Basilio J. Sasián estaba preocupado. Mangadaxo, que desde hacía ya cientos de años era una especie de patria literaria, afrontaba una situación adversa. Si bien era habitual que todos tuvieran un hàbito de lectura asombroso, Sasián comenzó a notar conductas diferentes, especialmente en los jóvenes.
Basilio era un escritor con ideas modernas pero utilizaba un vocabulario antiguo, formal. Solía aburrir a jóvenes con su modo de contar historias pero al mismo tiempo los cautivaba con sus historias extrañas, raras, de submundos, filosóficas. Había ganado el “Mangadaxo literario” el año anterior. Al obtener ese premio, que implicaba el pedestal más alto al que podía aspirar un escritor, su misión sería seguir promoviendo la literatura en Mangadaxo y conseguir un jóven talentoso a quien nombraría su discípulo. Éste, a partir de esa denominación, sería estimulado con becas escolares para poder convertirse en un gran escritor.
Basilio, desde que había ganado el premio, no conciliaba el sueño al no poder encontrar un “discípulo”. Fue con esa incertidumbre de no hallar al indicado, cuando comenzó a advertir la crisis literaria en Mangadaxo. Decidido a revertir esa detestable situación, se inició en la búsqueda, ahora sin tantas pretenciones, de un discípulo que fuese digno de ser nombrado como tal. Las idas a las escuelas se hacían cada vez más tediosas. Nadie parecía tener intensiones en querer sumarse al mundo literario.
—Basilio... ¡Viejo aburrido! —escuchó en reiteradas ocasiones.
¿Viejo aburrido? ¿Ese será mi problema? —se preguntaba siempre mientras regresaba a su casa—. Durante años había cautivado a los jóvenes con su literatura extravagante y quizás era la hora de cambiar su estilo. Pero pensaba que sin ese estilo toda su obra creada en base a estudios extensos, se vería totalmente frustrada y esos pendejos no tenían por qué modificar todo su esfuerzo. Él era el pensador y el que había estudiado, y si a ellos les parecía un simple “viejo aburrido”, era cuestión de aceptar que las cosas cambiaban, pero sabiendo que él tenia la razón y no así ese conglomerado de mentes pequeñas totalmente ignorantes.
El asunto era que si no conseguía a su discípulo, perdería el prestigio del premio y eso seria una literal confirmación de que Mangadaxo ya no comprendía su obra. Un día, luego de otra frustrante visita a una escuela, decidió ir a una de esas librerías que tanto detestaba: aquellas que venden libros en el mismo lugar donde ofrecen plasticolas, gomas de borrar, lápices y demás útiles escolares. Estaba seguro de que allí encontraría el modo de comprender porque su literatura estaba dentro de los parámetros de “aburrido”, según los jóvenes.
Apenas llego, decenas de ojos posaron sobre su nuca con un gesto de asombro. Ignorando tal insinuación de sorpresa por parte de todos, caminó en paso decidido hacia el mostrador.
—Basilio J. Sasián, un placer recibirlo —expresó en tono de repugnante adulación, el chico que atendía el local.
—No es mi placer estar acá, créeme. A ver... dame uno de esos libritos que más compran los jóvenes.
—Acá tiene el que más llevan, “Mil historias simples” de Alan Moore.
—¿Alan Moore?
—Es muy vendido, es un jóven escritor. Sale treinta pesos.
Palpó sus bolsillos, agarró su billetera pero al abrirla no encontró nada más que papeles. Disgustado, pidió que se lo reservaran y fue en busca de dinero en el cajero automático que quedaba a la vuelta de la librería.
