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Inicio / Cuenteros Locales / psicke2007 / 4º parte (2)

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Cáp. 11 – Bulen ataca

Sel caminaba delante de ellos, con movimientos medidos como los de un joven felino. Deshin le había encomendado guiarlos fuera del palacio y luego transportarlos lo más lejos que pudiera. Sel nunca había ido más allá de las montañas que limitaban la rica y cálida región de Sidria, pero al menos los dejó en la ladera sur de un monte, evitándoles el atravesar las zonas altas. Allí cerca divisaron una aldea abandonada, donde pasaron la noche a cubierto.
Ya era de tarde cuando Grenio despertó, agotado por la experiencia del día anterior. Dejaron la aldea, luego de observar los destrozos efectuados por los kishime; habían matado el ganado y quemado los silos, los humanos debieron huir antes de correr igual suerte.
Los tres descendieron por una suave pendiente de tierra gris y negra, entre árboles flacos de follaje susurrante que hacían muy agradable la caminata. Pero el kishime daba la impresión de no apreciar nada, los ojos fijos en el sendero.
–¿Hasta dónde nos pensará acompañar? –preguntó Grenio, molesto con su presencia.
A la joven tampoco le transmitía ninguna cordialidad, con sus maneras distantes y el movimiento petulante de su cabeza al mirarla, pero no dijo nada. Los kishimes de Fishiku le habían dado a Grenio la espada que quería, así que pensó que no debería quejarse; y a ella le regalaron un par de prendas, que sin tanto valor, le dieron un gran alivio al poder cambiarse luego de varios días.
–Tengo que comer algo –dijo Grenio, aunque más bien era un aviso para el muchacho. Los kishimes podían vivir del aire, pero su cuerpo necesitaba algo más nutriente–. Aunque ya es tarde –agregó enfadado.
Amelia, que marchaba a unos pasos, destapó el envoltorio que había hecho con sus ropas viejas y dejó a la vista un montón de frutas rojas como ofreciéndolas. Grenio la miró un segundo, y luego se volvió, casi indignado. Amelia no pudo contener la risa ante su gesto dramático.
–Las junté mientras dormías, todo el día –dijo después con sorna.
Sel se había detenido y los miraba, intrigado. Luego indicó:
–Hemos llegado a la cascada –anunció en tono terminante, como si hasta allí llegara su responsabilidad.
Amelia quedó extasiada al contemplar la caída espumosa de agua clara en un hoyo entre las rocas amarronadas, los árboles inclinándose suavemente sobre la superficie verde del agua. Dijo que tomaría un baño, aprovechando la transparencia del estanque, mientras Grenio iba a buscar su comida, y miró significativamente al muchacho. Sel no entendió al principio que quería estar sola, pero el troga le hizo una seña y al final se fue con él. Amelia esperó unos minutos, luego descendió entre las rocas, donde el agua había excavado sucesivos escalones a lo largo del tiempo, y probó el agua con los dedos. Estaba fría pero podía soportarla, a cambio de un baño completo como no se había dado desde Frotsu-gra.
Dejó la ropa estirada sobre la última roca y, mirando alrededor una última vez, entró en el estanque. Primero se estremeció y tiritó, luego dio unas brazadas y fue entrando en calor, y por último se sumergió. Emergió del otro lado, alisándose el pelo y frotándose los hombros, en un lugar que hacía pie y el agua la cubría hasta el pecho. Por un minuto disfrutó del baño fresco, del brillo del sol en la superficie, de las ondas que hacía con los brazos, del rumor de la brisa entre los árboles. El follaje, las frutas, el color del cielo y los ruidos, eran algo diferentes a la Tierra, pero hermosos. De repente se dio cuenta, el sonido que sentía no era el viento, sino una persona rozando las ramas al acercarse. Estaba a punto de zambullirse para ir en busca de su ropa, cuando alguien apareció en la roca encima de ella y se paralizó. Alzó la cabeza, esperando a alguno de sus acompañantes, pero para su sorpresa, el que había aparecido no era otro que Bulen.
En un momento cruzaron por su mente todas las facetas en que lo había conocido: su salvador, aún antes de saber quién era ella, el que la ayudó a escapar de los kishime que la perseguían y aparecía como un héroe misterioso e indiferente que hacía latir su corazón, luego el captor que la encerró en una extraña máquina y trabajaba para su peor enemigo, el kishime que había desatado una guerra contra los trogas y arrasaba a los humanos como si fueran muñecos. Sin embargo, no podía sentir terror o antipatía en su presencia. El tiempo pasaba y seguían en el mismo lugar, ella metida en el agua inmóvil, Bulen mirando a la joven con rostro sombrío, como quien ha llegado a una difícil decisión.
Al final, él rompió la fascinación que los envolvía:
–He venido a matarte –dijo en su lengua musical, y ella lo sintió reverberar en su mente.
Amelia retrocedió un paso, hundiéndose en el estanque verde, removiendo las aguas. Sus círculos se cruzaron con las ondas que provenían de la cascada. Bulen dio un paso sin prisa y se detuvo sobre una roca, los tobillos hundidos en el agua clara.
–¿Por qué? –protestó asombrada, luego su rostro perdió la mueca de terror, y preguntó con una calma forzada–. ¿Por ese kishime? Debe tener mucho... carisma, para que le seas tan leal, y hagas cualquier cosa por él...
–¿Por qué hablas de Sulei? –replicó Bulen, agitado.
Ahora expresaba más emoción de la que nunca había advertido en su rostro, y temió haberlo excitado más de lo necesario. Pero de todas formas, pensó mientras el desánimo se apoderaba de ella, si alguien con su fuerza la atacaba no tenía escapatoria.
–Vi como lo mirabas –prosiguió ella, mecánicamente–. Hasta me puse un poco celosa, por él podías tener afecto y en cambio a mí... Pero supongo que no sabes de lo que estoy hablando, Tobía ya me explicó muchas cosas sobre los kishime y los trogas. Ahora sé que un kishime no puede interesarse por una mujer, en el sentido de... amistad. Pero no creo que tengas que odiar a los humanos, porque somos distintos, o a mí en particular porque vengo de otro lado. Igual, veo que sí puedes sentir algo por otra persona. Lo sigues con todo tu corazón.
De repente se sintió extrañamente confiada, segura, y resignada. Bulen estaba muy confundido, ya que esperaba que tuviera miedo o que intentara huir o gritar auxilio. Además lo confrontó con sentimientos que no creía tener, que no conocía. Bulen sacudió la cabeza y aclaró sus ideas:
–Será rápido –dijo, tomando su espada–. No te preocupes.
