algo mío llevaba aquel hombrecillo, tomando fuerzas de flaqueza no retrocedí en mi acometido. Atravesó por el lado de una tienda de títeres, torció despacio la calle Mayor y avanzó con creciente comodidad en medio de tanta gente. Me adelanté. Caminé a su lado. Mirando a todas partes traté de acariciarle con la mano derecha, sentí el suave empujón de una vieja, al mismo tiempo recordé que es con la mano izquierda, la gente confabulada cada vez cerraba los pasos jugando a mi favor. La muchedumbre era mi aliado sin sospechar que también era el artificio de mi desgracia, caminé valiente. En todo el espacio de mi mente moraba Vicky, la figura que he ido depurándome a lo largo de toda mi vida, esa tierna chiquilla, su voz acariciaba mis oídos. Me acerqué, seguro que todo saldría bien. Había entrenado durante doce meses, cada día de mi adolescencia. Temblaba mi mano
izquierda, miro a todas partes veo a un sinnúmero de personas, me apresuro y acarició su espalda, era suave y tierno, sentí pena al palpar su joroba, sentí una corriente de electricidad que recorrió todo mi cuerpo como ahora. Era natural y no tan grande como había pensado, la llevaba abrigado, eché a correr calle abajo, la gente impidió que avanzara más rápido, alguien me dio golpes mientras otros gritaban:
-allí va el ladrón, -gritaban.
-Que no escape,
-Atrápenlo,
-Maldito ladronzuelo.
Echando todo a mi paso. Las viejas de las tiendas me lanzaron verduras y cosas así. El infeliz jorobado acostumbrado a las burlas seguía su vida normal, como si nada pasaba, avancé hasta que apareció la policía y los malditos guachimanes, me persiguieron como a un verdadero delincuente, crucé la calle Grau, hasta colmena en donde con una maldita cáscara de plátano resbalé y más nada supe.
Desperté en el octavo piso del hospital Rebagliatti, encontrándome con la fría mirada una enfermera vieja y gorda, junto a un médico que mostraba una reluciente calva, no atiné a decir nada, ellos me miraban con cierto desprecio. Al principio nada me dolía, pregunté me dijera las razones de mi presencia, mostrando su rostro déspota sin decir nada desaparecieron, grité a todas partes, llegaron mis padres, me dijeron que no iría a la cárcel por ser menor de edad, me preguntaron bajito, porqué hice eso, porque tuve que robar. Mi mamá le increpó a mi padre su tacañería, y se armó la discusión jamás escuchada, mientras el dolor empezó a mostrar su rostro más fiero, salvaje e insoportable, mis padres empezaron a sacarse los trapitos al aire, y yo gritando como un condenado, me enteré que mi padre se había casado con mi madre por la dolorosa decepción de un hombre, ella dijo que nunca la había amado, el amor que sentía por Vicky, no era una mentira, era real, cada abrazo nocturno soñaba con ella, y mi mundo se había trasladado a esa rutina que podía dormir, donde hacíamos tantas cosas juntos, mi padre acabó por eclipsarse de la habitación; mi madre sin que yo importe, llorando desapareció tras él dando un portazo, mientras el dolor lentamente me envolvía como un condenado retorciéndose en la cama, acabé por dormir.
Desperté en casa, enterado el barroso pasado de mis padres, avergonzado desaparecí dentro de las sábana, y aún no sabía porque tenía vendado todo el rostro, en especial la nariz, el ahogo era continuo, no dije nada a nadie, mis padres estaban calmados y se apenaron muchísimo. Ese año no acabé la secundaria, fui retirado del colegio, tampoco llegó a visitarme nadie, después de más de dos meses me quitaron la venda mis propios padres, mi ociosa nariz había tomado las de villadiego, recién supe porque ellos hábilmente habían retirado los espejos de la casa, no estaba, respirar se había vuelto en mi algo de vida o muerte, la ausencia de mi nariz ponía en duda mi vida futura, entonces decidí nunca más salir a la calle a pasear, mis padres era pobres, no contaban con un trabajo y nunca hubo dinero para hacerme la prótesis, solo escuché la promesa cuando tu padre vuelva a la empresa, al poco tiempo mi padre murió, mi madre volvió casarse, esta vez con su primer enamorado de adolescencia, tuve que marcharme de casa, en busca de un nuevo porvenir.
Desde el accidente nunca más estuve al corriente de Vicky. Hace unos he vuelto a verla, era ella, me oculté por entero. Tampoco se había casado. Toribio había muerto sin enterarse de mi desgracia. Así como hoy domingo salgo cada mañana a verla paseándose por las calles, le sigo todo el Paseo Colón, extraviándose al desenvocar la rotonda de la vieja Lima, retorno a mi último refugio de la Avenida Alfonso Ugarte, camino tras ella sin ser reconocido. Ayer antes de escribir este triste cuento, me miró con lástima en sus ojos, sin decir nada se volvió a marcharse, y así cada mañana será como todos los días mientras viva y esté muy cerca de ella. Es enfermera. Nunca supe si alguna vez se enteró de mi triste existencia, como tampoco sabré porque no se ha casado, no creo que eso sea la vida para un hombre como yo, sin oficio serio, sin una ocupación que valga la pena, solo sé que tampoco he vuelto ver al jorobado, pero ese pobre hombrecillo aparece en mis tristes sueños, lo que antes era maravilloso y luchaba porque llegue el sueño en que podía mirarla, ahora se ha convertido en pesadilla, tengo miedo de la noche, para mi es una verdaera y torturante pesadilla, ver a ese pobre jorobado martirizando mi sueño. El vecino me dijo que debo superar los sesenta, le dije que apenas bordeo los cuarenta, debe ser por las tantas ilegales vigilias, he mudado de departamento mas de veinticinco veces y siempre es la misma historia. Detesto la noche. Ya nada es como antes. Mi rostro ahora espanta a todos. Los niños se van llorando al verme. No te diré cómo es mi rostro actualmente porque acabarías también burlándote de mi vida, seguramente me ves en las calles y sientes lástima por mí cuando camino triste siguiendo a esa hermosa mujer que se llevó mi corazón enamorado. Nunca más volveré a enamorarme, quizás mañana cuando me vaya lejos vuelva a escribirte la segunda parte de mi vida, entonces quizás te cuente como soy realmente, aunque mi alma todavía es hermosa, hay pecados acumulados esperando la torpe justicia, a veces salgo de paseo sin importarme las burlas, total igual me da, solo encuentro la mirada de Vicky y es la única mujer que nunca me mira con desdén, hasta me mira con amor, creo, cosas de la vida, cosas del alma, cosas del frío limeño, cosas del corazón que nunca envejece. De algo estoy seguro, es que nunca más volveré a verme al espejo por ahora he retirado todo aquello que se relacione con cristales, no tengo ventanas de vidrio, las he regalado como tampoco tengo espejos que me recuerde como soy aunque esto le parezca tonto a muchos, jamás he ido a una fiesta.
El Sonámbulo
-¡Apúrate Tomás! ¡Apúrate! ¡Es tarde ya!, -se dejó oír la misteriosa voz, mientras escuchaba las compasivas y rebuscadas palabras de despedida del Gerente.
Esa tarde, después de verse una vez más en la calle, sin ninguna razón por qué batallar, ni sueños que valga la pena perseguir; apenas sosteniendo cierto importunado compromiso que intentó deshacerse con el jugoso sueldo que lo prometieron al ingresar a la compañía, ¡todo había desaparecido! todo estaba tan distante como la primera jornada.
Cabalgando sobre la nada, llegó a casa como todos los días, a la misma hora, con su habitual chaleco negro y maletín de la misma tonalidad; evitando despertar la dormida sospecha que pudiera delatar su cita clandestina con esa voz desconocida.
-¡Es tarde ya!, -a lo lejos incesante martilleaba sus oídos.
Aquejado de una extraña diligencia y aprensión inexplicable que embargaba todo su musculoso cuerpo, como si el eco de esa voz triste y solitaria llamara desde alguna parte del mundo. Seguramente cierta prolongada espera de su frustrada juventud ha terminado. Entonces, es tiempo de acudir al desconocido encuentro de una voz que sabe a recuerdos del sur.
Desesperado y crispado los nervios, sin poder articular una frase de disculpa, rechazó la invitación de su mejor amigo a beber café para consolarlo. Abordó vacilante el mismo auto desde hace veinte años, rojo púrpura, era la tonalidad favorito de su primera enamorada que, asombrosamente incrementó la velocidad sobre esa negra y tétrica autopista sin presionar el pedal del acelerador. La palanca de cambios había trasladado extrañamente su posición; ahora estaba al lado del timón de mando, al percatarse no se adjudicó la menor importancia. Escuchando una estridente música que la consideraba familiar, avanzaba prescindiendo de cavilación alguna. como un perfecto autómata, producido para cumplir una misión insospechada e intrigante, como un autonauta, superando a ciento cuarenta por hora, desternillándose a carcajadas casi atropella a una pareja de ancianos que penosamente se arrastraban, arrojando más allá de los veinte metros a unos perros vagabundos que dejaron retratados sus ensangrentadas figuras en el viejo muro de adobe a punto de desplomarse.
En su incontrolable Dogde llegó al rancio condominio, con un pálpito excitante del corazón que casi le salía por los aires, -todo por no se que estaba pasando-, no se había percatado que llevaba puesto la única camisa gris. Dócilmente la corbata escarlata empezaba presionarle su escuálido pescuezo que los años miraba con cierto respeto y desdén. El portón de madera insólitamente se abrió sólo. El cancerbero de la barba crecida había desaparecido, tampoco le importó. Nada le concernía desde siempre.
Su desaparecida madre estallaba en llanto al sospechar que la flemática y embaucadora molicie lo había tomado por asalto, cuando intentaba dar sus primeros pasos en la vida. Fue todo una hazaña que se graduara.
Estacionó el auto en su garaje matizado de negro desconsuelo, tras el estrépito, sigilosamente se dirigió al tercer piso, hundió su mano siniestra en la oscura profundidad de la faltriquera interior de su chaleco que, había condenado a la zaga la nostalgia de acariciar veteranas propinas, acertó las llaves. La puerta eclipsó su retrato. Alguna desconocida aguardaba en su apartamento de soltero desde hace décadas. La reverberación blanda e incesante martilleaba su sentido, como un murmullo oculto en las praderas de invierno. La puerta habitaba lacrada y todavía se respiraba el olor tibio de terrosos muebles y los libros. Todo permanecía en su acostumbrado puesto. Los discos en la misma consola del aparador, su colección de libros siempre regadas por todas partes. Profesaba una dramatizada predilección por el Reader Digets, que piadosamente antes de irse a recorrer otras vidas leía cincuenta páginas, al final se dormía. Sus hebras sueltos dejaban traslucir su delicada nostalgia por las lisonjas de los peines, -donde asienta tan bien a algunos-, había renunciado usarla, en realidad nunca las usó. Todavía recordaba el cuadro sombreado en su endeble reminiscencia, cuando su hermano mayor le alisaba toda la secundaria.
A veces solía despertarse sobre el viejo sillón reclinable, otras, frente a la computadora, y algunas veces amanecía en la cama , con los pies desnudos y fríos , mirando hacia el pavimento, pero nunca desistió despertarse en alguna porción de su departamento, todavía solía tropezarse con los despojos del universo que había principiado desmoronarse por pedazos. Todavía era un individuo con derecho a soñar, un tunante convencido a deambular por el mundo sin deber alguno.
Había desaparecido el misterioso florero que asomo su cristalina apariencia aledaño a la puerta del viejo departamento, hace más de dos lustros, rubricado con la iniciales W. Q, Desde entonces siempre lo acompañaba retratado en su memoria, en sus frustradas quimeras, en sus esporádicas vigilias y algunas disputas de recónditos regazos, era un recipiente como los demás, pero que a diferencia de otras, siempre se empeñaba visitarle en casi todas las noches de su existencia entera, cuando no soñaba con aquel cristal que había empezado a declinar sentía un desconcierto. Una reverenda y perversa impaciencia embargaba todo su cuerpo y alma. Probablemente algo sobrevendría, como esa confusión que no la había vislumbrado en su tránsito por los pasos del tibio y nauseabundo urbe.
Excepcionalmente esa noche había abandonado su espacio el advenedizo y desarraigado florero. Había desaparecido bajo el proceso de un erupto casual.
Nunca supo a quien pertenecía, peor todavía, nunca supo de dónde llegó. Era magnífico y un extraño misterio transitaba en torno a esa porcelana china que nadie llegó a enterarse. Los avisos en los diarios nunca surtieron efecto, nadie llegó por ella, simplemente allí estaba con ese color de rosa púrpura emanando un fino perfume de camelias. En cada retorno era lo primero en acariciar, pero esta noche , había olvidado. Nada se acordaba de su triste pasado, de su vida taciturna y sin líos, condenado a una abrumadora soledad teñida de una eterna melancolía. Total, era una vida como tantos profesionales envueltos en la búsqueda de la metafísica, en una filosofía deprimente y absurda.
Perplejo, paseó la mirada por todas partes, como si buscara a alguien, y decirle, -aquí estoy-, o -siempre estuve esperándote, quizás esperaba una respuesta y nadie estaba en casa a esa hora solitaria de la noche para arrancarle de su oscuro mundo.
