No se dejó caer desde el árbol, aunque tal vez así pareció a los ojos de todos. El viento la desprendió y la fue llevando, caracoleando, sin oponer resistencia, presa de una euforia incomprensible, cobriza en la superficie que da al sol y verde aún en el reverso.
Rozó la superficie rugosa de un tronco cercano y se encogió con una interminable sensación de dolor mientras veía alejarse de manera inexorable, irrecuperable, el lugar del que había pendido hasta entonces.
Cayó con liviandad a un costado de la huella apelmasada y cuando quiso tomar conciencia del entorno, una bota de suela siniestra impuso su peso y condiciones, pisoteando sus aspiraciones de libertad en un compás de cinco o seis golpes rítmicos.
El anciano se inclinó cansado al cabo de algunos pasos, quitó la hoja amarillenta de la suela húmeda de su calzado y reflexionó en voz alta: “todo un símbolo de mi vida, una existencia sin brújula, llevada por la simple arbitrariedad de las circunstancias" y sonriendo con amargura concluyó, "no hay vientos favorables para el que no sabe hacia dónde va”.
Las sombras del crepúsculo extendieron sus brazos para apoderarse del viejo, quien percatado de ello, reunió un minúsculo montón de hojas secas, las cubrió con astillas y cortezas secas, y con un fósforo semi gastado encendió una fogata para calentarse del frío prematuro de un otoño ya entrado en ocres.
|