Veloz como un rayo la tomó del brazo y la arrancó del agua, la sostuvo frente a él, chorreando, y colocó el filo contra su cuello. Amelia sintió ganas de gritar, pero estaba paralizada. Apretó los dientes, temblando, y lo miró sin querer, y ahí vio algo distinto en el brillo de sus ojos grises, un dejo de locura, de desesperación. Eran los ojos de alguien que había visto poco menos que el infierno. En su mente asomó el niño que se lamentaba porque el sol iba a explotar.
–No estás siguiendo sus órdenes ¿verdad? –susurró.
¿Acaso esta humana podía leer su mente, ver en el fondo de su alma? El secreto más terrible que había guardado, la acción más atrevida que había llevado a cabo, y ella lo sabía. Bulen enrojeció.
–¡No, no! ¡Sulei los quiere vivos! ¡Cree que puede usar el futuro a su antojo pero... ¡No sabe, no sabe! –Amelia lo miró atemorizada, porque hablaba como un loco–. Es peligroso, mortal... ¡Tengo que impedir su plan, por su propio bien! –gritó, a la vez que la soltaba.
Amelia perdió equilibrio y resbaló en el fondo limoso, cayendo al agua de espaldas en un gran chapoteo. Lanzó un grito cortado, y el estrépito espantó a los animales del bosque. Bulen saltó tras de ella, aferrándola del cuello antes de que pudiera emerger. Amelia luchó por tomar un poco de aire, pero en la refriega pudo tragar tanto oxígeno como agua.
Bulen tenía el rostro rojo, por el esfuerzo de luchar consigo mismo. Tenía que terminar con ella ahora que estaba sola, y luego ir a aceptar la furia de su jefe, porque sabía que lo estaba salvando; pero no antes de matar al otro. Vio los ojos fijos en él, sentía los movimientos convulsivos de su garganta y los arañazos en la piel de sus antebrazos. Ella se debatía entre sus manos, pugnando por respirar y expirando todo el oxígeno en su desesperación.
La humana respiró agua aunque no quería hacerlo y por un momento se quedó quieta, creyendo que sus pulmones le explotaban. Cerró los ojos a la oscuridad. Bulen estaba tan absorto que no sintió el chapoteo del otro lado del estanque, y el agua abriéndose paso hacia él. Una sombra emergió junto a ellos, la forma masiva del troga que se alzó sobre Bulen para su sorpresa. El kishime pareció sonreír un segundo copiando una expresión de Sulei, cuando Grenio lo aferró del vestido y lo lanzó contra las rocas mientras sacaba a la joven del agua con su otro brazo. Bulen pensó “ya es tarde”. De espaldas, chocó contra una roca y se deslizó hasta el suelo, el cabello cubriéndole el rostro.
Desplazando gran cantidad de agua al saltar, Grenio se paró en la orilla y depositó a la humana en el piso, de costado. Ella tosió, echando agua por nariz y boca. Al escucharla, el kishime reaccionó, sosteniéndose de rodillas medio inconsciente. Tomó la espada que había tirado antes y apoyó la punta en el suelo. A pesar del golpe se sentía bien; el agua lo reanimaba, potenciaba su energía. Comenzó a brillar y Grenio, que ya había empuñado la shala, se dio cuenta de que iba a aprovechar la humedad para que no pudiera evitar su descarga. De arriba abajo, una corriente de energía fluyó por el cuerpo de Bulen y se expandió en zigzag del lugar donde estaba arrodillado en dirección al troga.
Grenio jugó su carta, no tenía idea si iba a funcionar pero levantó la espada y la abatió a gran velocidad, cortando el piso frente a sus pies en el momento en que la energía lo alcanzaba. La roca se hendió bajo su filo sin ofrecer resistencia, disolviéndose en polvo; la energía fue interrumpida en su camino y se desvaneció en el aire con un chisporroteo inofensivo. Bulen observó espantado, porque recién se daba cuenta de que el otro cargaba una shala. Empezó a temblar, presa de un sentimiento fatídico, pero no se movió del lugar donde estaba parado. Lo afrontó con la espada en guardia al ver que el troga venía hacia él blandiendo la shala, encantado por el fulgor azul que emitía al hendir el aire, reflejando la luz del sol.
En el último momento, Grenio dibujó un arco desde arriba y Bulen lo atajó sobre su cabeza. Las hojas tintinearon y el kishime se vio empujado hacia atrás por la fuerza. Resbaló con sus pies húmedos sobre la roca, llegó al borde y dio un salto hacia la roca superior, donde crecían los primeros árboles. Grenio saltó tras él y con su hoja cortó el espacio donde un segundo antes estaba parado Bulen. El kishime se detuvo fuera de su alcance, respingó y se dio vuelta, creyendo que había sido herido por la espalda. Unas cuantas hojas verdes flotaron en la brisa en pedazos, y varias hebras de pelo rubio cayeron al suelo. El troga lo embistió de nuevo, ahora confiado, y Bulen, mientras que levantaba su espada, usó la energía para crear una pequeña distracción, un fogonazo para cubrir su retirada. Para cuando Grenio movió su shala, el kishime desaparecía en medio de un estallido de luciérnagas. Oyó un estampido seco como una botella descorchada.
Increíblemente, del aire se materializó y cayó al piso un pedazo de manga, de la misma tela que llevaba el kishime, cercenada de su brazo mientras se dispersaba.
Grenio enfundó la magnífica arma en su cintura y al volverse, vio a la joven, encorvada sobre sí misma, sus brazos rodeando las piernas y la cabeza baja. No se había movido del lugar mientras veía la pelea, su mente ocupada con los sucesos recientes, lo que Bulen había dejado escapar, y su extraño comportamiento. A pesar de estar bañada por el sol, sentía un frío que la helaba desde adentro y le erizaba la piel.
–Ven aquí –ordenó el troga, dirigiéndose a la espesura. Amelia levantó la cabeza, como si apenas notara su presencia y siguió su mirada. Una cabeza asomó desde la roca de la cual saltaba la brillante corriente de agua, y Sel descendió hacia ellos.
–Nunca había visto un kishime tan alterado –dijo Sel, extrañado–. Había algo en él, como desequilibrado...
Amelia, que se había vestido a toda velocidad y estaba terminando de alisarse el pelo húmedo, exclamó con asombro: –¿Estuviste viendo todo el tiempo?
Sel asintió.
–¿Por qué no me ayudaste entonces?
–Nunca gritaste ni pediste ayuda –respondió él, despreocupado.
Amelia bufó, irritada.
–Además él ya venía hacia acá –continuó Sel, quien había percibido una presencia kishime, fue a indagar, y sólo un rato después Grenio se percató de que estaba solo y lo siguió–. No creía que pudieras utilizar todas las capacidades de la espada, pero supongo que es Lug el que la domina.
El troga no podía estar halagado con su comentario que partía del desprecio y encima lo situaba bajo la protección de otro kishime. Ignorante del enfado que ocasionaba en ellos dos, Sel caminó unos pasos y se despidió para volver a Fishiku diciendo en tono inexpresivo:
–Aquí los dejo, debo volver a contarle a Deshin todo esto –y se esfumó en un barrido de luz blanca.