Arrojó el maletín sobre el sillón reclinable. La banda acabó enredándose en los brazos de un viejo anaquel de roble, en su deliberado intento de ajustarle el pescuezo. Después de quitarse los barrosos calcetines, empezó caminar descalzo. Al cruzar el pasadizo color humo se detuvo frente al espejo, observó que había envejecido bastante, que, ya no era el muchacho de antes, sus tristes miradas había decidido abandonar esa infalible alegría, perdía inexorablemente su brillo natural en medio de esas pobladas cejas que le otorgaban un aire romántico, extrañado, intentó reponerse en vano, y aterrorizado fijó su mirada entre los entrecejos, un cauce imponente e inconcluso aparecía. Bajó la mirada y comprobó que sus macilentas manos habían dejado de serle familiar al cobijarse el rostro, temblando de miedo concluyó por morderse los belfos, apreció el sabor desagradable de la sangre y por primera vez algo le importó, algo le hacía falta. Sintió la cruel caricia del terrible vacío en todo su cuerpo, como si un trozo de su carne hubiera sido extirpado, -¡una mujer!-, una linda muchacha de carne y hueso, con quien soñar, reírse, jugar, conversar y porque no, también hacer el amor.
-¿Acaso precisamente esa muchacha la llamaba?-, sino era ella, alguien debió ser, escuchó la voz, era voz de mujer, indudablemente la voz tierna y dulce de una indocumentada suspirando el abrazo tibio de un hombre que irremediablemente abandonará los cuarenta. Se había enterado que era la edad perfecta para el matrimonio, pero este hombre había disuelto esa esperanza, terminando ser parte de la oscura Asociación de Boludos Libres, una Institución clandestina que funciona en el Centro de Lima, aglutinando a metrosexuales y hombres bobos que andan en autos, son sencillos y aman la cultura, una Institución poco exigente y casual. No existía duda alguna, no especuló sobre su madre o sus hermanas, anclado en su mundo, pensó tener retoños y llevar una vida normal como los demás, ¿Acaso no era normal la vida que llevaba este hombre que había empezado a perder el control de la situación?, pero todo era un sueño, simplemente un maldito sueño que había evolucionado en pesadilla, pero, ¿El florero era real?, Estaba tan vacío y solitario, con tantas preguntas en su recuerdo de un hombre que nunca había hecho el amor. Buscó culpables. Repasó desde sus padres, atravesando por las mujeres que lo habían escarnecido, y no acertó ningún culpable de su soltería cerca del afligimiento, condenado a la tristeza. Abrigaba un vago temor de enfrentarse sólo a la inevitable senectud, a esa mujer torpe y lerda que empezaba a golpear su puerta dispuesta a no retroceder en su mezquino y reprochable acometido.
Era un hombre gris y oscuro que nunca había deliberado sobre el matrimonio. Amaba con una extraña pasión y ardor. A principios de invierno, circunscribía su tórrido y breve amor, prometiendo -sólo un recuerdo en tu vida, -repetía a todas.
Tenía la vieja costumbre de enamorarse en cada invierno y desenamorarse consumado el otoño. Aterrorizado advirtió una vez más, indudables frunces que surcaban su frente lunada y las pretensiones de sus cabellos a permanecer brunos había desaparecido, empezaban a pintarse de blanco desde hace algún tiempo, que desconsoladamente resistía renunciar su tonalidad. Volvió la mirada hacia atrás y vio desfilar sus entristecidas memorias hecho remiendos y dispersos por los caminos que alguna vez transitó.
Pudo haber sido un arquitecto como su tío que ahora radica en París, o un exitoso médico forense como su camarada que vive en New York, o simplemente otra persona, un hombre de éxito y fama, -¡posiblemente si se hubiera llamado Napoleón, Carlomagno, Atila o Hitler!,-hubiera sido distinto. ¡Qué va!-, modestamente lo bautizaron Tomás, habría sido un respetable personaje con otro nombre, .decían las maléficas lenguas- un gran hombre, pero nomás Tomás, un indigente y lacónico seudónimo, como que la vida estuviera conspirando contra él y no le confiriera la oportunidad de ser vivida. Enfadado y consciente que nada podía cambiar, que todo estaba predestinado desde siempre, por esas cosas que tiene la vida. “Nadie puede arrancar la sensible costra de las heridas sin dejar huellas, y nadie alcanza vociferar sin hacer ruido alguno”, recordó intensamente las líneas de un despistado libro. Apretó los dientes hasta que crujiera y tornó a meditar -¿Qué habría sido de mí con una esposa a mi lado?-, -¿con unos niños?-, trajo a su memoria algunas mujeres: Mabel, Sofía, Urpi, Carmen, Carol, todas elegantes y refinadas, ahora ya casadas y algunas divorciadas como toda mujer moderna.
A veces se aburría de sí mismo, del florero que tantas veces había intentado deshacerse sin éxito alguno, cierta mañana se había dotado de valor, enfundando el jarrón pretendió lanzarlo a casa de uno de sus antiguos amigos, no logró, reapareciendo con el florero se precipitó de bruces sobre su vieja lecho, lo había sometido, de la rutina del trabajo, las máquinas que nunca platican, las computadoras, el brutal horario, las frívolas tertulias, el dólar, la maldita inflación y tantas cosas. Esa oscura Asociación a la que pertenecía y frecuentaba algún fin de semana.
Había llegado a la feliz conclusión, renunciar a todo y marcharse lejos, donde a nadie haría falta, ni a cócteles con los amigos, como tampoco despilfarraría arranques fingiendo ante el semblante recóndito de la sociedad. Era un suplicio visitar a sus colegas. Los esperados gritos de los chiquillos convertía su apacible tranquilidad en ardiente desesperación. Como ingeniero estaba acostumbrado a ordenar, obedecer y discutir con máquinas y otras cosas así por el estilo.
Con la imagen en la memoria, ensimismado avanzó hacia el cuarto inmediato a la sala, y atiborrado de espanto se sorprendió al ver diversos niños jugando con una desfigurada y fea pelota hecho de sus ajustadas medias, y su bata de baño la llevaba puesto Nancy, la bella muchacha de su adolescencia, de grandes ojos color de vino y cabellos lizos como las tinieblas, estaba planchando sus calzoncillos y esas pantuflas que jamás las usaba, la miraba entrañablemente mientras deslizaba su afilada mano sobre la ropa sin planchar. Aquellos ruidos pavorosos y ensordecedores partieron a estrellarse en los cristales de la ventana esparciéndose sobre el piso, la alfombra de color gris mostraba pedacitos figuras caprichosas que se meneaban circularmente destellándose en su rostro cansado, como si en cada una de ellas pudiera leerse las respuestas a tantas preguntas que aguardaba en su único maletín de soltero resignado. El florero y tantas cosas más.
Turbado alcanzó ver elevarse por los aires las hojas de la novela sin terminar de leer los dos últimos capítulos y los personajes desfilaban sin detenerse en la penumbra solitaria de la noche sin testigo. Tembloroso se encogió de hombros, dio tres pasos hacia atrás y fue a tumbarse sobre la tálamo de su padre, encontrándose con la blanca sonrisa de la misma mujer, -¡era ella!-, con su larga cabellera y sus grandes ojos, era ella, -¡qué maravilla!, un milagro a estas alturas de su vida, en nada pensaba, y asombrosamente experimentaba una sensación de paz y eterna dicha, era venturoso, embriagado de felicidad intentó ponerse de pie, no logró.
-¿Eres tú?, -preguntó confundido.
-Acérquense para besarlos, -grito trémulo. Después de varios meses su rostro se vestía de alegría.
No pudieron acercarse, esa insólita existencia descubría una distinta realidad, solamente una burla del cruel y mezquino destino, nadie oyó su agazapada voz de murmullo, pretendió acariciarlos con sus enérgicas extremidades, ansió recordar algo y no consiguió, no recordaba haberlo visto nunca en su vida, pero -¡era ella!, la que alguna vez hizo trepidar sus fibras más íntimas, era ella. Había sepultado aquel estremecimiento de nostalgia y prisa, ahora estaba feliz, era como la llegada del mañana que tanto esperó ayer, su soltería solamente era un sueño, una alucinación que se desfallecía en la realidad. Se preocupó convocar a sus amigos para hacer fiesta, y decir.
-También tengo una familia, -que ponía en duda llegar solo a viejo.
Claro una familia como todos… se tiró de las pestañas. Había perdido la conciencia, que la realidad era esa, y no la que estaba habituado vivir, sonriendo y arrastrándose a duras penas, llegó hasta el sanitario a restregarse los dientes con el chorro de agua helada que corría. Resbaló al pisar un trozo de jabón del día anterior, se hizo una leve herida causándole un profundo dolor y unas punzadas en el cerebro le devolvió al departamento, y recordó que nunca se había casado y mucho menos con Nancy ya que ella lo hizo con un mejor partido, no tenía hijos, y -¿quiénes eran ellos?. Indudablemente unos intrusos e inoportunos, o -¿acaso se había equivocado de departamento?. Pero, era la misma mesa sin huellas de algún recuerdo femenino, el perfume, el sillón de siempre que tantos sueños aguardaba y la fría computadora mostraba deslizándose el mítico rostro del Che desde el día anterior, el mismo techo gris como su destino, la ventana todavía estaba allí, y los libros siempre tirados, los ermitaños cuadros aún colgaban de las paredes, condenaban que estaba en su propio departamento que ahora desconocía, ¿acaso estaba volviéndose loco?, -¿acaso esta era la cita? -¿Pero si ayer nomás estaba trabajando. -¿El florero?- No podía ser cierto, grito como un condenado e intentó salir del departamento, tampoco pudo, era demasiado tarde, y nada podía cambiar.
Tarde como cuando fue a pedir la mano de Sara, ella se había marchado al extranjero en compañía de uno de sus amigos de su tímida infancia sin recuerdo. Volvió el rostro hacia la ventana, los húmedos cristales estaban en su lugar, y la noche transitaba lentamente con su interminable silencio. Algunos amantes retornaban a casa cargando su dulce pecado, mientras algunas sombras se deslizaban raudamente por tejados ajenas, no había vidrios sobre la alfombra.
El auto que conducía siempre, un Chevrolet negro, y Jonás, -el empleado del edificio-, había terminado por rasurarse después de más de tres años a causa de la muerte de su padre, por ello lo abandono su mujer. Ahora estaba limpiando el auto sin prisa alguna.
Fue presuroso a la sala de Estar, simplemente vio la maldita computadora y la ventana semiabierta donde la cortina de color violeta jugaba con el viento de la noche, la puerta estaba cerrada, limpia la alfombra, un hilo de agua corría lentamente por el grifo. No percibió el griterío de sus hijos, no estaba la mirada penetrante de Nancy, la figura del cristal había desaparecido y las medias sin lavar esperaba en la vieja batea su turno con temor al estornudo.
Estremecido y aterrado sin poder pronunciar palabra alguno, pensó en que lo habían echado del trabajo, lo perdía después de llevar tanto tiempo buscando empleo, ya no habría más batallas.
Siempre era la misma historia. Mañana buscaría otro empleo como de costumbre.
Exhausto se quitó el chaleco y se percató que la corbata había terminado por causarle una profunda herida en el cuello que filtraba sangre cambiando el color gris de su camisa, ocultó su desnudes dentro del pijama y pantuflas traído desde Norteamérica, revisó su correo.
-Nunca es demasiado tarde para soñar, como tampoco es demasiado temprano como para no soñar, cariñosamente tuya-. –la firmaba.
Le intrigó terriblemente y la firmaban con las iniciales W.Q. Desapareció la extraordinaria existencia del perfumado florero color de rosa en su memoria. Tomando aire, -¿Quién diablos será?- atinó a balbucear sin pensar.
Tembloroso apagó la computadora, dando un manotazo contra la mesa se marchó a su alcoba no sin antes comprobar que la puerta este bien cerrada, estremecido al recordar que nunca había tenido hijos y una mujer. Apagando las luces de su única habitación se dirigió sin atender el sonido del teléfono que empezó a timbrar a esa hora de la medianoche. Aterrorizado frente a la cama redonda se detuvo al oír el tierno gemido de una mujer y al envolverse dentro de la cama rosada, alguien estaba. Presuroso desapareció en su cama de siempre pensando que mañana buscaría un trabajo, a su esposa e hijos.
Una aventura
hacia la nada
A principios del siglo que empieza cuando los postmodernos liamos bártulos para llevar una vida matizada de valores prácticos, actuando con extrema insensibilidad e insospechado cálculo, según los giros que proporciona las circunstancias, todavía conseguiremos deslizar la esperanza que nada está perdido. Las infamias y patrañas cederán su desafortunado rumbo a la torcida razón, tampoco nada es perfecto. ¿Podemos vislumbrar el expectante futuro en los insólitos rastros de las imperfecciones?. ¿Los hombres perpétuamente existirán al borde del paroxismo de la sorpresa, y la bella originalidad?. La vida es un largo viaje, ¿ quién sabe hacia dónde?. Se deja oír el lamento de un solitario y unánime eco suspirando justicia desde alguna parte del mundo, clamorosamente estallando su voz clara en medio de la indigencia y el embadurno blando del limo negro. Al viajar hacia lo desconocido no solamente recorremos ancestrales ruinas. Escalando el misterioso Pastoruri alguien puede resbalar su tenue y fugaz vida, sobre la fragilidad de la nieve que corona los bellísimos alpes telúricos, o cuando nos adentramos a los valles cusqueños bajo el majestuoso e impresionante Machu Pichu, entonces ¿Todo estará perdido?, mientras se escuche el eco de voces esquivando las imponentes cumbres, todavía estaremos pendientes vestidos de esperanza, de pie al borde del sueño.
