Mis piernas estaban bastante entumecidas a causa de la interrupción del paso de la sangre que provocaba el arnés. Llevaba ya una hora allí colgado y estaba descubriendo que por muy cómodo que la propaganda diga que es el enguate del arnés, seguramente no han sido probados en situaciones como en la que estaba.
El silencio me tenía desesperado y me hacía sentir demasiado sólo allí colgado en la gran pared, a casi sesenta metros del suelo y sin saber cómo iba a hacer para salir del problema. A diez metros por debajo de mis pies estaba José, colgaba de la cuerda en posición casi horizontal, la espalda arqueada, los brazos abiertos a los lados de su cuerpo como si quisiera abrazar el cielo. Las piernas estaban flexionadas y las rodillas eran su único contacto con la roca. Sus ojos estaban cerrados y aún tenía una leve expresión de dolor. Le faltaba poco para llegar a donde yo estaba anclado asegurándole y cuando llegara cambiaríamos los papeles; yo seguiría hacia arriba y él se quedaría anclado en mi lugar, asegurando mi ascenso. Ese sería el procedimiento, una y otra vez, hasta superar los casi trescientos metros del “Dedo”, la elevación caliza que siempre nos apasionó y que en casi veinte años habíamos escalado hasta perder la cuenta.
Mi cabeza daba vueltas, no por mareo, sino por miedo. Una hora no había sido suficiente para tratar de encontrar una solución a la situación; cada una de las posibles salidas había sido desechada con la misma rapidez con que a José le dio el maldito paro cardiaco. Cada estrategia la había repasado más de una vez con detenimiento, pero siempre había algo que no me dejaba analizarla con claridad y calma. Primero, no había salido de mi amarga sorpresa de lo que le había pasado a mi amigo y compañero de siempre. El doctor le había dicho que mientras siguiera los cuidados que le había mandado, no había gran riesgo de que pasara algo así. ‘bien doctor, creo que se equivocó’. El tipo dejó de fumar y de tomar, se alimentó mejor; dejó de desvelarse y trató de deshacerse de algunas presiones de trabajo. Cada fin de semana pasaba a recogerme para ir a dar un recorrido en bicicleta, remo o a escalar; cosas que teníamos costumbre hacer desde que éramos unos adolescentes.
La vida parecía transcurrir con normalidad y el riesgo de una fatalidad se veía lejano; al menos para él. Mi pronóstico era incluso pesimista, puesto que yo nunca dejé mi afición por el buen tabaco y el buen vino; las oscuras horas de la noche seguían siendo mi mejor momento de creación y consuelo. Pero la vida puede jugar feo con nosotros.
Una lagrima quiso salir de nuevo y me costó un gran esfuerzo volver a guardarla para evitar que pudiera nublar mi mente y empujarme a hacer alguna tontería; si algo cuerdo quedara que me sacara del aprieto en que me había recibido la tarde.
Claro que la solución más obvia hubiera sido tomar la cuerda extra y descender sobre ella hasta la seguridad del suelo, con una parada intermedia cuando la longitud de ella lo hiciera necesario. Si, es la solución más lógica, pero nunca pensé que fuera malo permitir que José llevara tal cuerda extra con él. Yo no contaba con nada más que con mis zapatos, mis manos y algunos fisureros.
Bajar sobre la cuerda hasta llegar al cuerpo de José era la solución mejor vista por mi sentido común; arriesgado, sí, porque significaba que tendría que asegurar la cuerda al punto de anclaje, para luego descender por ella sin ningún elemento de seguridad en caso de que mis manos resbalaran o el cansancio y el temor me hicieran errar tontamente.
Lo pensé muchísimo pero siempre llegué a la misma conclusión: era lo mejor y que había que hacerlo rápido, antes de que las nubes que se asomaban en el horizonte decidieran dejarse llevar por el viento del sur y llegaran a hacerle compañía unas cuantas horas.