Cáp. 12 – Golpe inminente

Sel demostró tener mucha suerte al informar a sus compañeros en Fishiku. Con sus habilidades no había tardado en darse cuenta de la transformación sufrida por Bulen. Los otros dos decidieron hacer algo antes de que un par de kishimes lunáticos pusieran en peligro a toda su raza. Lo primero era brindar apoyo a los miembros descontentos del Kishu, de lo cual se encargaría Deshin. Como no querían dejar desprotegido a Sel ni quedarse inactivos, decidieron que el más joven lo acompañaría en su visita.
Al partir los ocupantes, el palacio perdió su defensa, y como resultado una parte quedó en esta dimensión mientras que otros pedazos no se materializaron, permaneciendo del otro lado.
Cuando Sulei llegó siguiendo las direcciones que había arrancado del tuké como prueba de buena fe, se encontró con unos segmentos de construcción que se sostenían en pie milagrosamente sobre la colina verde. La fachada principal, con su puerta labrada de doble hoja dorada, terminaba abruptamente en una línea diagonal, lo que permitía ver algunas columnas del interior. Subsistía la mayor parte del techo, excepto en esa esquina donde faltaba el edificio como si le hubieran dado un mordisco. Medio arbusto crecía contra una pared lateral, y el resto del follaje había quedado inextricablemente combinado con el muro. El piso interior, blanco y brillante, presentaba manchas pardas donde pasto y tierra se había fusionado con la superficie nacarada, y la escalinata por la que había descendido Grenio, acababa directamente en la tierra sólida.
Con este panorama, Sulei no se extrañó de no percibir ninguna presencia. Sin embargo, poco después su sirviente le llamó la atención sobre un detalle. Justo donde comenzaba la pared exterior, se podía distinguir la mitad superior del cuerpo sin vida de un animalito gris, peludo y de cuatro patas.
–Ya veo, Zelene –asintió Sulei–. Para quedar en ese estado, este aplastamiento repentino debe haber sucedido hace muy poco tiempo, sino la tierra ya hubiera absorbido su cadáver.
Tal vez había llegado tarde para demandar que se le unieran o para terminar con ellos en caso de que se negaran. Ahora tendría que esperar que los acontecimientos le dictaran qué bando habían elegido los últimos habitantes de Fishiku.
–Bien, ya terminamos con nuestros preparativos –le indicó a Zelene, que en silencio esperaba órdenes–. Vamos a encontrarnos con Bulen, y seguir el camino de nuestras fuerzas hacia Frotsu.
Zelene siguió a su amo Sulei en su transporte hacia la cueva donde Bulen debía estar esperándolo con todo listo.
Grande fue la sorpresa de Sulei cuando al preguntar por él, el sirviente que estaba vigilando el artefacto negro le contestó: –¿Bulen, señor? Hace un rato dejó este lugar.
El sirviente continuó explicándole que el día anterior había salido sin mencionar adonde, y que al retornar traía muy mal aspecto, como si hubiera sido abatido en una pelea.
–No debe ser esa la causa, sino que ha estado usando sus habilidades y gastando mucha energía para probar el estado de este aparato. Bulen siempre se esfuerza y se preocupa mucho por mi seguridad.
El otro no quiso contradecir a Sulei con sus dudas. El comportamiento de Bulen parecía afectado en los últimos días, aunque su energía y salud eran muy buenas desde que probó la máquina. Por temor a hablar demás de un favorito de su jefe, no le contó el detalle de que lo había visto cortarse el cabello. Bulen había pasado toda la noche en vela sentado sin moverse, sin dormir ni tomar su baño, pero a la mañana lo encontró fresco y energético, aunque con el mismo rostro abstraído y sombrío. Segundos antes de la llegada de Sulei se fue.
Su jefe se había acercado a admirar el aparato completo y funcionando, para escuchar el zumbido del interior y las luces que subrayaban los símbolos sobre la superficie.
Zelene se acercó para ayudarlo a quitarse la ropa, ya que su amo estaba impaciente por probar el poder del artefacto él mismo. Mientras el sirviente le alcanzaba una bata blanca, le ordenó: –Dame tu cuchillo.
De entre sus ropas, Zelene extrajo su daga de empuñadura dorada, mientras Sulei se sentaba y descubría su muslo derecho. En medio de su perfecta piel blanca, una herida de unos diez centímetros de feo aspecto, resaltaba por la hinchazón y labios mal cosidos. Sulei apretó los dientes y cortó el borde de la herida; la sangre brotó y escurrió hasta el piso. Luego metió dos dedos en la abertura y extrajo un trozo de carne oscura y caliente que produjo un sonido de succión al arrancarla. No estaba pegada totalmente a su pierna, apenas había logrado mantener el tejido vivo gracias a su calor y sangre.
Parecía un pedazo de carne enfermo. Se lo entregó a Zelene, quien siguiendo sus indicaciones subió por una escalera de madera y lo colocó en la parte de arriba del artefacto. Después, accionó los distintos signos según le iba ordenando Sulei.
–Bien, Zelene –terminó de explicarle–. En caso de que me halle débil luego de este experimento, te diré que haz de hacer en las próximas horas. Como a la mañana está pautado que acabemos con los trogas definitivamente, es necesario que nos pongamos en marcha hoy mismo. Si no puedo caminar tú deberás preparar mi transporte. La mitad de los hombres ya está en camino, encárgate de que el resto parta a la noche luego de pasar por aquí... y deja una guardia importante en esta gruta. Por último, cuida de que Tobía llegue a Frotsu sin problemas... Tal vez obtengamos un buen uso para él.
A paso entrecortado por el estado calamitoso de su pierna, Sulei entró en el lustroso hueco de luz que se abrió frente a él. Zelene permaneció de pie junto al aparato, escuchando con atención los ruidos de variadas frecuencias provenientes de la máquina, observando sin manifestar emoción el gorgoteo del líquido en la parte de arriba y el mínimo pedazo de carne oscura que flotaba perdido.
Unos minutos más tarde, la puerta se deslizó con un soplido y algo de vapor salió por las junturas de los tubos. Sulei se tambaleó en la puerta y Zelene corrió a sostenerlo. Pero en un segundo su jefe ya se había recuperado y pudo caminar dos pasos hasta caer sentado en una otomana. Miró a su sirviente para tranquilizarlo y sonriendo le dijo: –Después de todo es cierto, Zelene. Muy pronto tendrás tu ascenso.