¿Nada estará perdido?, veamos el absurdo y punzante viaje que acometió, Julio, abogado de uno de los Bufets más prestigiosos de Lima, denominado Donati & Asociados, después de resolver favorablemente un oscuro problema judicial, y patrocinar a un periodista que apoyándose en la prensa libre ofendió la investidura del mandatario de origen incaico, resuelve viajar hacia las entrañas de los villorrios para encontrarse con las indelebles huellas de su ancestral pasado, en compañía de Laura, mujer fina de atractivas facciones, capaz de complacer al más sensual y exigente frívolo paladar. Meten su destino dentro del automóvil Peugeot 306, regalándose besos e impúdicos abrazos como dos enamorados que huyen del perverso prejuicio.
Cerca a Huancayo estacionan el automóvil, a la altura del Kiosco verde para aprovisionarse de alimentos. La lluvia desprendido del azul infinito termina por retardar el viaje, bajo la atenta y nerviosa mirada del tendero circunstancial que
inmediatamente le ofrece comida fría. Los bolsos estaba sobre el mostrador. El hombre cogió la bolsa negra y se la dio a cambio de unos dólares, al llegar al Cuzco, cuando la singular apetencia hacía presa de estos sedientos amantes, lastimados los labios con un afán pernicioso de envolverse y perderse del mundo de lo prohibido, haciendo el amor, vaya sorpresa, Laura, ansiosa desata el nudo de la bolsa, y nada de comida encuentra, el inhumano hambre se desvaneció, mostrándose tranquila ante sus desorbitados ojos tibios billetes en dólares, euros recién impresos, hasta nuevos soles apareció. Ordenados unos sobre otros, bastaban para adquirir un automóvil de clase media. El perspicaz hombre de la leguleyada observó pasmado y lelo. Dentro de sus redondos ojos, tomados de la mano bailaron la negra ambición con las caderas sicalípticas de su secretaria y una rareza indescriptible se dibujo en todo su rostro, es raro que haya figuras semejante a la bondad en sus rostros, entonces, sólo a partir de ese leve desatino del caprichoso destino, deciden retornar a toda prisa al kiosco.
Arriban al lugar indicado, nadie estaba, excepto la triste tiendecita destartalada atrapada en los brazos volubles de la petulante escarcha blanquecina. Laura alcanzó balbucear, -debe ser otra. Julio insistía que lo era, el mismo lugar, la misma rareza, para mayor certeza recordaron la dependencia policial, era el mismo bostezo del policía frotándose sus tristes mostachos, alguien asintió ser la única tiendecilla rodante.
El hombrecillo de aspecto insignificante, padecía la afligida extorsión de unos criminales terroristas, que coexisten agazapados detrás de la escoria gris de ciertos individuos, exigían fondos para su maldita causa, consumando secuestrada su pequeña Edelmira.
Inexcusablemente hoy sucumbirá el plazo determinado del rescate.
Se había dado a la fuga, crecía su padecimiento en medio del desconcierto, sin dar parte a nadie fue a refugiarse en las afueras del villorrio. El dinero permanecía tibio y ordenado, debió estar allí, era la única forma de evitar sospechas, sobre el leve mostrador rodante residía cómodo, alguien vendría por ellos, la muchacha temblaba de miedo, un leve quebrantamiento acabaría con toda su familia, Edelmira nunca llegaría a casa.
Discretamente había logrado reunir los pormenores del grueso fajo, un segundo bastó para cobijar su negro destino bajo la noche del invierno bucólico. Todo se había echado a perder.
Desconociendo esta escalofriante situación, emprenden la pesquisa.
Temiendo morir juntos, el hombre desapareció.
No hallaron pistas. Indagó por el propietario, no hallaron a nadie, el kiosco permaneció cerrado todo el día, daba la impresión que la tierra se lo hubiera tragado. Al día siguiente llegaron algunos vecinos. Inquirieron una explicación de la repentina mudanza. Los medios de comunicación lanzaron al aire su anónimo nombre, alguien quería verlo, el hombre se ocultó en minas subterráneas la noche anterior, había soñado minuciosamente este infausto acontecimiento, apenas mantenía a raya al implacable hambre, el abogado sólo reclamaba su presencia, nada de recompensas, intentaba mantener el estrecho vínculo horizontal en estos tiempos difíciles con su herida conciencia que empezaba acusarlo despiadadamente.
Enterado, el dueño del kiosco retornó disfrazado, nervioso se dirigió al hotel donde se hospedaba la clandestina pareja. Conversaron como viejos amigos, compartieron penas y lágrimas, cogió el dinero completo. El hombre vestido de negro partió al rescate de la pequeña.
Enterados del extraño y buen proceder del abogado no tardó propalarse la noticia en los lejanías de Huancayo, todos ensalzaron este anómalo acontecimiento. Nadie sospechó este embauco mortal que nos tiende el destino.
En recompensa a tan sorprendente gesto lo premiaron en la pantalla chica.
Durante toda la mañana caminó el hombre bajo el fuego abrazador del brillante sol, al lugar indicado, que vence antes de la medianoche, caminó y se perdió pensando que todavía quedan hombres honrados en la tierra. Tratándose de un abogado, a estas alturas era maravilloso, se marchó feliz sin importarle sobrevivir.
Naturalmente el hombre de leyes se negó rotundamente ante la persistente invitación de las autoridades conceder una entrevista, pero es muy difícil sucumbir ante la tentación de la embaucadora popularidad, es inevitable, los periódicos publicaron sendos elogios, hasta el presidente con sus magros porcentajes de aprobación salió a colgarse del saco de este infeliz víctima.
La mujer era una de sus tantas secretarias amantes, y naturalmente su esposa e hijos terminaría enterándose. Amaba a su mujer de una manera extraordinaria, por nada del mundo la abandonaría. Al final pudimos verlo en las pantallas.
Enterada la mujer, confirmando su larga sospecha, acabó con su vergonzosa vida, arrojándose del balcón de su casa. Sus hijos partieron con rumbos desconocidos.
Al retornar a casa, nunca más encontró sentada como cada tarde la esperaba. La encontró metida en el cajón blanco, mostrando el rostro más triste antes de marcharse.
Al finalizar las exequias me enteré que Julio había desaparecido, lo buscaron toda la tarde mas no lo hallaron.
La razón, inexorablemente lo había abandonado.
Tornaron insultar al presidente, esta vez dijeron que era Fujimorista.
A esta hora de la noche, la muchacha estará en casa del tendero, a esta hora seguramente Dios recién estará poniéndose al corriente esas buenas acciones del infortunado hombre de leyes, demasiado tarde, se llevó la peor parte en el juego del hado adverso. Todo es relativo sostenía Albert Einstein. Recién leyendo este librote filosófico pude enterarme que nada en la vida es gratuito, todo tiene su precio estipulado decía el ofuscado filósofo, teníamos el derecho y la libertad plena de resbalar en los juegos cotidianos de esa oscurecida suerte.
Camino despacio sin tornar su oscura y detenida mirada.
Ella cruzó la calle debajo del abrazo tibio de otro hombre.
Al borde de la vieja pista
“Para la jovencita que cruza la pista cada mañana sin percatarse de mi triste existencia”, había sido la dedicatoria de mi primer y único libro que publiqué antes de llegar a los treinta.
Lo encontré metido entre los viejos trastos de mi olvidado colección. Lo leí de un tirón, trasportándome al principio de mi segunda juventud, cuando todo era posible: sueños, alegrías, ilusiones y muchas cosas más.
Desde entonces, había olvidado por completo la existencia de esa muchacha de rostro angelical y cuerpo excitante incitando a mi alma peregrina, escribir aquel viejo cuento, con la única ilusión de dedicarle en la portada esas palabras que ahora suena a melancolía, a cosas pasadas, a esas cosas que pudimos haber sido y no fuimos, a ignotas historias.
En medio de la vorágine que tiene la vida, acariciada por ese dosis egoísta y oscuro, del afanoso e ilusorio progreso, fui atrapado por el maldito apetito de marcharme lejos.
Un verano antes del amanecer partí al extranjero.
De esto hace ya más de cuarenta años.
Absorto recorrí París, anduve en Madrid, desandé en Praga bajo la atenta mirada de los comunistas, me burlé tantas veces de la Plaza Roja y el Kremlin, padecí en Viena, me enamoré a orillas del Danubio, amé en Estambul, engendré bajo el ardiente sol africano y envejecí mucho en Sydney contemplando extasiado el tango de los canguros. Me colmé de historias y cauces sin darme cuenta
.
Mi más grande y esporádica dedicación fue pintar cada pasaje de mi peregrinación, -claro está-, nunca llegué a ser un Picasso, ni mucho menos he intentado arrancarme las orejas cómo tampoco luché por quitarme la vida.
La vida, palabra grande y enigmática, ya lo sé, es tan misteriosa, quizás muchos abandonamos sensatamente pretendiendo desvelar el secreto oculto de sus entrañas. Ella se desliza , impregnando dolorosos vestigios, algunas cicatrices indelebles y breves instantes de locura y delirio.
No es que ahora, a mi edad empiece a filosofar, nada de eso. Mi libre transitar siempre fue muy alejado de toda filosofía, una sencilla vida prescindiendo de mayores necesidades, sin ninguna precaución para el porvenir, con un terso credencial espero de pie la inesperada rubrica hacia la ineludible muerte, enredado en los brazos de una vida sin importancia.
Siempre la misma pregunta cuando retornamos del extranjero -¿has hecho fortuna?, siempre la misma y casi desalentadora respuesta para tan típica pregunta, -Lo suficiente que todo hombre puede necesitar.
La fortuna siempre me fue esquiva tanto como el verdadero amor, pero eso, a estas alturas de mi vida ya no importaría sino hubiera vuelto a tropezarme con esa ilusión que me enseñó ver al mundo a partir una óptica diferente, más humano, más cerca de mis hermanos que alguna vez dejaron de serlo, una visión que simplemente se puede ver desde el primitivo y delicado sentimiento, llamado amor, esa ilusión creí perdido para siempre. Hoy tornaba tocar mi liviana puerta.
Los memorables paseos de Julio Ramón Ribeyro por las calles de París, me lleva al viejo continente, caminaba despacio, fumando como un condenado, siempre había sido mi escritor favorito, quizás el mejor cuentista peruano de todos los tiempos, siempre flaco y desgarbado, intentaba perennizarse en el tiempo, fumaba como queriendo competir con las viejas combis de los arrabales de Lima, no me explico porque llega a mi memoria este vago recuerdo, quizás porque allí permanece el libro de cuentos junto a mi almohada carcomido por la polilla que no sabe perdonar el largo descanso.
El cuento después de haberse publicado franciscanamente, nunca más volvió circular por terminar en un espantoso fracaso tras la destellada cruel de una despiadada crítica. Verlo a Julio me avergonzó la conciencia y una vez más me hice la promesa de nunca volver a escribir. Entonces hundí mi vida en los rincones de mi refugio, y nunca más he vuelto a ver al flaco de fantasía memorable.
La maldita e inevitable visita de la frustración, hizo que retornará al Perú, en el intento de no se qué, como tantos, sin herencia bajo mi acento de anciano, sosteniendo sobre la espalda el sabor amargo y dulce de las aventuras quijotescas Al bajar del taxi nadie estaba en casa, comprendí que nada valemos si no hemos logrado acumular en la indolente subsistencia, una fortuna, automóviles o un nombre. Todo es un sueño cuyo precio a veces se torna inalcanzable.
Ayer, al salir de paseo por las tibias calles chinchanas, después de visitar a esos muchachos que nunca dejaron de ser mis hermanos. Volví al tallercito donde pasé una parte de mi juventud. Ya no estaba.
El taller había terminado por desaparecer en su incesante lucha por mantenerse en pie. Ahora se levantaba un imponente Hotel de Turistas, donde cada mañana, iba a trabajar y atiborrábamos de baratos piropos a tantas muchachas que deslizaban su figura sobre esa tostada pista. Yo era aquel sencillo muchacho que nunca supe lo que buscaba, como hasta hoy no sé cual es aquello que me gustaría aprender para el porvenir, un mago aviador, un domador de canguros, un errabundo revolucionario como el mítico “Che”, descomunal y eterno barro con rasgos humanos. Quizás pensaran que estoy loco, pero, ¿acaso no es una hermosa locura enamorarse a mi edad?, ¿no es hermoso vivir para siempre en la eternidad de un día cualquiera?, ¿no es emocionante planificar para el futuro?, ¿no es hermoso recordar un feliz pasaje de nuestra vida sabiendo que nunca volverá? ¿no es maravilloso dar la vida por la libertad de desconocidos como el histórico barbudo?. No es que sea un viejo idealista, que aún no he madurado, sin embargo, recuerdo mis promesas amorosas, siempre limitadas a ofrecer sólo un recuerdo en sus vidas, quedando despercudido mi conciencia y nada más; nunca he dejado ser un viejo con alma y corazón de niño que se niega a crecer.
Me levantaba muy de mañana para desandar lo andado, el impávido semblante de la negra pista había empezado conllevar una vida surcada de frunces, después de leer el único cuento que había publicado, sentado en la berma, soportaba la insolencia de los muchachos. Así es el alma del hombre. Ellos nunca supieron que había emprendido un negocio con mis hermanos con la finalidad de hacernos ricos, fracasamos, sin hacer frente al infortunio, cobardemente huí al viejo continente. Me echaron a puntapiés, rasgado mis trapos acabé en la comisaría.
Juré marcharme lejos. ¿A dónde?.
Al viejo refugio de mis padres. Tercamente cada mañana aparecía, miraba extraviado y daba largas caminatas a mi memoria sobre aquella interminable cabellera pétrea.
Tendía la mirada a todas partes, al caer la tarde me marchaba a casa espolvoreado del fino y suave perfume de la nostalgia. Mis días se extendían irremediablemente.
