Nos reunimos a las trece y treinta horas en la casa de Nikita. Por fin había llegado el momento tan esperado por todos nosotros. Estábamos muy nerviosos, la ansiedad de saber que sólo faltaban unos minutos para volver a encontrarnos con los organizadores de la competencia, nos hacía sentir que todo nuestro cuerpo temblaba por dentro.
Ricardo detuvo la camioneta que le había sido prestada, frente a nosotros. Hizo sonar la bocina dos veces.
- Vamos, suban. – dijo Ricardo impaciente.
Todos abordamos la camioneta, nos acomodamos y decidimos que primero recogeríamos a Chialvo que estaba a punto de salir de su trabajo.
Chialvo, como era su costumbre, caminaba lentamente hacia la cochera donde guardaba su automóvil. Pero esta vez no llegó a destino. Nos acercamos con la camioneta y cuando estábamos a su lado, José Luis bajó rápido, lo tomó del brazo y lo introdujo al interior del vehículo.
- ¿Qué pasa? ¿Quiénes son ustedes? – preguntó Chialvo sin imaginar lo que le esperaba.
- Ya vas a ver quiénes somos, hijo de puta. – le gritó Ricardo desde el volante.
Luego nos dirigimos hasta el lugar de trabajo de Bonetto y Valdano. Era justo el horario que tomaban para almorzar en el restaurante que se encuentra enfrente de sus respectivos trabajos.
Cuando cruzaban la calle, Ricardo aceleró y frenó justo a pocos centímetros antes de atropellarlos. Quedaron inmóviles. Se bajaron Horacio y Diego y los subieron bruscamente a la camioneta.
- ¿Qué está pasando acá? ¿Qué hacen con nosotros? – preguntaban a dúo como si se hubiesen puesto de acuerdo y ensayado como en una obra de teatro.
- Todavía no hacemos nada. – se escuchó la dulce voz de mi amor.
Doblamos a la derecha y fuimos directamente hacia el club, más precisamente a las canchas de tenis, donde se encontraban Vicini y Ferrero jugando un partido de dobles con otras dos personas.
Nos bajamos Ricardo y yo. Cuando llegamos hasta donde estaban estas personas, las tomamos con una mano de los cabellos y con la otra de la muñeca de la mano con la que sujetaban la raqueta, para que no puedan golpearnos.
- Disculpen caballeros – dije dirigiéndome a las otras dos personas – pero deberán seguir jugando ustedes solos. Los señores se tienen que ir.
- ¡Ah! – dijo Ricardo – Piérdanse las pelotitas en el culo.
Continuamos la marcha. Pasamos por la oficina privada de Díaz. Entramos sin pedir permiso a nadie, incluso cuando su secretaria nos quiso detener, José Luis la miró de una manera que se calló de inmediato. Cuando Díaz vio la cantidad de personas que éramos, ni siquiera ofreció resistencia.
Solo faltaba Capitani y recién eran las dos y cuarenta y cinco. Lo habíamos hecho en menos tiempo del planeado por Nikita y por mí.
A Capitani lo tuvimos que ir a buscar a su domicilio en las afueras del pueblo. Habíamos llevado un trozo de carne para distraer al perro que custodiaba su residencia. Una vez que el perro cayó en la trampa, nos fue muy fácil ingresar y capturarlo, ya que como su guardián no había ladrado, no se imaginó que estábamos dentro de su casa.
Ya estaban todos en nuestro poder. Volvimos al pueblo a continuar con nuestro plan.
Nos detuvimos frente al canal de televisión. Yo me bajé y hablé con Soricetti para que comience a invitar a la comunidad a la reunión en la plaza principal.
- En la radio me bajo yo. – dijo Nikita – Yo soy amiga de Pachichi.
Así lo hizo. Luego nos dirigimos hacia la casa de Faggiano, un viejo que tenía un Rastrojero modelo sesenta y tres, con el que se dedicaba a repartir vinos y de paso, aprovechando que estaba en la calle, hacía publicidad ambulante.
A los diez minutos estaba en la calle anunciando el evento.
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