Ahora que tenía la esencia del troga en su cuerpo gracias al pedazo de piel y carne que recogió durante su batalla en la montaña y que había guardado con precaución todo este tiempo, se sentía y sabía mucho más poderoso. Las debilidades de su raza, como su tiempo de vida escaso y su poca resistencia física, fruto tal vez de su vasto avance espiritual, podían ser subsanadas con este artefacto que le permitía absorber las propiedades de otros seres. Iba camino a vencer a los trogas y acabar con su infortunada existencia, para establecer el dominio y superioridad de los kishimes en todo el mundo, quizás en todo el universo.
No le preocupaba la ausencia de Bulen. Supuso que se le había adelantado en el frente de batalla malinterpretando sus órdenes. Que lo hubiera evitado en su llegada, sería producto de una distracción.

Mientras tanto, los trogas que permanecían en Frotsu-gra, todos los combatientes fuertes y los heridos que no habían podido ser trasladados o que preferían morir de pie en la batalla, contemplaban la reunión de tres fuerzas frente a las puertas de su ciudad.
Lodar, ordenado y flemático, el ansioso Zefir, y Budin, brillante luego del éxito de su incursión de la ciudad, mantenían un cerco estrecho en torno a la península. Los trogas habían intentado varios ataques, saliendo en grupos por el descampado por la tarde y cubriéndose en el manto de la noche para tomar a los kishime por sorpresa. Pero ningún lado podía obtener la victoria todavía. Una partida de cinco trogas había logrado alcanzar el lugar donde se había estacionado el grupo de Lodar, pero sus centinelas percibieron el movimiento y el susurro de sus pasos aún en la neblina tenebrosa de la madrugada, y alertaron los demás. Lodar perdió tres hombres y otros diez quedaron heridos, pero los trogas debieron retirarse a riesgo de verse enfrentados a toda la línea kishime. Zefir, para no ser menos, había intentado penetrar la ciudad, pero aparte de echar por tierra unos cuantos muros y dejar un rastro de heridos, no pudo hacer más antes de que los habitantes lo echaran afuera a fuerza de aceite ardiendo y lanzas certeras.
Desde el interior los guerreros de varios clanes, Fretsa y su tropa, incluidos Glidria y Raño, peleaban por mantener libre de kishimes la ciudad y cubrir la retirada de los heridos. Del lado del mar la jefa Vlogro dirigía el embarque de una docena de heridos graves, algunos niños, demasiado pequeños para luchar, y un par de hembras a punto de dar a luz. Ocultos por la niebla, expertos remeros guiaron las endebles balsas cargadas con el vivo tesoro hacia las oscuras moles, apenas visibles mar adentro.
Al amanecer, Zefir hacía el recuento de sus hombres, comprobando que para su desdicha había perdido unos veinte hombres desde su llegada a esta comarca. No que le importara mucho su suerte, pero se vería en inferioridad de condiciones a la hora de atacar Frotsu-gra, mientras que sus colegas del Kishu se llevarían la gloria. Tenía que hacerlos trabajar más duro, y les exigió, con una expresión que no admitía quejas, que mataran tantos trogas como las demás casas kishime o él mismo se encargaría de cortarles los pies. Esta amenaza, acompañada del vaivén de su enorme alabarda, los puso en un estado de inmediata excitación. Para su alivio, ya se distinguían en el horizonte el cuarto y quinto grupo kishime, con lo cual el ataque masivo comenzaría muy pronto.
Vlogro y su séquito contemplaban con desmayo el arribo de tantos kishime. Parecía que su pueblo entero pensaba venir a atacarlos. Sin embargo, ni una mueca de temor se hizo evidente en sus gestos ni palabras de desaliento salieron de sus bocas; enfrentarían lo que fuese necesario para sobrevivir. Su orgullo no les permitía rendirse, tampoco manifestar miedo o inquietud ante la presencia de sus enemigos ancestrales.

Grenio había realizado un infructuoso intento de usar su habilidad para transportarse hasta su tierra. Ahora estaba enojado con Lug porque no parecía dispuesto a darle ninguna indicación. No lo percibía, ni podía escuchar su voz como otras veces. Esto lo molestaba aún más porque cuando seguía a Sel a través del bosque en la montaña, había sentido con claridad como lo guiaba, permitiéndole seguir su esencia y alcanzar la cascada donde Bulen atacaba a la joven. Claro, comprendía ahora que Lug lo manejaba, lo impulsaba a hacer cosas cuando la humana corría peligro o estaba involucrada de cualquier forma. Lug le tenía aprecio, sentía simpatía por ella y quería ayudarla, arrastrando a Grenio en una corriente de actos que él no podía considerar apropiados.
Resignada a seguir a pie, Amelia caminaba con buen ánimo por haber salido con vida antes; a pesar de que el troga no le dirigía la palabra desde que dejaron la cascada y no tenía idea de qué le pasaba. Había tenido la intención de agradecer su intervención a tiempo para salvarle la vida, pero había algo repelente en su actitud que la mantuvo alejada y distante mientras seguían por tierras verdes y bosques de árboles esqueléticos. Pronto se distrajo, al entrar en un campo cubierto de cadáveres esparcidos a lo largo de kilómetros entre la hierba, animales y hombres muertos, con los que iba tropezando de cuando en cuando. El corazón se le contrajo y el ánimo exaltado se le enfrió de golpe.
El troga se detuvo a esperarla, porque se había entretenido observando algún cuerpo que la había impresionado especialmente. Estaba pálida, mareada por el hedor de la muerte; el cabello le azotaba el rostro movido por la brisa de la tarde; su sombra alargada por el sol declinante se mecía sobre la hierba amarilla. Grenio oyó el susurro entre los pastos y de un salto se encontró junto a ella, sacó la espada y la aplastó contra el suelo. Amelia miró sorprendida, se apartó de un salto y ahogó un grito. El troga había cortado junto a un manojo de pastos, una enorme serpiente color esmeralda que estaba a punto de morderle los tobillos.
–Me salvaste dos veces hoy –murmuró ella con cierta admiración, levantando hacia él sus ojos brillantes.
Grenio no respondió pero endureció el rostro, como si hiciera un gran esfuerzo muscular. Bajo la luz anaranjada, la joven se parecía mucho a la que había visto en sueños, es decir, en los recuerdos de Lug. El kishime le tenía esa consideración especial porque esta humana le recordaba a la otra, la que había muerto en una gran hoguera quinientos años antes. Grenio no sabía exactamente cual había sido su conexión, pero algo impulsaba a Lug a salvarla porque no había podido evitar esa muerte. Lug y Claudio; allí tenía la forma de vengarse en una sola persona del kishime que había traído la desgracia a su clan y del hombre que los había exterminado con su propia mano. Contuvo con una honda inspiración las ganas de retorcerle el cuello.
–Tengo que llegar a Frotsu-gra antes que los kishime ataquen –dijo en cambio.