Una mañana desperté empapado de sudor, después de soportar los malditos dolores que nos es familiar cuando uno llega a viejo, y hacer frente a aquellas impostergables visitas del pasado donde alguien viene a cobrarnos con creces los interese acumulados de nuestros tropiezos y errores. Es carísimo. Acabo de enterarme.
He pateado muchos traseros, es tiempo que pateen el mío. Lo acepto valientemente.
Volví a verme en el mismo lugar de siempre, estaba triste y taciturno con ese lerdo caminar, las fauces del hotel vomitaban gringos turistas y amantes libidinosos, los automóviles en fila avanzaban sin cesar el sonido que se perdía en la inmensidad de la urbe. De pronto, esa madrugada, cuando los muchachos marchan hacia la universidad, extrañamente se crispan mis nervios al ver a la misma muchacha de entonces, la que me inspiró escribir el único cuento, cruzó la pista, alta y guapa con aires pedantes, de cabellos castaños, cuyas piernas metidas en un blue jeans, caminaba a trancos, hermosa como la luna de setiembre con su mirada desdeñosa, como una encantada paloma huía del humano bullicio, “no puede ser”- pensé, recordé, era un sueño, debe ser otra mujer, ella debe superar los setentas, era ella, allí estaba, debo estar soñando, no, lo miré profundamente, me miró asombrada y como sin nada, como hace más treinta años, sin reparar en mi triste existencia cruzó a la otra orilla de la pista y se extravió en medio de la bruma grisácea de la mañana, intenté acercarme. Fui tras ella, como nunca lo había hecho, era como si un profundo sueño despertara después de muchos años, como la ilusión dormida volviera a retoñar, como la semilla después de un prolongado descanso empieza a germinar decidido a no pernoctar más. Pero ¿cómo puede estar tan joven?, naturalmente no estaba loco, pero era ella, ese rostro, esa caminada, esa sonrisa, el mismo polo veraniego, sus gestos de quererlo todo mandar al diablo. Al día siguiente volví al mismo lugar y así cada mañana, hasta el arribo frío del martes, me atreví a recordarle el libro que lo había obsequiado, dije que ella me había inspirado mi único libro de cuentos, me lanzó su asombrada y desdeñosa mirada, dando un gesto al cielo desapareció asustada. No tenía amigas. Probablemente tampoco tendría historia. Si era ella, entonces ¿cómo es que no se acordaba de mi?
Recordé los pasajes de unos libros ocultos que ahora se vende en las aceras de la Avenida Benavides, -algunos de nosotros hemos llevado otras vidas en pretéritos tiempos y existe alguien parecido a nosotros-, no contento con eso empecé mi pesquisa, nunca supe dónde vivía, tampoco sabía su nombre, simplemente nos conocíamos. Creo fue el amor más puro que pude profesar, porque jamás me importó su seductora cadera, sino su rostro angelical, y ella a cambio me regalaba su mirada de desdén.
Empecé poner en orden mis ideas. La primera vez que la vi, fue al cruzar la negra pista, y así cada mañana como hoy nos mirábamos hasta la última vez, el obsequio del libro.
Desde hace un mes después de volver al Perú, he vuelto a verla. Su nombre era Sofía, supongo que así siempre se ha llamado. Anduve y busqué a mis amigos de antaño, varios habían muerto, a uno le decía ganso, planchador de autos, amaba el dinero, había muerto de cirrosis antes de llegar a los cincuenta, dejando dos viudas y un amante que satisfacer. Al otro solía conocerlo como Tronco y nunca llegamos a llamarle Chumbiauca, su verdadero apellido, había muerto de un ataque cardíaco al enterarse los desvaríos de su mujer, andaba de amores desde hace mucho tiempo con un muchacho más joven, a quien llamaban Chumbiauca. Gerardo, estaba sentado en el porche de su casa esperando la llegada del galardón por la que tanto había luchado, el paraíso que promete la Biblia, su esposa había dejado la vida hace más de cinco años, sus hijos después de hacerse grandes desaparecieron, vivía solo, junto a un restaurante donde en las tardes ayudaba fregar los platos a cambio de comidas frías.
Nada supe de los demás. En nada había acertado, todo me había salido mal, ni hasta en el amor había acertado, pregunté por todos, hasta por los desconocidos, hasta por aquellos que no conoces, en chincha todavía la vida se desliza así, se conocen los desconocidos. En Chincha, puedes preguntar a conocidos por algún desconocido y es probable que ellos conozcan.
Caminé hasta llegar a la calle Chumbiauca, era el acceso central a la urbanización residencial, llamado Gálvez Ronceros, quizás por ser el Escritor más Grande de Chincha.
La casa era de dos plantas y grande, adornado de jardines interiores alrededor de una piscina de forma corazón. La dirección era la correcta, nervioso presioné el timbre, apareció la figura de un hombre corpulento que todavía no llegaba a los cincuenta, no supe qué preguntar, se me hizo un nudo en mi garganta, era un desconocido, pero extrañamente me pareció familiar,
-a quién busca, -me preguntó amablemente.
No respondí nada, me silencié como hace cuarenta años, el hombre de barbas, extrañado cerró el portón, meditando en mi extraña mendicidad. Ya en la calle volví a mi torpe andar, en mis cavilaciones, cancelaba en la conclusión, -seguramente debe ser el hijo- pero la joven, era la misma, no había duda alguna.
Seguramente nos habíamos amado en el silencio del tiempo. Creo que lo nuestro había sido un amor subterráneo y universal, lleno de temores, ambos fuimos muy tímidos, nunca llegamos enterarnos. La muchacha con los cabellos al aire se acercaba a la misma casa, perturbado fui tras ella. Se perdió de un portazo, pensativo continué con mi camino del atardecer a orillas de las flores que me rociaban sus miradas de lástima y tristeza.
Retorné al día siguiente.
Hace cinco días después de darme un baño a la inglesa, nuevamente volví a verla, esta vez en los diarios, tan linda y radiante como la luna. Había sufrido el accidente de un premeditado asalto por unos delincuentes. Increíblemente sentí una pena terrible en el alma como nunca, y recién supe que cuanto la amé.
Lloré amargamente sobre mi lecho quedándome dormido.
¡Qué pena!, a estas alturas saber que uno está enamorado de alguien, y nunca supimos ¡cuánto daríamos por volver a la juventud, cuánto!. Fui al hospital. Lo habían dado de alta ayer por la tarde. Sofía, Sofía de Dueñas, nada más, pero escarbando descubrí que se llamaba, Sofía viuda de Dueñas, casi llegaba a los setenta, lo busqué nuevamente.
Estaba sentada bajo el porche de su casa, solazándose. Me acerqué sigiloso y tartamudeando le saludé, no me contestó, seguramente continuaba siendo la misma de antes, paseando su vaga mirada por entre los jardines, divagando en los rincones de su recuerdo dormido mi triste rostro. Asombrosamente iba acercándose la misma jovencita que en la mañana cruzó la pista. Imprimió un beso en su mejilla sonrosada sin reparar en mi presencia y dije, acercándome,
-“Para la jovencita que cruza la pista cada mañana sin percatarse de mi triste existencia”, -al oír, volvió su cansada mirada mientras que su tierna y angelical rostro cambiaba de tono, salió Sofía, tan linda y diáfana como la primavera y bajando la mirada algo le dijo, no alcancé a escuchar, se puso de pie, apenas llegó a balbucear, gruesas lágrimas rodaban por ambas mejillas, poniéndose de pie sacó el libro de la altura de su pecho, tambaleando me alejaba sin decir nada. Seguramente algo hubo entre nosotros sin que nos hayamos enterado. Quizás nos hemos amado con locura en esa otra vida. Ahora podía dormir tranquilo en la eternidad, sabiendo que alguien me amó sin decirme nada. -¡Que maravilloso¡ alzando la mano me mostró el libro y rompí a lo lejos en llanto, a lo lejos se oía su tierna voz de ave, a lo lejos era ya demasiado tarde, a lo lejos mi alma desfallecía al borde de la vieja pista.
Un día cualquiera
Ensangrentada sus ásperas y nudosas manos, rematadas en uñas elípticas que definitivamente habían perdido su forma original. Encorvado hacia adelante su ancha espalda sin vellos, tornó hundir una vez más sus gruesas manos en aquel último trozo de músculo putrefacto y negro de su vecino -con especial deleite que nos hacía recordar que seguimos siendo el magnánimo carnívoro de la historia- llevándose a la boca, cuyas filosas dentaduras trituraron con un insólito agrado y pasión desenfrenado como un trozo de chocolate diluyéndose antes del duro y pobre desayuno.
La guardaba en su vieja refrigeradora, desde hacía varios meses, ¿quién sabe desde cuándo?. Poco más de un año sospecharon la desaparición del hombre de negocios que había escapado de la pobreza, logrando amasar una envidiable fortuna comparable con los dueños del Perú, llevando una oscura y singular vida atiborrado de intentos.
Vivía sólo, apenas recuerdo su nombre, no aquel hombre que murió de amor, sino aquel Evaristo que acabó trozado e una sucia fuente blanca, salpicados de sangre, sirviendo de alimento en su roja y maloliente cena antes de partir definitivamente. “Un bárbaro hombre que no logró matar el gusano que corroía su alma interior”, decían los titulares de los periódicos.
El otro día atravesó mi itinerario, extraviado, volcó, desde una grave hasta una triste mirada tan humana. Estaba de putas.
Sus miradas incitó mi triste sospecha que nada de lo que dicen era cierto; seguramente aquel hombre había sido uno de las inocentes víctimas de la sangrienta civilización, no había aprendido a leer, resignado, su alma aceptaba los designios de nuestra ancestral costumbre.
El atrevimiento de este hombre, nos recordaba que todavía somos los depredadores sin competencia.
La última noche del verano pasado, había sepultado su existencia. Se tejieron cuantiosas y esquinadas pistas alrededor de esta cruel verdad.
Se anunciaron sendos reportes policiales, poco creíbles y farragosas noticias en busca de mayores negocios.
Dieron con este hombre, tristemente acreditado con un apelativo que por ahora desconozco, un simple empleadito de una Compañía Pública, signado con los número 1545, su espíritu envilecido había retrocedido hasta convertirse en uno de nosotros, recordándonos de dónde veníamos. Sus vecinos lo veían como el modelo de un hombre que ha superado los cincuenta sin el requerimiento de una piadosa educación que implanta la modernidad, algunos de su generación habían partido a superior existencia. Era el camarada que siempre tenía las palabras más adecuada para los oportunos consejos en un día difícil y para los jefes, el empleado más sincero y fiel con quien se podía contar para todo en cualquier momento, en especial cuando escaseaba fondos para los estipendios de fin semana, entonces ¿cuál era aquello que este hombre hacía que fuera otra persona en la intimidad de su vida?, en lo más solitario de su existencia casi extraña, llegando a convertirse en el hombre que había logrado sobrevivir alimentándose con la carne de su amigo, durante más de once meses?, sin embargo, cumplía sus sencillas e insignificantes labores cotidianas en la empresa donde nunca ascendía, acaso por su ingenuidad o por la mala voluntad de sus compañeros y jefes que decían apreciarlo, gastándole bromas de lecturas filosóficas que nunca las entendió. Exiguamente conocíamos su vida, a nadie importaba, total era una vida condenado al mutismo sempiterno en esa ciclópea urbe que engulle sin misericordia todo tentativa por descollar.
Había abandonado la Empresa hace varios días, también su humilde casita antigua con dos grandes solares en su interior, heredado de su abuelo de origen español.
Ahora vivía al fondo de una quinta bajo una vieja palmera que resignado mostraba su polvoriento y envejecido penacho. En otros tiempos sirvió de madriguera. Eran otras épocas.
Seguramente se marchará lejos.
Estaba de pie, todos lo habíamos transformado en el hombre con seria aspiración sangrienta.
No sabía que estaba pasando.
Lo entrevisté antes de partir al interior del país, cuando estaba apresado, nadie salió a defenderlo, seguramente lo condenarían a una lenta y dolorosa muerte que jamás sabría que estaba pasando realmente, me contó la verdadera historia del crimen, de cómo había planificado desde hace varios años, desde siempre.
Su enorme estatura soportó dolorosamente el mundillo fascinante del hampa recluido, bajo paredes y techo fortificado.
Nunca nos enteramos que fue condenado, dicen que lo absolvieron al constatar que extrañamente fue víctima de la circunstancia.
Volvió a comer su putrefacto postre.