Las aves que huían de esa agua pasaban con rapidez y me observaban como el objeto extraño que era allí colgado, fuera de su entorno e invadiendo territorio que no es suyo. El aire se empezaba a poner frío y mis músculos hacía rato que habían perdido el calor ganado durante el tiempo que habían estado ascendiendo. Tenía que tener cuidado en mi intento, porque si confiaba demasiado en mi habilidad y mi cuerpo se negaba a obedecer, mi suerte podía ser bastante peor que la de mi compañero y terminaría deshecho en el suelo.
Procedí a asegurar la cuerda con un par de fisureros y con un breve ruego elevado al cielo me separé de lo único que me unía con seguridad a la roca. Las piernas parecieron ser invadidas por miles de insectos cuando la sangre volvió a circular por ellas. Esperé un momento a que la sensación desapareciera un poco y comencé a bajar. Eran diez metros por recorrer, pero cada centímetro me parecía muy grande y por primera vez en los veinte años de retar a las alturas sentí un miedo tan grande como las paredes de Yosemith o el Gran Cañón. Cuando me había deslizado la mitad del camino quise descansar un poco porque temía cometer un error si llegaba con manos cansadas al final de la cuerda. Tomé otros dos fisureros y los introduje en la angosta grieta, por la que había hecho el recorrido vertical, para tomar mi descanso.
Es indescriptible la sensación que puede encerrar miedo y alegría al mismo tiempo, pero también deben ser muy escasos los motivos de tal sentimiento. Cuando estuve totalmente asegurado de los fisureros y me proponía descansar un par de minutos antes de continuar, un ruido rompió el silencio que hasta entonces había sido acompañado sólo por el viento, mi respiración y mis latidos. A cinco metros sobre mi cabeza, en donde había estado anclado y de donde estaba colgado el cuerpo de José, uno de los seguros salió de su lugar y dejó caer sobre mí un puñado de pequeños fragmentos de roca. Por alguna causa que aún no logro comprender, el seguro cedió y dejó que el peso del cadáver descendiera unos centímetros.
Nunca me había sentido tan ambivalente como en ese momento; por un lado me alegraba estar separado de la cuerda ante la certeza de que el seguro restante allá arriba cedería inevitablemente; y por el otro me apretaba el pecho el saber que lo que quedaba de mi amigo caería los sesenta metros que nos separaban del suelo y entonces difícilmente quedaría algo decente para velar. Claro, estaba muerto ya, pero aún así uno no puede recibir con plena indiferencia la noticia de que al cuerpo del amigo o del familiar le pase algo malo y no pueda ser sepultado con la decencia que merece.
Además, había otra cosa que me asustaba, el que cayera y se destrozara el cuerpo no era lo peor del caso; sino que con él se iría lo único que me podía salvar del aprieto en el que estaba: la cuerda extra. Con José perdería mi transporte seguro hasta el suelo y quedaría totalmente inequipado en la pared.
Pensar en seguir descendiendo para obtener la cuerda era bastante aventurado, porque dudaba que el punto de anclaje aguantara de nuevo con el peso de los dos. Lo único que quedaba era desescalar los cinco metros que quedaban y desde allí descender sobre la cuerda. Debía hacerlo con mucho cuidado porque existe mayor facilidad de una caída cuando se desescala que cuando se escala. Es como con los aviones, subir es fácil, pero bajar es lo peligroso. Si a eso se le suma el cansancio de los músculos que habían perdido ya las condiciones para realizar tal actividad con fluidez y el miedo que no me abandonaba, debía correr con mucha suerte para lograr mi objetivo.
Quité los fisureros y traté de tranquilizarme lo suficiente como para comenzar a bajar. El primer movimiento me costó demasiado y no pude concentrarse como era debido en el lugar donde tenía que colocar el pie. En lugar de eso cerré los ojos y bajé poco a poco mi peso, tan pegado a la roca que sentí en mi pecho la textura de la pared, milímetro a milímetro y pensé que nunca encontraría el ansiado apoyo. Pero el apoyo apareció. Suspiré satisfecho y coloqué mi mano derecha un poco más abajo para proceder de nuevo con el otro pie.