Amelia comprendió al fin el motivo de su aspereza, de su prolongado silencio. Estaba preocupado por lo que sucediera en su tierra, a su gente. Aunque evitó mirar los cuerpos en putrefacción, en sus ojos incautos ya había quedado impresa la imagen del torso abierto de una niña, y un muchacho con los brazos cercenados del cuerpo, brutalmente asesinados días antes. La frialdad que atenazaba su pecho se convirtió en congoja. No podía menos que sentir lástima por él, a pesar de su apariencia anormal, de su conducta hacia ella que fluctuaba de la amenaza a la indiferencia, y de no ser humano. Se trataba de una criatura preocupada por su pueblo, que ansiaba saber como se encontraban, para ayudarlos, y aún estaba muy lejos de su hogar.
–Vamos –replicó Amelia, poniéndose en marcha aunque el sol tocaba el horizonte y pronto tendría que caminar en la tenebrosa oscuridad entre cuerpos y alimañas peligrosas.

Cáp. 13 – Resistencia

El clima en Frotsu-gra seguía tan nefasto como las perspectivas de sus habitantes. Así como las nubes negras y cargadas rodaban desde el mar impulsadas por un viento violento, partidas de trogas salían de sus moradas, armados y adornados con sus mejores galas, para ocupar todo el terreno posible, avasallantes y resueltos. Los kishime no se dejaron aplastar por este desfile de seres impresionantes: altos, fornidos, ágiles, y provocadores. Sus filas no resultaban menos vistosas; las túnicas de colores claros y telas satinadas, relucían en la penumbra temprana y ondeaban en las alas del viento, sus espadas y lanzas relumbraban por lo alto. Formados en columnas cerradas, permanecían inmóviles como estatuas todo a lo ancho de la tierra pedregosa.
Sonie Vlogro, envuelta en un manto de color ocre con capucha, cubierto de arabescos y trocitos de cuarzo, subía lentamente la escalera exterior de un edificio cercano a la puerta de la ciudad, uno de los últimos que permanecía intacto. Los escalones giraban en torno a la estructura circular y terminaban en una terraza amplia que miraba hacia el roquedal. Allí se detuvo la anciana, y se volvió hacia sus acompañantes, luego de contemplar por un minuto el ambiente ominoso que se cernía sobre la tierra. La tensión se sentía espesa entre los grupos dispersos de trogas y la franja kishime que simulaba un bosque pálido recién nacido a los pies de Frotsu-gra.
–Uds. son los cabezas de los principales clanes de nuestra raza –dijo–. No voy a hacerles un discurso sobre la guerra. Sólo recordarles que si hemos sobrevivido, en un planeta que un día fue nuestro campo de caza pero del que ahora sólo nos pertenecen los rincones oscuros, ha sido gracias a la existencia de este refugio, este santuario. Si no nos mantenemos unidos, no servirá de nada sobrevivir a esta lucha. Si tenemos que sobrevivir separados, solitarios, viviendo en los montes y en las cuevas como animales, será una victoria para ellos, que creen que no merecemos el título de seres inteligentes. Quiero que ganemos esta lucha, no porque temamos morir, sino porque tenemos algo importante por lo que seguir adelante.
Sonie Vlogro calló y el silencio se prolongó un rato. Fretsa escuchaba con un brillo ansioso en los ojos inquietos, prestando más atención a los preparativos y movimientos en el futuro campo de batalla que a sus oídos. Jre Tavlo y Froño asintieron con gravedad, y otros dos trogas que nunca habían sido partidarios de esta jefa, en especial por su compasión en el caso de Grenio al dejarlo escapar con impunidad, miraron hacia otro lado, aunque soltaron algunas palabras de aprobación. Por supuesto que en esos días, los extraños sucesos vinculados con la última visita de Grenio y el relato que habían traído Trevla y Vlojo, estaban muy presentes, y todo tipo de comentarios supersticiosos sobre la maldición que la profecía hacía pesar sobre sus cabezas, constituía materia totalmente aceptada entre los pobladores de Frotsu-gra.
Zefir y Budin habían hecho pesar el haber sido los primeros en llegar para quedarse con el ataque frontal, ante la indiferencia de Lodar, quien prefería de todas formas explotar las habilidades de sus hombres sin enviarlos a una muerte segura. Él cubría el flanco derecho junto con Zidia, quien se había retrasado al atravesar la región de los lagos en lucha con los humanos. Intentarían rodear la península y cortar la salida por los barrancos y playas del norte. Del otro lado, Dalin conducía un grupo que portaba arpones, arma que no había sido utilizada por su pueblo en siglos y se remontaba a la época en que cazar humanos, enganchando y arrastrando sus tiernos cuerpos, era un deporte favorito entre los aristócratas kishime. Mientras tanto, la columna celeste de Fesha se acercaba a gran velocidad y se hallaba a unos cuantos kilómetros del lugar de reunión, cuando envió mensajeros avisando de su pronta aparición, acompañado de la mitad de los hombres de Sulei, que se habían encontrado por el camino.
Las puertas de Frotsu-gra se abrieron de par en par, en franco desafío. No pensaban esconderse y ahora iban a jugarse por el todo. Los jefes de los clanes salieron y fueron saludados con algunos gritos entusiastas por parte de los grupos más cercanos. Un estremecimiento recorrió el cuerpo de todos los trogas apostados por el campo, y quienes se hallaban sobre las terrazas y techos se inclinaron hacia delante, como si oyeran una señal que los alistara para salir corriendo.
De pronto, el pálido bosque cobró vida, se puso en movimiento, y cientos de extremidades y cabelleras claras se lanzaron hacia delante al unísono, tragándose el terreno con gran aceleración.
Los trogas respondieron con un alarido que se alzó hacia el cielo mezclándose con el rugido del viento, y el chasquido de sus armas al colocarse en posición de ataque. El grupo más avanzado se desplegó, tratando de contener la ola kishime, cruzando adelante sus espadas cortas. Los guerreros de Zefir y Budin chocaron con ellos, se mezclaron en una arremetida confusa y sangrienta: muchos kishime cayeron decapitados o atravesados por dagas, pero la fila troga cedió ante el impulso arrollador de veinte a uno. Pronto el caos era tal que un troga aislado en un mar de enemigos no podía distinguir a otro de su bando; ni fijar la vista en dirección a Frotsu-gra.
Los primeros asaltantes alcanzaron la entrada, y entre ellos estaba Zefir cargando con una velocidad increíble y el peso de su enorme arma, contra los que se hallaban apostados allí.
Lodar había guiado a sus hombres evadiendo el campo de batalla. Mientras unos saltaban los muros y edificios para llegar al centro de la ciudad, otros rodearon el sitio para evitar huidas. Zidia se había extendido hasta el jardín de piedra, donde luchaba con un grupo de trogas bajo el mando de Fretsa, que pretendía encerrarlos entre dos fuegos; pero Lodar se ocupó de los guardias del otro lado sorprendiéndolos por la espalda.