Apareció en una de esas frías noches, con su irreconocible rostro, vestido de cólera, invadió su impalpable espíritu, confabulándose con los demonios que habitaban su agazapada y frívola vida, partieron a trabajar, hacer lo que nunca podríamos, seguramente este pobre diablo intentó aquello que no era capaz de hacerlo, lo vio llegar en su lujosos automóvil sin la compañía de su habitual guardaespaldas. Se deslizó sin pensar, cogiendo la fría y afilada hacha que la guardaba celosamente al pie de su cama. Limpiando las finas huellas, con la experiencia meticulosa de un experto criminal, se deslizó ágilmente. A hurtadillas avanzó, silenciando el pálpito de su corazón que raras veces se sobresaltaba. Presionando la filosa hoja de acero, levantó con fuerza y se la asestó sin ningún remordimiento, el golpe cayó salvajemente. El hombre no sintió dolor, se nublaron los ojos, gritó al desplomarse y besar su propia sangre. Su cuerpo separado de la sangrienta cabeza pataleó. La cabeza llena de lágrimas, mantenía aún abierta los ojos, reconociendo al amigo de casi toda su vida, al vecino a quien siempre había ayudado, con quien ayer nomás estaba bebiendo tragos en una de esos bares de Miraflores, no pudo gesticular palabra alguna, cerro lentamente sus ojos inundadas de lágrimas. Al reconocer a su amigo tendido sobre el suelo, obnubilado, una fina humanidad se deslizó por su corazón, despertando un sentimiento de compasión, pero había algo muy fuerte que lo obligaba llevar a cabo su sangriento trabajo, deshizo el cuerpo en trozos, acabando definitivamente con la vida de este hombre que dejó el auto con el motor encendido, cogiendo el cuerpo muerto y tendido sobre la berma gris. Penosamente, la metió dentro de una bolsa de papel plateado y con un esfuerzo sobrehumano se la llevó a esa casa vetusta y fea. Sudoroso, la puso sobre la mesa de su vieja y despoblada sala. La cortó en trozos con mucho cuidado. Avanzó confundido en medio del charco de sangre, que tornó a limpiar repetidas veces, evitando dejar huella alguna. Cerró la verja, el auto dejó de funcionar, a esa hora de la medianoche, algunos gallos del vecindario cantaron con cierta tristeza, a lo lejos retumbaban los perros aulladores. Las embaló con papeles plateados y se las metió en la sucia fuente blanca. La carne se volvió dura. Guardó el filoso instrumento debajo de su catre. Aseguró los goznes de la puerta, cansado y exhausto se durmió sin lavarse sus ensangrentadas manos junto a la puerta. Soño que en la refrigeradora se guardaba el pastel rojo de forma de un corazón. Intentó escapar, luchando contra la horrible pesadilla, al despertar fue y comió el primer trozo de carne humana, le agradó, así desde hace un año, atentando contra el endeble pacto social.
Seguramente era demasiado tarde, para aprender pensar, para reflexionar, y quizás arrepentirse de la vida que había llevado en ese breve instante de locura, de ser asaltado por los demonios que pueblan nuestros oscuros mundos, y te invito querido amigo, que lees esta inevitable historia sin forma a imaginar decir aquello que realmente pensamos, ¿Qué pasaría con nuestras relaciones, con nuestros amigos, con nuestros hijos, con nuestro sencillo trabajo sin importancia, simplemente se iría al demonio, conservar nuestro estatus de homo sapiens, es a no dudarlo una rigurosa motivación humana. Muchas veces decimos aquello que no seríamos capaz de decir algo a alguien, y es así que este pobre hombre hizo aquello que su inconsciente lo obligó, y seguramente muchas personas estaremos predispuestos hacer aquello que nuestra inconciencia ordena. Eso nos puede suceder a cualquiera, en un día de estos, en una noche de verano, con el imposible de librarnos de esa tenaza y así mañana puedes ser tú el próximo y formidable asesino que no deja huellas.
Lo vi cruzar la calle me miró y solo atino a caminar lerdamente, seguramente no habría remordimiento alguno. Ese hombre había deshabitado su frágil morada. Ahora era otra persona, superando con dificultades los ataques gratuitos de los años. El ritmo de la vida lo había convertido en un hombre, así como los demás, con un eterno comenzar y nunca acabar y a veces con la esperanza de llegar a casa. Total, quién sabe cuando lleguemos a casa sea demasiado tarde, pero siempre tendremos a la muerte, vigilante, a la vuelta del recodo, en medio de una vida preñada de sinsabores. Terminar como cualquier pobre diablo en una celda, es una latente opción, así como vivir en Beverly Hills, brindando por el futro incierto de la vida. Todo se va al diablo, un crimen, un hacha, una huella, un remordimiento que nos espera, una voz que se apaga en lo lejano de un atardecer del recuerdo, temeroso de terminar mis días en una sucia y vieja fuente de porcelana china, me marché al caer la tarde, quién sabe si llegue a casa inconsciente y desocupado lector.
El hombre que no podía irse
Me pides que te cuente una historia, que para que cuando despiertes ya no este aquí, es la vida del hombre que quizás pudo haber sido tu abuelito.
Era la quinta vez que preparaba su discreto equipaje, la misma vez que se despedía de nosotras, despojado de todo sueño, vagaba hacia las extremidades tibias de la incertidumbre. Siempre retornaba al derrumbarse la tarde, antes que el cielo empiece la noble ceremonia fúnebre, tachonadas de luces, a lo lejos, emprendiendo un insólito ritual en el viento frío de la noche sin esperanza.
Llegaba transpirando copiosamente, atrapado y envuelto en sus propia melancolía, abrigando un impreciso e indescriptible temor hacia el inevitable semblante negro de la oscuridad, donde resbala libremente el penetrante y afligido gruñido de los cuadrúpedos vagabundos, invocando en coro una solemne y lúgubre imprecación a su creador.
Era un muchacho que apenas había logrado superar el tamaño del famoso hijo de Córcega, dotado de un exquisito hablar, lerdo caminar, ataviado con el timbre de su voz bella como la música.
Esta vez tendría que marcharse, sospechaba en toda mi alma, en sus tristes miradas con olor a despedida, en su torpe andar pretendiendo colisionar con la misma piedra, en su vano esfuerzo perfilando una fina sonrisa en sus sedientos labios, percibiéndose las huellas de un reciente y doloroso beso, como unas punzadas pétreas e insalvables.
Al fin lograba deshacerme del tierno amigo de la infancia, nunca salvaría los cercos de la adolescencia, libraba mi cuerpo de sus penetrantes miradas, a la vez tan humana extraviándose en un universo asediado por sus propios demonios, de su escrupulosa perilla de ayer, de sus breves júbilos, de su fino humor, de su arrebatado amor por los ríos, por los árboles, por todo aquello que vale la pena ser vivida, por las tenues caricias que sabía deslizar en sus miradas de un niño que se niega crecer, por aquellas cosas que todavía no hemos inventado un nombre propio. Haciendo insoportable permanecer a su lado, morir en el intento de acariciarlo entre mis brazos, que se enredara entre mis negros cabellos, y naufragara en mi excitado pecho.
Acariciaba sus marchitos senos la compasiva longeva.
Siempre lo había amado, emocionada, mi amor crecía como una gigantesca hoguera más y más, cada vez que tomaba entre sus brazos a mi amiga, nunca la quiso, total, era un empedernido aventurero, nunca había logrado enamorarse de nadie, recuerdo que la mañana de una martes trece dijo.
-Nunca he amado a nadie. Nunca podré pronunciar la mágica frase, te amo, a ninguna mujer. Creo que la vida me a negado vivir esa hermosa ilusión de enamorarse, pero a cambio, podré viajar por el mundo entero sin ataduras. ¡Que maravilla!.
No estaba enamorado de ella. Había tomado la irrevocable decisión de marcharse lejos. Charito la miraba con aire de desconfianza y tristeza que uno siente por los muchachos que no llegan a los treinta. Supongo que su enredo amoroso había llegado a su fecha de vencimiento, que surgió desde la nada, en un instante inesperado y se disipaba en esa misma nada, disolviéndose con urgencia en la descomunal fauces del olvido, como un fragmento de fantasía destinado a vacilar toda la vida esa eterna alambrada de su propia realidad, un sublime y afable embuste al bello sueño idealizado, una breve ilusión sustraída a la magia del amor.
Me alegré, Julio desde hace varias semanas, sin explicación alguna, extrañamente había empezado ahorcar sus hábitos, sepultó la plática de sus sueños, solía enclaustrarse en su propio mundo, en sus libros, contemplaba la somnolienta muerte de un atardecer que nunca volverá, dejaba de simpatizarme, pero, mi corazón todavía cobijaba ese amor sincero que simplemente surge y es el último en morirse, es que así son los amores que nunca rompen o atraviesan los límites de lo platónico, languideciéndose en el intento de cuajarse en la realidad, me habían dicho tus bisabuelos.
Ella integraba el ejército de su último romance antes de partir, ¿quién sabe a dónde? Simplemente era un trotamundo sin rumbo ni destino, sin patria ni amada, insinuaba en sus jadeantes e ilusos ojos negros como las tinieblas, en sus mirada densa y melancólica, prestos a empezar una nueva aventura en los brazos del voluble porvenir, en sus conversaciones que raras veces las entendía la gente de a pie, suponía que se despediría con mayor intensidad de las otras tardes. De pronto unos papeles escritos los arrojó al deshabitado patio del lado, al aire tibio del atardecer; en silencio cogió todos sus trastos y las puso dentro de su mochila negra de clase turista, la colección de sus libros fueron a parar en los viejos estantes del colegio condenados a salir polvos de allí, mientras hundía por última vez su cuerpo desnudo en las aguas de este río sin nombre, se marchaba para siempre.
Destapé la botella de vino que celosamente guardaba, para algo especial dijo tu abuelo y este momento lo era, sin golpear la puerta ingresó charito, se sentó a su lado, todavía no había aprendido ocultar las huellas recientes de tristes lágrimas de anoche.
Paseó sus grandes ojos por los rincones del cuarto sin pintar, mezclándose con nuestras silenciosas miradas.
-No se a dónde ir, nada tengo, nada he hecho en la vida, sólo despojos y sueños, -dijo con nostalgia elevando sus codos.
-Brindo por la vida que se va, por la que vendrá mañana, por vuestros sueños, por ustedes pequeñas, porque esta vez me marcharé tan lejos como pueda, brindo por si mañana cuando este lejos piensen en mí. - Continúo elocuente.
-Viajaré por el oscuro mundo para encontrarme con esa persona que siempre me acompaña, encontrarme conmigo mismo. –agregó triste. Sorbiendo la última gota de vino.
No dijimos nada.
Desde que sus padres murieron todo había cambiado, apenas logró graduarse en la universidad, para dar comienzo a una nueva vida, un muchacho de chaquetas de cuero, sombrero de alas, corazón de niño y negra perilla.
-¿Cómo lo conociste abuela?, inquirió a punto de dormirse.
Lo conocí a los ocho años, allá en la lejana primaria, era el chico más guapo, tonto y mofletudo de la escuela, yo tenía doce, pero nosotras a esa edad estamos mirando cosas que ustedes jamás verán, estamos al corriente de todo, mientras que ellos viven pensando sólo en los juegos tontos y las propinas que recibirán, nosotras simplemente escogemos silenciosamente nuestros pretendientes. Tenía los cabellos blondos y ondulados, su pobladas cejas concordaban con la negrura de sus cabellos, la ternura de su voz se contaminaba con el ambiente fresco de la mañana colegial, sus manitas eran tan pequeñas y finas como hasta esa tarde que a veces ocultaba con disimulo bajo la mesa en una noche cualquiera de cena.
Había llegado por vez primera a trabajar en aquel colegio, como profesor de literatura; tu abuela desempeñaba el humilde puesto de auxiliar, no debes avergonzarte. Era brillante, fantástico expositor, un tipo extraordinariamente culto y tierno, con una mágica fantasía sin límites, gocé verlo bajar de la camioneta que siempre creyó pertenecerle. Escuchar su voz era una delicia, podía divertirme a todas mis anchas con sus ocurrencias y su fino humor, maldije haberme casado antes, no me hagas caso, algún día me comprenderás, me gustaba escuchar sus historias de nunca acabar, de cosas que jamás llegué comprender, de lugares fabulosas y vidas extraordinarias. Al escuchar sostener las teorías de sus finos y refinados gustos, supe que no era el hombre con quien quizás me hubiera gustado pasar todo el resto de mi vida, no éramos compatibles, pero fue así, como el soplo del viento de primavera, un raro muchacho que después de veinte años volvía a verlo, era como el suave soplo del viento de un verano que no quisiera irse. No se porque me pongo en suponer cosas que nunca sucedieron, cosas que jamás pensó en su más remota idea, debo admitir que julio solamente me miraba como una amiga, como alguien con quien conversar y reírse de la nada.
No me explico como se ha metido con mi amiga, quizás por su sencilla nostalgia de ser amado un instante en su vida en un lugar por donde el amor de vez en cuando aparece y desaparece con la misma rapidez, del eco de una vieja y lejana voz. No te duermas.
-No espero que me amen, sería pedir demasiado al cielo. Me contento con ser acariciado y enredar mis ligeros amores mientras pueda. –supo decirnos al llegar.
Pero esa tarde al fin se marchaba y eso significa para una mujer enamorada el término de una larga agonía al borde de la muerte, me abrazó vigorosamente, olvidé que era casada, me perdí entre sus brazos atrapada en su olor a hombre, a niño, a su perfume, su ternura infinita, le había agradado el vino, me lo agradeció, nunca supo decirme las ansiadas palabras que siempre soñé escucharlas
Arreglaba mis cabellos largos, mientras que Charito luchaba una vez más contra el hado adverso del amor siempre esquivo.
Pensativo cogió su ligero equipaje, con lágrimas en ojos, al caer la tarde de diciembre, se marchó, bajo un cielo nublado a punto de estallar en llanto, caminó despacio hasta la salida del pueblo, que nace al pie de un elevado monte, hacia las afueras para desaparecer en medio del bosque de árboles y pájaros. Caminó lentamente despidiéndose de nosotras, alzando sus manos se oculto en medio del horizonte.
Lloró al partir y la noche fue desapareciéndole en su inmensidad, me acosté con la mujer más triste que jamás haya visto, lloraba desconsoladamente, negándose a dormir,
-Qué será de mi ahora que se marcha. –sollozando balbució.
No atiné a decir nada.
Nos acostamos en medio de sollozos y la tristeza mostraba su más fiero rostro.