Casi sentí eterno el procedimiento, pero transcurridos casi diez minutos estaba al lado de mi amigo. Volví a anclarme a la roca y luego de descansar un momento, estiré mis brazos y comencé con cuidado a retirar la cuerda del cuerpo de José. Mientras lo hacía, recordé cómo fue José quien me había enseñado todo lo que sabía sobre procedimientos de seguridad en la vertical. Recordaba cómo había sido él quien me convenció de la seguridad que podía haber en eso de retar a las alturas y dejar de vivir pegados al suelo para dominar las alturas como seres superiores.
Desenrollé la cuerda y la aseguré a un nuevo anclaje. Luego debía colocar el dispositivo de descenso en mi arnés y por el pequeño momento que me tomaría desprenderme del anclaje y pasar mi peso a la cuerda, debía tener mucho cuidado, asirme bien al mejor agarre que encontrara para mi mano y los mejores apoyos posibles para mis pies. Algo pasó. No sé qué fue, pero algo pasó. Cuando me sentía seguro y me separaba del anclaje, la repisa en la que tenía mi pie derecho cedió y apenas pude seguir agarrado de la saliente en la que tenía mi mano izquierda dentro de la grieta. El corazón estaba apunto de salirse por mi boca y mi mano me mandaba mensajes urgentes de lo poco que podría sostenerme si no hacía algo. Sentía calor en la rodilla derecha por la laceración que obtuve al perder el apoyo. En dos segundos sentí que pasó todo lo que puede pasar en dos minutos e incluso llegué a pensar que hasta allí había llegado todo. Hasta tuve la intención de darme por vencido y liberar a mi mano de la presión de tener que aguantarme.
Cuando estaba por soltarme, con los ojos cerrados, sentí una presión en mi muñeca izquierda y el peso dejó de recaer en mis dedos. Sorprendido abrí los ojos y me encontré en manos de José. El cadáver que colgaba por sobre mi cabeza me tenía asido de la muñeca y me estaba dando el tiempo suficiente para reacomodarme y asegurarme de nuevo.
Las historias de fantasmas siempre te dicen que cuando te encuentras con uno sientes que los pies te pesan y que apenas puedes dar un par de pasos mientras el grito se queda enredado en las cuerdas vocales cuando quieres pedir ayuda. A mí no me pesaba nada, sentía que estaba flotando en el aire y que no me era necesaria ninguna cuerda ni ningún anclaje, porque el cuerpo de mi amigo me había salvado de milagro.
Sin tiempo para analizar lo que había pasado, pasé el dispositivo de descenso lo más rápido que pude por mi arnés y aseguré el freno con mi mano derecha. Justo cuando terminé de hacerlo, la mano de José se volvió a abrir y yo caí medio metro hasta que la cuerda me detuvo de nuevo.
Apoyé mi frente en la pared y suspiré muchas veces mientras trataba de asimilar lo que me acababa de pasar. Cuando me volví a convencer de que no valía la pena explicar lo que había pasado, abrí los ojos y dirigí la vista hacia José para darle las gracias. Mis palabras no salieron a tiempo y cuando acababa de abrir los ojos escuché cómo los anclajes que le sostenían a él cedieron al fin y le dejaban caer. Pasó a mi lado y no pude hacer nada. Me cubrí para que ni las rocas ni las piezas metálicas del anclaje pudieran pasar haciéndome daño.
No pude hacer nada más que observar cómo se alejaba de mí y se reunía con el suelo luego de salvarme la vida.
Finalmente las lágrimas salieron y mojaron mis mejillas mientras me disponía a iniciar mi descenso. Trataba de no pensar en lo que encontraría en el suelo y reemplazaba las imágenes sangrientas del cuerpo de abajo, por imágenes cual fotografías de todas las veces que reímos juntos o disfrutamos de nuestras aventuras.
Veinte minutos después y luego de una parada, llegué al suelo y encontré a José. Sus brazos trataban aún de atrapar el cielo y de sus ojos salían dos lágrimas sangrientas que descendían por los costados. Seguramente no tendría un hueso entero dentro de su cuerpo, pero sus ojos no expresaban dolor ni tristeza. Parecía que observaba el cielo con la misma alegría y excitación con la que miraba la pared del “Dedo” cuando nos disponíamos a conquistarlo de nuevo. Por eso, no fui capaz de cerrar sus ojos verdes.
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