Fretsa se enfrentó a Zidia con la idea de proteger, de alguna forma, la tierra sagrada de la destrucción que pretendían llevar a cabo estos kishime con sus látigos de hueso y sus poderes para manejar la piedra y el metal. Mientras que los guerreros de Fretsa tenían habilidades para camuflarse, piernas fuertes y colas para saltar, y algunos alas que les permitían planear en las corrientes de aire, los kishime los neutralizaban con su facultad para hacer cambiar de forma sus armas para pelear de cerca o de lejos, o el poder de hacer temblar y explotar las piedras, creando un terreno inestable y volviendo la protección escasa.
–¡Cuidado, jefa! –le avisó Raño, quien peleaba cerca de ella, al volverse y notar que Zidia la atacaba con una daga puntiaguda por la espalda.
La reacción fue tardía y la guerrera sintió hundirse el metal entre sus alas, en la zona cartilaginosa de su espalda. Raño se lanzó hacia él y lo mordió en el antebrazo izquierdo, inyectándole veneno antes de que supiera lo que le había pasado. Zidia se quedó mirando el mordisco sorprendido, pero al ver los colmillos chorreantes y la expresión vengativa del troga, comprendió. Extendió su brazo, y ante los ojos atónitos de Raño y Fretsa, el kishime se amputó el miembro por arriba del codo con su propia espada. Otros kishimes lo rodearon, defendiéndolo de posibles ataques, mientras Zidia se ataba en el brazo cortado el cinto de su vestido para contener la hemorragia, y seguía luchando. En todo el episodio no había emitido un quejido o hecho una mueca. Horrorizado, Raño levantó mecánicamente la daga para defenderse de sus adversarios.
Fretsa se percató de que no valía la pena proteger ese lugar, y gritó: –¡A la puerta! ¡Cúbranme!
A la cabeza de un desesperado grupo de trogas, Fretsa se abrió paso cortando y rompiendo huesos con sus tridentes, dejando un rastro de heridos fuera de combate, hasta alcanzar la puerta. Lodar había tomado posesión del portal y apostado a sus hombres en el perímetro, por lo cual los trogas se vieron expulsados de su propio territorio. Con la espada sobre el hombro y encaramado sobre un poste de la entrada, Lodar observó el avance frenético de unos guerreros troga bien coordinados, y supo que tendría la satisfacción de una pelea interesante.
Jre Tavlo, el más grande de todos los habitantes de la ciudad, aún magnificado por el espeso abrigo de piel y el tamaño de su maza de piedra, luchaba con Zefir. Incansable, con una sonrisa húmeda en los labios, el kishime paraba sus golpes con la enorme alabarda blanca y suspiraba de ansias por cortar al ogro que pretendía detenerlo a las puertas de la ciudad. No podía dejar que Budin, que en ese momento estaba dando cuenta de los muros al igual que de los adversarios, lo aventajara en entrar primero.
Por todos lados se veía puro movimiento; trogas que surgían de las terrazas a medida que sus compañeros iban siendo derrotados o caían agotados, seres que corrían en todas las direcciones, golpes y estocadas que cortaban y arrancaban partes, bombas de energía que explotaban muros sólidos, piedras y material incendiario arrojados desde los techos. Muchos trogas que quedaron solos o heridos en el terreno luego que la pelea se concentró frente a la ciudad, se vieron predados por bandadas kishime, muy concentrados en torturarlos por medio de arpones que se enganchaban en su carne y le arrancaban la piel a tirones. A pesar de su fuerza superior los trogas no podían librarse de ellos. Superados en número, eran derribados y destrozados, hasta quedar irreconocibles.
Sonie Vlogro caminó entre una alfombra de jóvenes kishime descuartizados, sus ojos abiertos y velados, con la mirada fija en el cielo oscuro, y el cabello rubio empastado en barro y sangre. Ella se detuvo en la plaza y llamó a gritos a algunos trogas que corrían por las calles de un lado al otro, desorientados, buscando algo, enceguecidos por la ira y la sed de matar. Lo mejor que pudo, les dio a entender que se reunieran en la puerta para impedir la entrada de más kishimes. En ese momento, alguien gritó alarmado, y todos se volvieron a observar las volutas de humo negro que se alzaban de un lado de la ciudad. Las llamas lamían lentamente los establos y el interior de varias residencias, dejando escapar cenizas y bocanadas ardientes por las ventanas. No había tiempo de detener el incendio. Sonie Vlogro rogó por que las nubes dejaran caer su carga sobre ellos y que no siguieran de largo, que el viento no se las llevara, y no avivara el fuego.
–¡Se incendió la sala del consejo de ancianos y vuestra residencia! –gritó una joven, casi una niña, que se había quedado para atender a los heridos.
Sonie Vlogro le puso una mano en la cabeza, sobre la piel tersa y marrón que dejaba entrever huesos delicados, y en sus ojos alargados leyó una incredulidad y sorpresa que ella ya no podía sentir. La anciana se dio vuelta sin contestar y se dirigió a la zona donde Zefir luchaba aún con el jefe de los Tavlo, mientras otros dos del clan se enfrentaban a Budin. Glidria le salió al paso, caminando con tal ánimo y seguridad que si lo hubiera visto Grenio no hubiera reconocido a su achacoso aliado:
–Amiga, la ciudad está siendo acechada por más lados que este. Los kishime dominaron el jardín de piedra –advirtió en un tono terminante.
–Es temprano para hacer el recuento, viejo amigo –replicó Vlogro sin inmutarse–. Además, Fretsa cubre ese lado y ella puede hacer más de lo que nosotros podemos.
Si los largos años compartidos habían puesto a la comarca de su lado, en ese momento lo demostró al abatirse una lluvia torrencial sobre el campo de batalla, apaciguando un poco el fuego y dando ánimos a los combatientes.
En el centro de un mar de cuerpos en movimiento, bajo una cortina de agua, Tavlo hizo apenas una pausa y cambió de posición el mango de la maza, preparándose para descargar su fuerza en la cabeza del kishime. Zefir vio el gesto por el rabillo del ojo y giró su arma en posición horizontal, para darle impulso hacia su oponente, al mismo tiempo que este alzaba y dejaba caer un mazacote de cincuenta kilos. El kishime aceleró un segundo, esquivando el golpe de la piedra, que se fue a enterrar en el suelo, y terminó del otro lado del troga, que encorvado hacia delante aún no se había percatado de que Zefir le había seccionado medio cuerpo. A la vez que la mole que había sido Jre Tavlo se desplomaba de cabeza sobre un charco sangre mezclada con lluvia que cubría las rocas, una multitud de rostros se paralizó en medio de gestos de ira, dolor, asco, sorpresa, y apatía.