/Te amaré hasta más allá de la muerte/
/Te amaré toda la eternidad/
/Nunca envejecerás a mi lado/
/Nunca podrás dejarme/
/Viviremos por siempre juntos/
/Viviremos aquí, escuchando el canto de las olas/
/Toda la eternidad juntos/
Escuché la más triste plegaria de amor de una afligida voz jamás acariciada por mis oídos, era el desconsolado canto de esa mujer de cabellos que no conoce fin, entonaba la canción de la eternidad que siempre temía, la percibía claramente, en mi alma emergía la esperanza de un amor que nunca se haría realidad, mientras que Charito poniéndose de pie lloraba desconsoladamente al escuchar esa extraña voz.
Nunca te amó ese muchacho, le dije. Sin entender palabra alguna volvió caerse desplomada al suelo y se durmió después de llevar tres noches de vigilia.
Los años es una especie de cerco que es casi imposible salvarla. Quizás esa es la desgracia de aquellos quienes aman a una edad avanzada de la vida.
A mi edad.
-Qué más abuela?.
A orillas del río, en los meses de primavera solía escucharse la canción echa música triste y maravillosa de una bella muchacha sentada sobre la piedra, que camina arrastrando sus largos cabellos de oro resplandeciente adornando sus ojos verdes como los árboles, ningún forastero podía marcharse del pueblo una vez que haya oído ese misterioso canto de la muchacha, nunca podrá escapar de su hechizo, decían las viejas.
Desde hace más de doscientos años aquella hermosa mujer vivía oculta en el mundo subterráneo sin descubrir su rostro, pero todavía dejaba escuchar su canto celestial, para consolar al exhausto viajero, al hombre cotidiano que aún no ha conseguido entenderse con su hábitat. Nunca supieron de dónde apareció esta hermosa y eterna mujer de vestido transparente, solamente escuchado por los hombres, a esa hora de la noche fui la primera en escuchar.
Julio como todo hombre culto e intrépido, ávido de conocer y vivir nuevas experiencias había escuchado esa mágica canción de la mujer bautizada con el nombre de Libertad,
Cuando caminaba, hacia la noche, algunos hombres partían a las orillas del río para escucharla cantar, cuando en casa era imposible hallar paz y sosiego, de allí provenía el nombre de Libertad, cuya única virtud se fundaba en hacer olvidar los problemas cotidianos de la abrumadora vida que a veces torcía el sentido.
Corrían a escuchar esa música celestial, como la sirena griega que cantando de una manera extraordinaria atrapaba a todo los hombres que por allí pasaban.
Julio naufragaría en ese fatal destino, deambularía por el resto de sus días en aquel pueblo de junto al río, jamás encontraría un dique en este pueblo que transitaba circular sólo para aquellos forasteros quienes hayan escuchado esa voz, tendría que doblar sus sueños en la eternidad de ese pueblo, muerto también permanecería, allí, esperando a sus hermanos y sus padres que nunca llegarán junto a los molles, sauces, viejos y corpulentos, cuya gente pacífica, con un sabor a eternidad, todavía no se han marchado.
-Pobrecito, me da pena Julio, abuela.
Al despertarnos partimos de viaje en el primer automóvil de la ruta, al doblar el recodo vimos a Julio sentado a orillas del río cuyo caudal había aumentado, nos sentamos juntas, con heridas profundas del amor que a esta altura de su vida será difícil de cicatrizar, tendida y desconsolada no alcanzó a verlo. Estaba encantado,
lanzando piedrecillas al río exponiendo su torso desnudo y musculoso, feliz y sin recuerdo alguno.
A esta hora de la medianoche el nieto acabó por dormirse.
El destino que va tejiendo y desdibujando la historia de la vida, ahora una vez más nos hacia suyo, nunca podrá marcharse del pueblo, esa culpa no la tenía Charito, ni su temor hacia lo desconocido, no estaba en nuestras manos, sino, en manos de lo sobrenatural y extraño. Habíamos sido sometidas por las canciones celestiales de una muchacha que realmente no existe, sino solamente en la imaginación y mente del pueblo al que también ahora pertenezco, Julio había sido víctima del oscuro destino, nunca más saldría de ese pueblo, aún con la muerte, su alma seguirá jugando a orillas de ese gran río, dando clases de literatura, también lo enterrarán en aquel cementerio poblado de guarangos, ya no volvería trabajar en la capital, y nunca llegaría viajar a Europa, era el pobre muchacho que acabaría sus días en aquel villorrio por donde el amor de vez en cuando aparece sin decir nada.
Así como ahora recuerdo en mi vida de viuda jubilada.
Dando un beso a su nieto preferido la anciana se marchó, dejando escapar un suspiro profundo, acotando, -el corazón de una mujer es muy profunda.
El rompecabezas
Esa noche, al llegar a casa, evitando mostrar signos de fatiga de su prolongado periplo por el interior del país, después de quitarse el largo y descolorido vestido negro que habituaba usar los últimos diez años de su vida, la octogenaria fue presurosa a terminar de armar el último rompecabezas del mes pasado.
Siempre había disfrutado los juegos más raros y extravagantes. Hace muchos años inventó un juego que congregaba seis cómplices, consistía en lanzar acertados porrazos en donde nadie terminaba por enfadarse, sin embargo, continuamente aparecía en la última ronda, quedándose con la ganas de asestar a alguien. Ingenió una acertijo en la que los chiquillos tardaron cuarenta días en descifrarlo, al final, la respuesta era el cadáver frío de ella oculto en algún lugar lejano, que ni ella misma se hubiera conjeturado.
Nunca supimos de donde llegó. Sus facciones gastadas y finas evidenciaba que provenía de una vieja familia de inmigrantes venido a menos. Sus refinados gustos denunciaba la categoría a la que alguna vez había pertenecido. Era de hablar lento y pausado, hace poco había llegado a la vecindad. Raras veces sonreía. Nunca hizo amistad con nosotras.
Cuando el amor por primera vez palpitó las puertas de su espectral corazón, vagamente la consideró una travesura, un esparcimiento más en su vida. Entonces finalizaba graduarse de Socióloga en una prestigiosa Universidad. Era muy seria. Su primer enamorado fue el único en su vida, y antes de casarse, inventó el juego de la ronda corcovada que terminaba en un círculo a simple vista, al centro estaba su novio, irreverente, así, siempre fue su vida.
Su único hijo vivía en Argentina con sus tíos de ascendencia judía. Ella siempre entregado al juego, había evolucionado sus hábitos, de lo más extravagante hasta lo más convencional. Se dedicó por entero al juego de los bolos, dedicándole gran parte de su tiempo y dinero, haciendo derroche de su endeble patrimonio que aún le restaba.
Su marido había terminado por fracasar en su inútil intento por impedírselo hasta casi quedar en bancarrota, -creo que existe ciertas cosas en la vida que nunca se alejaran de nosotros. Aprendió jugar en las grandes tragamonedas de la capital de los mejores y lujosos centros comerciales. En resumen, sin darse cuenta había caído en el pernicioso y mediocre vicio del juego, olvidándose de su propia familia y amigos, peor todavía, olvidándose de ella misma. En realidad su vida estuvo teñida por la mediocridad taciturna del destino. En ninguna encontraba satisfacción, y así llevó una vida durante veinticinco años dedicados a descubrir nuevos juegos y alucinantes experiencias, cada vez más intensa, conmovedora y desajenante.
Cuando murió su novio, su hijo después de las exequias intentó quedarse para acompañarla. Lo alejó, para consagrarse por completo a cualquier juego, pasaba las tardes en las frías cabinas de Internet, como una moderna chiquilla con serias y cosquilleantes arrugas, afanosa en trasnochar sin la menor preocupación de la tanda.
Después de jubilarse, aprendió apostar en el Hipódromo de Monterrico. Conoció a muchas personas de las altas esferas del poder. Nadie se percató que provenía de una clase desconocida.
Al final descubrió el tan sencillo e inocente juego, hasta puede ser complicado para armarlo, podía jugar sola en casa o con algunas amigas de su entorno que cada vez eran menos, cada fin de semana llegaba desde lejos, a la sombra de la planta de Limón que tanto le encantaba..
Desde que había quedado viuda y la jubilaron a la fuerza de su trabajo de socióloga, se había dedicado por entero al juego de armar rompecabezas. Inauguraba torneos por todas partes, realizando largos e inagotables viajes, invitada por los alcaldes y las autoridades de las tantas instituciones a las que ahora pertenecía. Recogía premios a estas alturas de su vida.
Casi al final de su vida había descubierto el juego más lindo de su vida, también sin sospechar el secreto oculto que escondía ese sencillo juego que es una satisfacción extrema para los niños, gracias al rompecabezas había encontrado la paz, la dicha, la felicidad, también encontraría algo más.
Había dejado de sentir la triste visita de la melancolía. De su hijo raras veces se acordaba, nunca hablaba de él. Disfrutaba de una vida plena y llena de retos de armar cada día nuevas rompecabezas geométricas, cuadradas, rectangulares, egipcias y algunas persas, los más raros y extravagantes. Nunca sospechó que la muerte la esperaba en el recodo del camino.
Pero esa noche, al retornar, cogió el tablero de forma de unicornio, persa marfil, era su tablero favorito. Contestó el teléfono y una voz desconocida de hombre estaba al otro lado de la línea, sin terminar de hablar la cortó intempestivamente, se precipitó sobre la mesa, tras colocar la penúltima pieza vio dibujado al centro del tablero, su lecho enclavado dentro de su vieja y desteñida habitación, con su mano izquierda, temblorosa, colocó la última pieza, al verse ella misma, desnuda y excitada, quedó desconcertada sobre su lecho de sábanas blancas y estupefacta volvió el rostro hacia la fría ventana, encontrándose aterrorizada con el candente rostro de un demente y lo único que por última vez escuchó esta mujer fue el ruido del vidrio rompiéndose.
La Quinceañera del Zorro
Elegantes tarjetas decoradas al mejor estilo barroco, rematadas en alas y flores desconocidos de una exuberante belleza, bordeado de finos y ondulados hilillos de oro, enmarcados en un fondo blanco nieve, donde saltaba a la vista, el alma de toda esta tarjeta, una hermosa muchacha de rubios y blondos cabellos perfumados, tendiendo sus miradas hacia el infinito horizonte, al pie, “Mis Quince años”, bellamente escrita, recordaban mi primera invitación a esa clase de fiesta que siempre es nuestra primera ilusión en la adolescencia, bailar orgulloso de la mano suave y tierna de la quinceañera, gozar de su inolvidable noche. Ese tipo de invitación significaba prepararnos con varias semanas de anticipación, ensayar un nuevo paso de baile, despertando la atención fina y delicada de los amigos, causar heridas profundos en el ego de los muchachos. Era todo un acontecimiento digno de un perverso orgullo, revelábamos hinchando los pechos esas tarjetas a nuestros amigos cuando aterrizaba en nuestras manos alguna invitación como ésta, para que se mueran de envidia, gritábamos.
Estas tarjetas estaban diseminadas sobre las gastadas y sucias baldosas de la entrada que daba a la quinta donde ahora vivo. Era una de esas preciosas tarjetas que había creado en mí, una extraña mezcla de somnoliente resentimiento. Había llegado a odiar con fervor durante toda mi adolescencia y parte de mi juventud, una tarjeta que aparentemente nunca quiso dejarme en la entera soledad de toda la vida, que raras veces podía olvidar.
Llegó puntualmente diez días antes del 23 de setiembre. Nunca supe quién la había metido esa tarjeta que difícilmente pueden evaporarse de mi memoria. Pero allí estaba, perfumada, sobre la mesa descubierta, es para ti -dijo mi padre bruscamente.
Me había mandado a más de veinte muchachas, sólo cinco de ellas me aceptaron, con María terminé haciendo el amor.
Los vecinos, las muchachas feas y pobres veían los preparativos sin contener sus naturales ímpetus de sus almas corroídas de celos, barnizada de chisme. Pintaron la casa de su color favorito, rosado, decoraron la entrada con palmeras, tulipanes y flores. El Payaso Chocolatín fue el encargado de recibir los regalos y los vaya categorizando por jerarquía de importancia.
Durante nueve días consecutivos sin tregua alguna, la rancia casa fue anegándose de obsequios: vestidos a la moda, animalitos disecados, el payaso gordo y carirredondo las recibía ceremoniosamente, con una sonrisa, envueltos en papeles lustre y oro, muchas adornadas de flores, impregnadas de citas amorosas y sueños. A esa edad no hay lugar para otra cosa que no sea el amor, palabra vacía a estas alturas, cariñosamente la firmaban “Con amor para Mayorie”,
Algunos románticos, “para la chica más linda del barrio” otros más atrevidos “Para mi amor, Mayorie”, nostálgicos, “Siempre te esperaré Mayorie”, también a esa edad nos vestimos todo el cuerpo de ansiedad y extraño delirio. Nosotros, con algo de suerte, fuimos los primeros en impregnarle mimos en su tibia mejilla, los primeros en abrazarla, los primeros en gozar. Sus padrinos llegaron desde Arequipa tres días antes, trayendo unos escotados vestidos que nunca llegaría estrenarla.
Su padre, un periodista reconocido en el oscuro y mediocre mundo, como la voz del populacho, imputándose el triste apelativo de luchador de las causas populares, era su manera típica de sobrevivir, agazapado y oculto del mundo de la auténtica justicia. Su madre finalizaba sus días la nunca terminada y acabada elaboración de comidas que raras veces las muchachas quedaban satisfechas. En fin era una fiesta provinciana, costeña. No era una muchacha hermosa, pero llegaba a esa edad en que las muchachas empiezan a llamarse realmente mujeres, su piel morena broncínea siempre permanecía a flor de labio, y empezaba a mostrar sus encantos. Desde niña asistía a la vieja parroquia de Chincha. No tenía enamorado, pero había un largo catálogo de muchachos desde hace varios años inscritos en la interminable lista donde aparecía mi nombre.
