No voy a decir que no era linda pero tenía las manos grandes como un minero, los hombros anchos y robustos, y la frente amplia. No voy a decir que no era linda porque tenía unos labios gruesos como palmitos, gruesos y morenos y bermejos y besaban como si un capullo te tragara la boca. Tenía los ojos brillosos, pequeños, redondos, y brillaban como dos farolitos en esquina tormentosa. Era una mujer de barrio, con olor a cebolla y verduras en los dedos, con la bombacha amontonada en los rincones, con la pollera acomodada a los apurones de la rutina. Era linda.
Su padre era un hombre de frente amplia, como ella, con las cejas fruncidas en la naciente de la nariz. Era de espalda expansiva, retacón, de piernas cortas y pies pequeños. Tenía siempre los dedos llenos de mugre, las uñas negras por el carbón, la grasa de los pollos, la carne, los chorizos. Trabajaba en una brasería. No era malo, era tímido, enredado con sus emociones, pero nosotros pensábamos que era malo.
Eran aquellas tardes en que ella lo ayudaba, lo ayudaba desde la mañana hasta entrada la noche, a prender el fuego, a echar el carbón, a embadurnarse las manos de ajo, pimiento y perejil para preparar el chimichurri. Andaba ella en hojotas, de acá para allá, como él, y como a él, se le llenaban las uñas, los dedos de negrura y polvo.
No hacía mucho que nos conocíamos. Estábamos en pleno punto, en el punto culminante de la expansión sexual y lo hacíamos por todos lados. Donde se nos ocurriese, donde nos viniesen las ganas. Pero el viejo, ahora, se había empecinado, por capricho o necesidad, de que ella la ayudase y se la pasaba todo el día junto a las brasas, salando pollos, salando tiras de asado, o trenzando chinchulines. No nos dejaba solos, nunca.
Cuando nos olvidábamos de los prejuicios y de los clientes y nos enredábamos a los manotazos y los besos junto a la parrilla, él nos miraba fijo y raro y medio entrecruzado. Nos miraba así y nosotros nos deteníamos y seguíamos cada uno con lo suyo. Yo también ayudaba, era el precio de estar junto a ella.
Con el viejo no hablábamos de nada, cada tanto me pedía que le lea el horóscopo, o las efemérides en el diario, y yo se las leía, pero nada más. No había comunicación entre nosotros. A veces yo sentía que entrábamos en un estado de armonía, silenciosa, pero armonía al fin, por ejemplo cuando yo ventilaba el fuego y el le agregaba la leña. Yo movía la pantalla de cartón, movimientos amplios, dilatados, y él agregaba leña con la pala, estábamos los dos en silencio, pensando en otra cosa, pero sostenidos por nuestras presencias mutuas. En esos momentos me sentía bien con el viejo, pero de palabras, de palabras nada.
Cuando aparecía ella, que venía del baño, o del cuarto del fondo, el viejo se ponía como incómodo y como habíamos agarrado la costumbre de trenzarnos a los besos por todos lados, el viejo se hacía a un lado y daba vueltas las tiras de asado, por darlas vueltas nomás porque en realidad no hacía falta, y después nos pedía algo, a mi o a ella. Nos cortaba el beso con esa voz ronca y oscura. Oscura como es el sonido de un auto a través de un callejón en una noche de tormenta.
Nosotros pensábamos que era de malo, pero lo hacía de nervioso el viejo. No sabía donde meterse cuando nos besábamos. Parecía malo. Las cejas peludas, espesas, tupidas contra la naciente de la nariz, haciendo sombra a dos ojos rojos y cansados, como si los estuvieran pinchando o apretando desde adentro, en el alma digo.
El humo envolvía todo el salón, como una niebla sobre el mar, como una bruma sobre la ruta, el viejo echaba carbón al fuego, yo limpiaba la parrilla, con un papel, ella salaba unas tiras de asado. Yo miraba la parrilla y la miraba a ella. Ella miraba las tiras de carne, y la sal, y me miraba de reojo, con la saliva amontonada en el recoveco detrás del labio. Yo con el deseo horadando mis poros y esparciéndose sobre mi piel como un moho hambriento.