Zefir levantó la alabarda ensangrentada y aulló de alegría. Muchos trogas se asustaron, pero enseguida volvieron a lanzarse al ataque. Allí se encontraban varios miembros de su clan, ansiosos de venganza, adoloridos y consternados por la muerte del que consideraban un pilar inamovible de la vida. Mientras Zefir y Budin avanzaban hacia Frotsu-gra como envueltos en una luz especial que les evitaba heridas y golpes, sus hombres se sacrificaban a la rabia troga.
La jefa había vuelto al puesto de observación junto con Glidria y un par de guardias. Había contemplado la muerte de Tavlo y el estado lamentable de varios guerreros estimados; ahora veía venir a esos kishime que despedían seguridad y sintió asco. Sin embargo, caía la noche y, con la cubierta de las nubes, tendrían una oscuridad perfecta. Los ojos troga no necesitaban luz, eso les daría cierta ventaja, además del conocimiento del terreno.
–Taj, Sonie –señaló un guardia, y sus esperanzas se vinieron abajo.
Una mancha clara en el horizonte negro. Llegaban nuevos contingentes: la columna de Fesha y muchos guerreros de Sulei, entre ellos Bulen, frescos y listos para entrar en la lucha, venían a reforzar un número de enemigos que ya resultaba demasiado.
Budin se detuvo frente al edificio donde la jefa Vlogro contemplaba la batalla y extendió los brazos. Del cielo tumultuoso surgieron rayos violetas, entre luces relampagueantes que iluminaron la escena, y se unieron en sus palmas extendidas. Zefir se había puesto su alabarda en la espalda y observaba de brazos cruzados cómo algunas figuras reptantes y deformes que se iban acercando para rodearlos, se alejaron despavoridas al ver la energía descender a descansar en manos de su compañero. El suelo mojado se cubrió de chispas y destellos, un olor de ozono llenó el aire y luego un potente rayo blanco cayó sobre la cabeza de Budin. La electricidad se disipó enseguida en todas direcciones, haciendo saltar chispas en los tejados y fuego en el interior de los edificios cercanos.
Glidria y los guardias cubrieron a la anciana y ellos mismos se arrojaron al suelo cuando el rayo cayó de improviso sobre Budin, intentando evitar la onda expansiva. Cuando alzaron la cabeza y para su sorpresa, se encontraban todos vivos, comenzaron a preguntarse cómo era posible.
Frente a ellos se alzaba otro troga, que los había cubierto con un escudo protector mientras la energía se disipaba en la atmósfera y el lugar volvía a la normalidad. Vieron con curiosidad que parecían estar en el interior de un huevo translúcido y brillante, contra el cual las pequeñas descargas eléctricas chisporroteaban y luego se evaporaban. Glidria lo había reconocido enseguida, como a su acompañante humana:
–¡Grenio! Por fin llegaste...
–Eso parece –asintió el troga, soltando a la joven que tenía aferrada por un brazo y mirando alrededor, la ciudad destrozada, el kishime que había tratado de exterminarlos, y sintió alivio al llegar a tiempo y al lugar correcto aunque sin saber cómo–. ¿Qué sucede aquí?
Los guardias se habían apretado junto con la anciana, aterrorizados de esa magia extraña que los envolvía. Más curioso, Glidria intentó tocarla pero Grenio le advirtió que no lo hiciera.
Zefir había notado el óvalo brillante sobre sus cabezas y esperó a que Budin se recompusiera, para acercarse y señalar. Budin respingó; sabía que eso era una habilidad de espejo que tenían algunos kishime poderosos. ¿Quién podía haber llegado antes que ellos?
–Ese lanzó el rayo y el otro de la lanza extraña es el que mató a Jre Tavlo y a varios otros guerreros –le explicó Glidria al recién llegado–. Ellos también terminaron con el clan Flosru.
Demasiado impresionado para decir algo, pero sintiendo que sabía que debía hacer, Grenio extendió una mano, tocó la cubierta de energía que permanecía a su alrededor y midió la distancia entre ellos. Luego, con un golpe seco, devolvió toda la descarga que los hubiera electrocutado hacia Budin, a ver si podía absorberla de nuevo. El kishime recibió el impacto en pleno pecho sin llegar a pararlo con sus manos, se vio saturado con más energía de la que podía contener, y como resultado sus ropas se hicieron añicos, el pelo se le incendió y la piel comenzó a desintegrarse sobre su carne, incinerada a una temperatura excesiva. Zefir retrocedió, estupefacto; en un momento se veía victorioso y ahora esto. No entendía qué sucedía, quién los atacaba. Su camarada cayó echando humo, mientras la carne consumida hasta el hueso seguía disipándose.
Amelia contempló el cuerpo encendido como si lo iluminaran desde adentro, la carne que parecía hervir y desaparecer en el acto. Era un espectáculo asqueante pero fascinante, no podía despegar los ojos. A su lado, Grenio también lo estudiaba con el ceño fruncido, comenzando a entender que esos poderes que ostentaban los kishime les cobraban un precio muy alto de subsistencia, y que su vida podía ser efímera como una llama que se consume muy rápido.

Cáp. 14 – Noche oscura

Agotada la lluvia, el viento arremetió contra los combatientes. En la puerta que Fretsa trataba de liberar del grupo de Lodar, guerreros trogas cruzaban sus puñales, lanzas y tridentes contra las hábiles y rápidas espadas kishime. Habían visto el reflejo del fuego y las descargas, y con cada ráfaga de luz que interrumpía de golpe la profunda oscuridad, el corazón de los trogas se aceleraba.
Viendo una angosta abertura entre los cuerpos entrelazados, Fretsa se lanzó hacia la puerta, donde se halló frente a frente con el jefe de los kishime. Lodar la detuvo a punta de espada, y ella respondió con un par de golpes con la derecha y la izquierda, que el kishime esquivó de un salto. Fretsa extendió sus alas negras y se alzó sobre el piso, enganchada en una corriente de viento salado. Lodar corrió y tomó impulso para saltar, encogiendo las piernas y girando todavía en el aire para lanzar su estocada desde arriba. La troga vio venir el filo centelleante y viró en diagonal, haciendo que Lodar perdiera su blanco y fuera a dar contra el piso. El kishime aterrizó sobre sus pies, se dio vuelta y arremetió contra Fretsa en un solo movimiento. Ella se había posado sobre el marco de madera de la puerta de la ciudad.
Lodar saltó y asestó un tremendo golpe vertical, que derribó la madera en mil astillas, mientras Fretsa se movía hacia el interior de la ciudad, atacando a los kishime en su camino y gritando a sus guerreros que atacaran. Lodar se vio rodeado de trogas pero no desesperó aún. No había logrado un buen golpe todavía. Huyó hacia el interior siguiendo a Fretsa, que estaba tratando de ordenar a los guardias que echaran a los kishime. Los guerreros tomaran unas bolsas de tela que Fretsa había guardado en una de las casas cercanas. La troga se detuvo en medio de la calle, presintiendo que la seguían. Al darse vuelta, se encontró de nuevo con el kishime, y detuvo su ataque a tiempo. Mientras estaban entretenidos en la lucha, chocando armas, saltando sobre muros, escombros y cuerpos, un par de guardias trogas derramaban el contenido de los sacos, un tipo de pasto seco y oloroso, alrededor de la entrada. Uno golpeó su espada contra una roca para causar chispas y las llamas se propagaron por el material junto con un humo denso.