Asombrosamente las mujeres chinchanas serán de color broncínea pero tiene su encanto especial, esta chica de quince años la tenía.
Era la muchacha que buscaba su príncipe azul, andaba acompañada; en la parroquia y en las discotecas no hallaba complacencia, siempre terminaba por aburrirse, los muchachos la cortejaban asiduamente, retando apuestas. Nunca lograron ganar nada, quedé atrapado en el intento. Porque en el colegio Santa Ana, donde cursaba estudios en la promoción de la secundaria, no teníamos la opción de estudiar, hasta los docentes suspiraban por esa muchacha de piel canela y hermoso cuerpo que empezaba hablar, era su cándida carta de exposición hacia los sentidos naturales, tan humanos de la juventud, que se alejaba de su tierna infancia que terminaba bruscamente en una gran fiesta. La fiesta no solamente era para celebrar la quinceañera de esta dulce chiquilla de caderas sicalípticas y desaforados y redondos pechos duros cual manantial de una muchacha virgen. Sino también era con la finalidad subjetiva e instintiva de matar la niña que llevaba dentro. Ver novelas y programas basuras de la televisión era su pasatiempo favorito, nunca había besado a nadie esta muchacha, que ahora la he visto feísima, gorda y deforme, lo único que recuerdo son esos grandes nalgas, ahora bastante marchitas.
Fue la fiesta más sonada de la provincia. Hija mayor de Cinturita, que al mejor postor de la politiquería chinchana se entregaba por unas monedas sucias del pueblo, defendiendo a capa y espada tenga o no razón, ya sea al politicastro barato de turno, al abogadillo que pulula con su cínica verborrea por las calles del problema, o al mal policía que uniformado compite con los delincuentes, ahí estaba cinturita, con su lengua viperina, como una vieja arpía medieval.
Decía ser un hombre bien relacionado, y andaba orgulloso de su primera hija.
Nunca presagió su porvenir. Sólo buscaba lo mejor para su pequeña.
Mayorie, por un momento había olvidado el futuro. Sería la reina de la gran fiesta, era orgullosa y siempre nos rechazó. Sería la reina de finales de setiembre, de un mundo que cerraba sus verdaderos colmillos, que su fe ciega en su anecdótica belleza y la familla de su padre vivía su mundo que nunca conocería, sino antes de su partida hacia una vida diferente, una vida con ciertas responsabilidades.
La fiesta empezó poco más de las diez de la noche, todos los muchachos pugnaban por bailar con ella, bajo el cielorraso bien adornado de la casa paterna, un interminable golpeteo se produjo sobre las losetas blancas como la nieve, mientras que todos aguardaban empinados la llegada de la princesa de esa noche, con la música estridente que tanto amábamos. Nosotros habíamos apostado bailar con ella, nueve muchachos se peleaban, habían jurado a sus amigotes del barrio, que la conquistarían esa noche, que ella a partir de mañana andaría bajo sus brazos. Naturalmente estamos hablando de una fiesta de segunda, donde se mezclan gente de todo tipo, y raras veces se filtraba algún refinado pituco.
Lo amigos fueron llegando uno a uno, algunos con pantalones prestados y polos de sus primos, algunos estrenaban peinados a la moda, otros estrenaban novia nueva, yo fui con pantalones de mi primo Dumas y chaquetas de cuero de mi tío del mismo nombre, el amargo humo de los cigarrillos se paseaban por todo la casa, y en la puerta principal estaba un negro fornido haciendo su destinado trabajo lo mejor que pudiera, comentaban que sería la gran quinceañera del barrio, las resentidas muchachas querían que ella nunca llegara a la fiesta, finalmente se marcharon resignadas. Sus amigos del popular colegio Pardo, llegaban en mancha, hubo tanta gente en la casa de quinientos metros cuadrados de una sola planta, llegados de todas partes. Poco antes de las once llegó radiante, bajó del automóvil crema, la muchacha gustaba bailar y lleno de efímera hermosura, orgullosa bajó caminó. Fue entregado oficialmente al público, bajo el marco musical del Danubio Azul, los muchachos fascinados por la tan renombrada muchacha la miraban aunque todos no la admiraban pero reconocían que era bonita y hasta poseía cierta fineza, que estaba buenaza, sus caderas nos invitaba naufragar deliciosamente, Manolo grito a sus amigos que ella sería su novía, Carlos el más atrevido de la promoción de Pardo decía que era ya su novia, esa noche nos lo demostraría, mientras Pepe y Lucho intercambiaban trompadas en el ángulo de la sala grande al calor del vino chinchano, la sorprendente figura de una muchacha de cabellos de oro como la que parecía en las invitaciones, nos hacía recordar que se trataba de una chica hermosísima y realmente no lo era. Seamos conscientes con esta muchacha, cuyo
recuerdo perdura en la mente de los muchachos que fuimos. Solamente su escotado pecho y caderas proporcionadas podremos recordar ahora.
A la medianoche empezó el baile oficial, después de un breve discursillo halagador y barato del padre. El anciano padrino bailó con la muchacha de ojos café y moño en los cabellos lacios. Luego empezaron los demás. Resbaló la muchacha estrellando su vaso de cachina de uva quebranta. Nos precipitamos en mancha a recogerla, fue el segundo más triste de esa noche, aquel segundo había sido como una eternidad, fue el segundo más largo de toda nuestras vidas, el más repudiable y triste, el más largo e interminable, el segundo que jamás olvidaremos, el segundo trágico de aquella noche de cumpleaños, el segundo más humillante que hayamos vivido, el segundo que marcó el comienzo de nuestro unánime y doloroso fracaso, el segundo que me empuja recordar y contar este cuento, suficiente instante para que un hombre gordo de negras uñas fuera a auxiliarla, rozando con su enorme abdomen, los bolsillos repleto de dinero, mecánico de autos, propietario de un tallercito, una flota de automóviles y una emisora pirata, al encontrarse sus miradas de rana se prendió de la muchacha, amigo de Cinturita, bailó con la muchacha ante la mirada azorada de todos nosotros, era el comienzo de la más grande humillación de toda nuestra vida, de nuestra juventud, del sueño, del trago, mientras que la famosa pieza musical de rock de los hombres G vibraba cada vez más estridente, el gordo bailaba muy bien, algunos mozalbetes se burlaban, ella no reparó en nosotros, al maldito viejo terminamos por odiarlo, el viejo gordo que tantas veces había estado sentado en su sillón de su casa conversando con su padre, con aire de burla, nos miraba con el rabillo de ojo izquierdo. Pusieron la segunda música del día siguiente y volvieron a bailar, el hombre la miraba con sus ojos de zorro viejo, divorciado por cuarta vez, un polígamo, casi llegaba a los cincuenta años, con más de once hijos. Tenía la vieja costumbre de bailar con alguien, al ver a una mujer bailaba con ella, si ésta, inocente víctima de la circunstancia aceptaba bailar por tercera vez consecutivas era su inminente víctima, su novia y mujer. Esta muchacha sin sospechar las artimañas de este viejo seductor de barrio había resbalado casualmente, nunca se negó bailar con este viejo de encallecidas manos, era el típico hombre barato chinchano de buen corazón; uno de los últimos sementales que todavía vemos en Chincha, andaba quizás buscando la mujer de su vida, una mujer con quien hacer el amor y hasta inmortalizar su oscuro estirpe sin importancia.
Tuvimos que batirnos en franca retirada, heridos en nuestro amor propio, habíamos sido vencidos por un infeliz viejo, habíamos perdido la batalla sin saber que estaba compitiendo.
Esa noche las catorce piezas de baile sin parar había dado nacimiento a un amor casual que se tradujo en su primer beso de esta muchacha a la vista de todos nosotros, las apuestas terminaron en golpes, sangre, dolor y largas lágrimas, para muchos, aquella noche fue el recuerdo más amargo de nuestra adolescencia, para otros la humillación más grande e imborrable perpetrado por aquel viejo gordo y deforme, para muchos su primera borrachera, para otros su primera desilusión, y quizás tardaríamos mucho en darnos cuenta que la vida no es una simple apuesta de una noche, sino de toda la vida, nosotros recién empezábamos
y podíamos beber esa derrota, con experiencia, la vida nos enseñaría a todos, que muchas veces no existe el amor, algunos se fueron llorando, pero los nueve estuvieron más allá de todos, nunca supe cuando terminaría esa fiesta.
Al llegar las tres de la madrugada algunos estaban en pie, otros tirados, sin embargo estaban bailando, algunos se marcharon olvidando degustar la torta, se deslizaba la conversación, mientras él impregnaba el segundo beso, ella abría los pétalos de sus labios para beber el primer néctar amargo que la vida se encargaría de recordarle, el primer beso de su adolescencia, era ya una mujer, las apuestas ya no estaban en pie, todo había terminado, los hombres lucharon severamente por no dormirse, la fiesta continuaba, algunos bailaban sin darse cuenta, mientras el zorro aprovechaba el beso tierno de la quinceañera sin que nadie, sin que ningún hombre o muchacho se la impidiese, el piso se veía regado de nuestros sueños, de los muchachos que fuimos, siguieron bailando, cuando me alejé de allí, continuaban bailando me fui llorando como un niño por la primera derrota del amor siempre fugitivo, en esa maldita apuesta de la noche de fiesta. Así fue el zorro que siempre lograba su acometido y que mañana sería otro día, ese fue el zorro que nunca había conocido, no usaba pasamontañas para ocultar su “buen parecer” , sino que éste era un vulgar, grosero, viejo y gordo. La fiesta continuaba, nos marchábamos conversando con mis amigos, volvíamos nuestros rostros, como cuando ahora veo regadas estas tarjetas en la entrada de la vieja quinta donde vivo sin reservas de nada, se desliza en mi alma, la nostalgia que alguien más engrosará la montaña de derrotas, siempre habrá una oportunidad también para los demás.
Creo que la vida es un largo recorrido cuyo término desconocemos, ayer al llegar a esta provincia la vi caminando sola , despeinada, triste, quizás, recordando la fiesta que nunca disfrutó.
Sospechas de un pueblo olvidado
Todos Sospechábamos la existencia de un pueblo olvidado, de aquel triste villorrio subrepticio detrás de los sueños que guarda historias de muchos años de dolor y también resquicios de esperanza. Envuelto en su triste melancolía de un lejano atardecer, bajo la gélida caricia de las nieves, arrullados por los graznidos de viejos cóndores que saben a eternidad. Hija bastarda de la provincia que ha llegado hasta nuestros días arrastrando un vago apellido de su cruel verdugo, cuyo único y grandioso recuerdo fue saquear toda la riqueza que en sus entrañas guardaba celosamente, Castrovirreyna, fría, terriblemente salvaje e inhóspita. Sus telúricos hombres de nieve con rostro pétreos de muchos siglos aún se mantienen en pie en su tenaz lucha por no desaparecer, negándose formar parte de las grandes montañas de historia que leemos evocando ese lindo pasado, que todo Atlas muestra orgulloso.
Desde siempre se fisgoneaban sospechas. Se tejían largas y oscuras leyendas al respecto, cuentos de nunca acabar. Elevándose a la categoría de mito. Unos sostenían que se ubicaba en las frías y olvidadas cumbres de los andes, por donde hace más de cuatrocientos años, el Demonio de los Andes, cumplió la ordenanza divina, perennizando dolorosamente su descendencia, cuya herencia convertidos en hombres de carne y hueso, viven arrostrados al frío que los convierte en oriundos repugnantes ante la sociedad, que fácilmente olvida las heridas causadas por la filosa hoja de la infamia.
Lo leí en un artículo publicado en el New York Times estadounidense, la solitaria existencia de un pueblito cuya sorprendente desaparición de niños la primera semana de agosto había terminado poblándose de gente que apenas superaba tres
apellidos comunes, considerada sobrenatural e inexplicablemente humano, había concluido, simplemente que, de un tiempo a esta parte, empezaron agudizarse los inexpugnables comentarios por el grave detrimento de los visitantes sin ninguna elucidación.
Idolatraron en un período a una carcomida y vetusta mórbida piedra. Cuentan las viejas que penosamente se arrastran, es ahí donde Cristo sentó a descansar, con uno de sus ojos acariciaba las gruesas piernas de las muchachas vírgenes, con la otra no perdía de vista las piedras preciosas y magníficas que nunca nos importó. Era el Cristo obsceno que ellos conocieron, de hablar raro, sosteniendo en la mano enhiesta algo como forma de libro, con la otra apuntando un trozo de hierro que vomitaba fuego. Consumando de la mejor manera su habitual pillaje, se marchó y nunca más han vuelto a ver al Cristo impúdico, barbudo y pestilente.
Selló el recuerdo que hasta ahora perdura en la memoria de sus hombres. Al poco tiempo, misteriosamente despareció la piedra, surgiendo en su lugar, una gran cruz de madera, tallada con verdadera monstruosidad, asentada sobre una atalaya que llega a los curentaynueve metros de alto, donde doblan las campanas cada crepúsculo de fin de semana, reuniendo a los hombres, de hinojos elevando sus duras jaculatorias al cielo que hace tiempo dejó de interesarles. Precisamente es de la torre que quiero contar y algo más.
Otros perseverantes afirman que los hombres de aquel pueblo siguen viviendo suspendidos en el pasado, reverenciando a los sanguinarios apus, que los viejos llegaron a conversar en noches pasadas. Nunca lo vieron. Hasta del mismo presidente se había olvidado. Mucho más razón de estos habitantes de tradiciones milenarias.