Besos por acá, besos por allá pero no podíamos mancomunarnos en el acto carnal. El viejo siempre dando vueltas, y si el viejo nos agarraba en esas, seguro, nos freía, o nos tiraba a las brasas.
- Ni se te ocurra
Me había dicho ella, me había pronunciado aquellas palabras la tarde en que le insinué que el amor nos esperaba en el cuarto del fondo cuando el viejo salía a hacer las entregas. Me lo dijo seria. Después sonrió como si la idea le resonara posible y después se puso seria otra vez como si el recuerdo o la sombra de algo le opacara las posibilidades. El que se había quedado con la idea atascada, rebotándole en la mente era yo, aunque a mi también me daba miedo que el viejo nos descubriese y me reventase el lomo con la pala de las brasas o peor que me revoleara alguna botella. Pero tenía muchas ganas. Veía los contornos de ella asomar a través del vestido y me volvía ciego, y torpe, y enamorado.
Sucedió una tarde. El viejo había armado cinco paquetes con pollos. Eran cinco pollos envueltos en bolsas blancas, de esas de reparto, y estaba preparando la bicicleta para salir. Yo miraba el cuarto del fondo, cada tanto, como preparando el terreno, a nivel mental por lo menos. Ella iba y venía con las manos llenas de ajo, y cebollas, algo de perejil y un frasco de pimienta. El viejo preparaba la bicicleta, acomodaba las bolsas, todo con el mismo porte de siempre, la mirada seria, haciendo surcos en el piso; los hombros anchos como un caparazón, los pies pequeños, rápidos, como piedras rebotando en un torrente de agua.
Nunca supe por qué ella se metió en el cuarto. Nunca supe si fue porque al final se había escapado de las sombras que la oscurecían y le había dado lugar a las ganas, o si de verdad había ido a buscar las bolsas de carbón con las que la encontré en la mano cuando, después de que el viejo se fuera, me metí en el cuarto del fondo. Con las dos manos le levanté la pollera, el manto de tela estampada de flores y tallos verdes, y se cayeron las bolsas al piso, y se bamboleó la heladera, y temblaron las bandejas. Se levantó un polvillo que nos pintó la cara de manotazos negros. Mirábamos para afuera, cada tanto, por si el viejo.
El viejo había vuelto, sí, cuando salimos del cuarto con los pelos enmarañados y los labios paspados, estaba el viejo dándole aire al fuego. Tenía en la mano la pantalla de cartón y movía el brazo rápido, nervioso. Caminé despacio, me entreveré en la realidad junto a la parrilla sigilosamente. Sin querer levantar los ánimos. Pensaba que cuando el viejo notase mi presencia lo que menos haría sería cachetearme. Ella, por miedo, se había quedado adentro del cuarto, en un acto obsesivo trenzaba chinchulines, como si las trenzas fuesen a salvarla de la furia del viejo.
No había duda que se había dado cuenta. Los gritos, la respiración, y los sonidos del amor que se nos habían escapado en plena maroma se habían escuchado desde el salón, junto a la parrilla. Allí estaba el viejo cuando salimos. Yo me senté a sus espaldas. A esperar, a esperar el saque.
Pero el viejo no dijo nada. Se dio vuelta, me paso por al lado, llenó la pava de agua y la puso al fuego. En silencio, no dijo nada; la cara, la de siempre, la misma cara de malo. Salió ella del cuarto del fondo, con el rostro asustado, las manos grandes embadurnadas de grasa y los ojos redondos embebidos en pánico. No estaba linda, no era la misma morena bella con la que nos habíamos amado hacia un rato, era una morena desfigurada de miedo. Lo miró al viejo, y el viejo se dio vuelta y la miró y cuando esperábamos que al fin aquello reviente solo dijo:
- Alcánzame la sal
Ella le pasó la sal. El agarró el frasco, desparramó el polvo blanco sobre la carne, dejó el frasco a un lado; tomó la pava, llenó el mate y sorbió.
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