Mientras seguía pensando...¿Aburrido? ¿Aburrido? ¿Me estoy poniendo viejo y aburrido? Era la segunda vez que iba al cajero y la primera vez que lo hacia solo. La maquinita le pedía: “Ingrese su tarjeta” y él la ingresaba; “Pin de seguridad”, y el lo colocaba...¡Este es el vocabulario pobre que han adquirido los jóvenes! ¡Todo es sintetico, conciso, nada de andar explicando todo de manera extensa! —gritaba dentro del cajero, en un tono en el que parecía haber descubierto algo revolucionario—. Consciente de que el mundo se había “sintetizado”, o mejor dicho que la tecnología lo había sintetizado, hipotetizó que podría ser esa la razón por la cual los jóvenes de Mangadaxo habían perdido el interés en sus escritos.
Una vez de vuelta en la librería, pagó los treinta pesos, agarró el libro, lo colocó con fuerza debajo de su brazo y salió pegando un portazo que hizo que todos volvieran a fijar sus ojos en él. Una vez que llegó a su casa, se sentó en la sala de lecturas, que estaba rodeada de estantes altísimos llenos de libros que hacían la historia de Mangadaxo. Lo hojeó... y empezó por el tercer cuento, “Agente Berloc”. Rió ante el contagio “yanqui” que tenía ese título.
—Agente, Agente —ironizaba— ¡Eso esta trilladísimo!
La historia era sencilla, con un poco de enredo psicológico que se quedaba en la ilusión de ser algo más interesante y fracasaba en su intento.
Punto. Coma. Punto. Situacion. Se levanta. Se va. Abre. Cierra. ¡Todo es una secuencia de mierda! —analizaba—. ¿Dónde...dónde quedó el parafraseo literario de vocabularios poéticos e historias procesadas a las que Mangadaxo nos tenía acostumbrados? ¡Malditos nuevos escritores!
Dentro de su negación a la literatura de Alan Moore, se escondía la intriga de conocerlo. Entonces, dejando un poco de lado su ego destruido, buscó en la guía telefónica el numero de Moore.
—¿Alan Moore?
—Sí, soy yo ¿Quién llama?
—Soy Basilio J. Sasián. Te llamaba por...
—¿Usted? —interrumpió— ¿Realmente es Sasián?
—Sí, querido. Mirá, quisiera contactarme con vos...estuve leyendo tu librito. ¿Podrías venir a mi casa mañana a las siete de la mañana?
—Si, dígame la dirección. Pero...¿A las siete de la mañana?
—Oroño 1543. Si, a las siete de la mañana, es el único horario que tengo disponible.
Esa mañana, Alan Moore se sentía el hombre más gratificado de todo Mangadaxo. Contrariamente a la generación moderna, admiraba a Sasián, aunque no lo evidenciara en sus obras.
—Alan Moore, encantado de conocerlo —dijo mientras estrechaba su mano.
Sasián no respondió al gesto del saludo y lo invitó a sentarse en una silla situada al lado de él.
—Necesito un discípulo para seguir en la lista de los “Mangadaxo literario” —dijo Sasián.
—¿Y en qué puedo ayudarlo al respecto?
—Mirá, tu literatura me parece una mierda. Obviás todo el vocabulario estudiado al que yo intento promover con mis obras... pero sos el best-seller de la juventud. Contesame algo, ¿Qué es la literatura para vos?
—La literatura... es un desierto. Es un desierto lleno de oasis por descubrir. Cada oasis será una historia, y está en nosotros, los escritores, convertir ese desierto en un oasis eterno.
—¡Maldito copión! ¡Eso lo dije yo hace cinco años en una conferencia!
—Lo sé, porque yo fui quien le hizo esa pregunta.
—Y vos me respondiste que ya los desiertos ni los oasis les importaban a las nuevas generaciones.
—Pero tenía catorce años y no entendía nada de su literatura —expresó desesperado Moore.
—No importa... ya me destruiste el ego una vez. No voy a hacer un acto de total bajeza al nombrar como discípulo a alguien que supo refutar mi definición, y en su obra hizo una burla a mi excelencia literaria.
—Tenés que descubrir nuevos desiertos —dijo resignado Moore—, mientras se marchaba dejando el ego de Sasián sin palabras poéticas ni discípulos que le permitieran seguir en el pedestal.
10 de diciembre de 2006
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