Lo cierto es que se trataba de un pueblo desconocido, algunos futuros antropólogos de las grandes universidades limeñas pugnaban por conocerlo, no por su rica arqueología y salvado grandioso, no la tenía absolutamente, era un pueblo miserable, donde la indigencia moraba revelando los colmillos más fieros, sino por lo folclórico, igual que en todas partes nos ven, solamente nos quieren por lo folclórico que parecemos y no realmente por lo que somos, pero esa es ya otra historia.
Decían que tenía un nombre que quizás sea el mismo, que aparece en el Atlas, mejor aún, un nombre impronunciable que ni en los lugares de tercera categoría tiene lugar. Desfilaba el chisme barato más inverosímil jamás sustentada, se trataba de un ignoto pueblo con proscritas costumbres y ocurrencias prodigiosas teñidas de sangre, con habitantes que todavía no han inventado a qué clase pertenecen, indudablemente a la novísima clase, como en las grandes ciudades suelen llamarlo ciudadanos de tercera. Se trataba de un pueblo, cuya historia se remontaba a muchos siglos de olvido, habitada por una clase de hombrecillos que batallaban por alargar sus días y resistían penosamente el inexorable exterminio de este maldito mundo sordo, salvaje y cruel que no absuelve a los quispes, los
cancharis, los santiagos, los mamanis, como si apellidarse así es un pecado. Este pueblo no despertaría tanto interés, sino porque en cada fiesta patronal que realizan la primera semana de agosto de cada año fueron marchándose los hombres de otras castas. Era un pueblo vestidos de árboles que apenas llegan el metro y medio de hojas anchas, en cada invierno antes del mediodía se dibuja huellas de algunos pequeños duendecillos, barrigones y alegres, tras una pelota bermellón corren en las noches de invierno, acaban berreando al ver desvanecer sus parientes. Dicen que son las personas transformadas en menudillos personajillos constituyendo un pueblo subterráneo que nunca más verán la luz del día.
Cuando conocí en agosto del año pasado antes de partir a Europa. La gente aún se mantiene en pie, los perros a ladrar, los animales salvajes a vagar por las estepas friolentas de las crestas de las punas, hablan el misterioso idioma que en los
manuales de la constitución aparece, mirada con desdén, es probable que todo eso haya mutado de aires, es probable que se llama Huamatambo pero cada año siempre sucede lo mismo, la torre, esa torre de barros y piedras los ampara fundidos, como algo que guarda una vida, un suspiro oculto que duerme envuelto en la sábana tibia del tiempo que ahí parece haberse detenido.
Cuenta la historia que fue construida en la misma época en que San Martín proclamaba la libertad, mientras los indios y algunos mestizos se ponían el yugo de la religión, empezaban felices una nueva vida prescindida de fatales presagios, la torre fue construida con piedras llevadas desde el río, otras grandes trasladadas de las lomas, adobones que superaban el cociente peso de los hombres que se afanaron a través del ayni, fue sumamente difícil, la torre no pudo elevarse, tenía un diámetro circular de cinco por cinco, con una altura de cincuenta metros según el planillo de los indios, lucharon interminables meses en erigirla, superaban los cincuenta solícitos peones, en turnos, hombres y mujeres, la torre no tendría que apoyarse ante una iglesia, como es costumbre católico, sino sobre la piedra carcomida, libre, apuntando como una amenaza al cielo, apenas superaba los diez metros se venía abajo, tantas veces sucedió este raro acontecimiento, hasta cierto día, en los primeros días de agosto, dos bacantes de apellido Canchari y Santiago, propusieron valer de asiento para la cimentación de la ansiada torre, las mujeres y los niños con mate de trago festejaron, eran los patriarcas del pueblo, pero dijeron, a cambio le trajeran las pitanzas más agradables, los más exóticos tragos, esa tarde comieron hasta saciarse como raras veces lo hacían, jamás volverían hacerlo. Completamente ebrios, se pusieron de espaladas y la gente haciendo fiesta colmarían de barro y piedra, hasta sentir el gélido beso de la muerte. Felices fueron despedidos por sus familiares, la muchedumbre abigarrada. Pronto empezaron dar gritos.
-En la fiesta de cada primero de agosto tendrán que honrarme como a un dios. –dijo agonizando Santiago.
-Además tendremos sacrificio de niños o mujeres vírgenes.-concluyó Canchari
-Claro que si hermano. –Mirando al pueblo dijo Santiago.
-Nosotros nunca lo olvidaremos queridos hermanos. –Grito el pueblo en coro.
-Adiós. –ambos dijeron y se abrazaron, de espaldas empezaron a desparecer bajo la tierra, hasta que una atroz asfixia interrumpiría sus vidas.
Se oyó una gran voz al desaparecer ellos bajo tierra.
- honraran como a un dios nuestros nombres y a nuestros hijos. –sentenciaron mientras desaparecían para siempre esos infelices, encontrándose con una infinita e irreconocible oscuridad.
Esas palabras taconearon a burda candonga ebria. El pueblo se pernoctó en su regocijo, homenajeando la culminación de la torre alta con techos de tejas rojas y paredes blancas como la nieve que la corona cada vez que llega el invierno. Esas intimidaciones al principio nunca concibieron esos hombres. Más adelante pagarían con sus vidas al faltarle sus promesas a esos que ofrendaron sus vidas por amor a esas tierras, a esos cerros, a esas plantas, a esas arroyos que corre por los campos y laderas al pie de los empinados y negros cerros.
Logrando llegar a los cuarenta y nueve metros de alto, la gente festejó y la celebraron hasta cuatro días de fiesta, dejando adorar a la maldita cruz de piedra ahora todo tenía sentido para ellos, empezaban una nueva historia, todo era tan reciente, en la solemnidad de la fiesta el alcalde del lugar, enemigo de los Santiagos y Cancharis, se olvidó celebrar esos sacrificios, fue el primero en pagar con la desaparición de su mujer, más tarde pagaría con la partida inexplicable de su primogénito, disolviéndose toda su familia. No hubo descendencia.
Así cada año desaparecía alguien, asombrosamente, nunca, un Canchari y un Santiago había desaparecido, resulta que el pueblo a estas alturas solamente viven esos apellidos, los habitantes de hoy casi todos llevan el mismo apellido, por las venas corren la sangre de esos individuos que cada atardecer del último día del invierno pasean por el pueblo en gradas, bebiendo el licor amargo de la inmolación.
Escuchando el doblar de las campanas.
Juegan a la pelota y desaparecen hasta el próximo invierno. La gente todavía adora a Dios.
En cada fiesta alguien partirá. Alguien no volverá a casa.
En la fiesta del próximo año, no volverán bailar esos huaynos, quizás nunca más vuelva a la fiesta cada agosto, pero lo llevo en mi corazón, eso fue lo que supe de este pueblo, donde seguramente ya no hará falta saber porque lo llamaron así, y en cada invierno el pueblo se viste de negro, sus crestas se coronan de blanco como las nieves y las caricaturescas moraditas se ven a lo lejos, y a lo lejos no volveré a Huamatambo, aunque mi corazón palpite por retornar.
Una Tarde de Junio
No pudimos viajar a la Argentina, porque desgraciadamente no le otorgaron permiso a mi padre. Ya sabrás lo que pasó. Queríamos ver en vivo y en directo el final del campeonato Mundial, Argentina 78, estallábamos en alegría y mi madre en llanto como descendiente de Argentinos, temía que sucediera algo grave, peor todavía, que ¡Argentina perdiera!.
Al menos quedaba la posibilidad de verlo en las pantallas, -no es igual, -dijo bajito mi padre. Era un consuelo.
Mi padre era abogado de carrera, había logrado ciertas comodidades, defendiendo a mafiosos y al mundo del hampa.
Ese día, insistí no ir al maldito colegio, pronto sabrás porque maldigo al colegio, mi madre quedó sola en casa, la muchacha se fue de permiso para encontrarse con su enamorado. El buen viejo fue a regañadientes a la oficina con la intención de retornar temprano y todos disfrutar en nuestra sala.
Minutos antes del mediodía tocaron la puerta, salió mi madre a ver quien era. Unos jóvenes altos, fornidos y de buena presencia, estaban bajo el porche del Portón de madera, extendieron una misiva escrita, donde podía reconocer a simple vista la letra y firma de mi padre, hasta ahora la tengo guardada en mi Escritorio como un recuerdo que me hacer reír, estaba escrito: “Libertad, amor, entrega el televisor a estos muchachos, son los hijos y sobrinos de mi jefe. Hemos decidido ver el final del partido, aquí en la oficina, tu Alfredo que te ama”, la firmaba mi padre, no había duda, los muchachos sólo atinaron saludar y despedirse al partir, extrañada mi madre entrego el televisor sin hacer alguna pregunta, enviándole unos deliciosos dulces, para mi padre y sus compañeros. Apenada e incómoda se quedó en casa al no compartir esa mágica final, bajo los brazos del hombre que tanto amaba. Dieron las dos de la tarde. Escapé del Colegio. Llegué a casa antes que comience el partido. No estaba el Televisor, sorprendido, pregunté a mi madre, respondió que mi padre había enviado a unos muchachos por ella, me mostró la nota, empecé odiar a mi padre. Sonó el Claxon musical del Chevrolet a quién cariñosamente llamábamos Toribio, salí a la calle, era mi padre, no le dije nada. Entró apenas acariciando mis cabellos, fue directo al lugar donde siempre permanecía el televisor, miró a todas partes sin decir una palabra, tornó a mirar varias veces. Salió mi madre, sorprendida se besaron. El buen viejo reclamó por el televisor. Mi madre, respondió que la próxima vez no entregaría a nadie, sino viene él mismo, -de que hablas mujer, -respondió mi padre.
-De los muchachos a quien enviaste por el televisor, solamente entregué porque eran los sobrinos de tu jefe.
Mi padre segado por la cólera no almorzó, despotricando a todas partes se resignó escuchar la transmisión radial. Mi madre sólo atinó a llorar.
Nos habían robado nuestra más grande ilusión de ver el final del Mundial, pensé y maldije a los ladrones, ¿porque no postergaron su robo para el día siguiente?, después de llorar en mi habitación terminé por dormirme.
Nunca dimos parte a la policía abrigando el temor que se burlaran de la ingenuidad de mi madre. Ella tenía cierta reputación entre las amistades.
El final la ganó los argentinos, mi madre estaba feliz. Mi padre había comprado otro televisor. Yo todavía no me había repuesto del todo. Aún estaba dolido. De pronto nos enteramos que estaban inaugurando el Circo de Moscú, con malabaristas, payasos, y animales salvajes traídos de la Sibería.
Fuimos todos a ver la llegada de todo esta parafernalia circense.
Mi padre dijo que iríamos a la primera función, en el palco, para codearnos con la gentes que sí sabe de lo que es el arte.
Escuché y no dije nada.
Al entrar a casa, no estaba el Auto de mi padre, dimos varias vueltas alrededor manzana, al fin mi madre encontramos una nota, “Ya se lo devolveremos, hemos tomado prestado para una buena causa”.
Esta vez dimos parte a la policía.
Desesperado mi padre puso aviso en todas las emisoras de la capital, y los periódicos.
Su jefe en persona dirigió la búsqueda.
Toda esa noche no dormimos, velamos por nuestro amigo Toribio.
Al día siguiente continuo la búsqueda, fuimos almorzar al Restaurant de mi tía Julia. Al doblar la esquina que daba a nuestra casa, el automóvil estaba intacto en su lugar preferido, mi padre corrió y lo llenó de besos, igual hicimos nosotros, pues era lo primero que vi al nacer.
Dentro de la Guantera, habían dejado, una nota, “Gracias por su automóvil, y discúlpenos por los malos momentos que los hemos hecho pasar, la hemos utilizado para hacer la publicidad de nuestro famoso Circo Ruso, y en señal de nuestro agradecimiento le dejamos diez boletos en palco, para la inauguración de esta noche, más este auto deportivo en calidad de prestado por tres días”
La ambición de mi padre eclipsó el reclamo policial, cediendo paso a la maldita ingenuidad.
Recuerdo que amábamos el fútbol y el Circo.
Mi padre corrió por su parentela, hubo mucha alegría en casa.
Llevamos palomitas y dulces, cerramos la casa, confiados, hasta la muchacha, desgraciadamente fue con nosotros.
Estacionamos el Auto amarillo, en la Playa del Circo, orgullosos bajamos, mi padre había invitado a su jefe al circo. Nunca habló de donde había sacado tan fastuoso Deportivo..
Su jefe fastidiado y con fina envidia bajó e ingresamos presunciosos al Circo.
Nos deleitamos durante toda la función, algunas amigos elogiaron a mi padre, por tan lindo deportivo, mi padre no dijo nada, se limitaba a asentar con la cabeza. El Alcalde de Lima lo saludo efusivamente como nunca lo había hecho.
Gozamos como nunca, hasta creo que nos hizo olvidar el partido que nunca logramos verlo en vivo.
Pasada la medianoche, terminó la función, el mismo jefe del Circo felicitó a mi padre por haber adquirido diez boletos, pues éramos una familia que sí sabíamos apreciar el arte circense, respondió mi Padre, orgulloso sin recordar la extraña invitación.
Raudamente volvimos en el auto suministrado por unos desconocidos. Extrañamente mi padre conducía con una ingenuidad que nunca más volvería a verlo. Mi madre no podía contener sus nervios, no sabíamos porqué, algo sucedería. Llegamos a casa y al ingresar, la puerta se abrió sola, no había nada en casa, no estaba el auto rojo de papá, solamente un papel, escrita con tinta de color rojo, decía, “Gracias por haber hecho el ridículo”.
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