Aunque cansado, Lodar había logrado herir una de sus alas con un corte que separó el tejido membranoso, produciendo un ruido seco. Sorprendida, la troga dio un paso atrás y tropezó, cayó y se levantó de un salto para evitar el próximo ataque. El kishime respiraba exhausto y en ese momento se dio cuenta del perfume penetrante que invadía el aire, a pesar del viento limpio y salobre del mar. Los guerreros de Fretsa se habían retirado, pero sus hombres se encontraron de pronto sofocados y mareados por la pestilencia. Un guardia, la cabeza envuelta embozada con una bufanda, arrojaba más pasto seco sobre las llamas que ardían rápidamente.
Perseguido por Fretsa, Lodar retornó a la zona donde había dejado al grueso de sus hombres; algunos estaban tosiendo e intentaban ubicarse en medio del humo. Les gritó que fueran en favor del viento, pero no parecían entenderle en la distancia. Saltó por encima de un par de terrazas, para alejarse de la troga, y se detuvo un momento para cubrirse el rostro con su manga. Algo silbó en el aire y sintió un ardor en el hombro. Fretsa le había arrojado un tridente que se clavó en su espalda y le atravesó el pecho, errando por poco el corazón. Lodar lo arrancó con dificultad y se tambaleó hacia delante, cayendo en medio del humo.
Cuando Fretsa se acercó, con cautela, no pudo ver nada en la oscuridad. Su tridente estaba clavado en el suelo y el kishime había desaparecido.
Pronto varios de sus guerreros se le unieron, habiendo dado un rodeo para evitar el humo nauseabundo; estaban contentos con el resultado de su plan.
–Bien hecho, y buena pelea –los elogió su jefa–. Pero este truco no durará mucho tiempo. Vamos a reunirnos a preparar una defensa más fuerte, antes de que vuelvan.
Sonie Vlogro, sus acompañantes y Grenio habían descendido para enfrentar a Zefir, pero este se retiró con prudencia evitando enfrentar al poderoso troga. Sus hombres se asombraron al ver el rostro de su jefe, rígido, cuando se les unió en la puerta principal y les ordenó quedarse ahí. Los trogas aprovecharon para unir fuerzas, hacer un recuento y crear una nueva táctica. La batalla continuaba; pero ya sabían que no podían contenerlos afuera de la ciudad, que no estaba preparada para soportar un asalto continuo, sin muralla, sin foso, sin medios de defensa resistentes contra los poderes destructivos kishime. Contaban con que los enemigos se cansaran y se debilitaran, si mantenían ese ritmo hasta la mañana. Sin embargo, sabían que luego deberían enfrentarse a los nuevos batallones recién llegados y frescos.

En una barraca vieja, apenas iluminada por un par de lámparas amarillas, Amelia estaba sentada contra una pared revestida de cuero, mareada por el aire pesado y tibio. Grenio la había sacado del medio, según le dijo para evitar que los kishimes la secuestraran de nuevo o que algún troga la quisiera asesinar, y la abandonó en el refugio que habían preparado de apuro para los heridos en la batalla. Se trataba de una antigua almacén cerca del muelle, con piso de tierra, húmeda y baja.
Adormilada, se dedicó a mirar sin atención el ir y venir del curandero, un anciano troga encorvado que susurraba palabras roncas y calmaba a los heridos con una fuerte infusión de hierbas. A pesar de estar rodeada por incontables monstruos, no sentía miedo, tal vez porque la mayoría estaba inconsciente, o porque ninguno le prestaba atención, o por el perfume calmante de los remedios. De repente, al pasar de nuevo junto a ella, el troga se la quedó mirando. Al rato, ella reaccionó y se incorporó.
El curandero estaba junto al lecho de un troga de piel amarilla manchada y cráneo alargado, que había llegado hacía poco tiempo con una fea herida abierta en el abdomen. Amelia comprendió que el curandero le estaba pidiendo que se arrimara para sostener un trapo mientras se dedicaba a cerrar el hueco ennegrecido. Había una astilla clavada en la carne. Luego de vacilar unos instantes, la joven se acercó y tomó el trapo empapado de sus manos e hizo como le indicó el curandero, limpiando y presionando los labios de la herida. Tuvo que respirar por la boca para no sentir el tufo nauseabundo de sangre caliente, hierbas y carne quemada. También tuvo que suministrarle en una ocasión más calmante, de una botellita azul.
Satisfecho con su actuación, sin notar la mirada desmayada y descompuesta de la joven ni la palidez de su rostro, el curandero le pidió que ayudara con otros. Al menos, estar ocupada, la distraía de pensar en sus circunstancias, del asombro que le producía estar allí metida en una guerra en un mundo extraño, ella que se consideraba la joven más común de la tierra con la vida más aburrida. Pero aún en ese ambiente atenuado sentía rumores de tropas marchando, alaridos y explosiones, amén del eterno rugido del viento y el mar; y no podía evitar sobresaltarse al notar los cuerpos destrozados que debía atender y darse cuenta del producto de tal guerra. De repente, mientras aplicaba un emplasto sobre las quemaduras de una joven troga, algo la tomó de un brazo y tiró de ella.
En el camastro contiguo, un troga largo y escamoso había alargado una extremidad hacia ella para atraerla hacia la luz y le clavó los ojos amarillos, furiosos.
–¡Kishime! –gruñó el troga, Trevla, quien se hallaba en un estado lastimoso y no había podido ser transportado a las islas. Deliraba.
Amelia tironeó, tratando de zafarse, y gimió de miedo al reconocerlo. El curandero se acercó, de malhumor por ser interrumpido en su tarea, para separarlos y hablar un poco con su paciente. Al momento, los ojos amarillos se aclararon y zafó su mano de Amelia, pareció darse cuenta de donde estaba y preguntó al curandero cuanto tiempo había pasado y cuál era la situación.
–Estuviste dormido desde ayer cuando te trajeron, y ya es de noche. No te preocupes por la batalla, con tus heridas no puedes ni dar un paso, ya es increíble que sigas vivo –explicó el curandero, implacable.
Trevla se recostó, un temblor de frustración recorriendo su cuerpo. ¿Dónde estaría su grupo? ¿Cómo les iría? ¿Quiénes habrían muerto y a quiénes volvería a ver?

Fretsa estudiaba la gruesa barricada que sus guerreros estaban fabricando para detener el avance del enemigo, apilando cajas, muebles y escombros, sembrada de lanzas y picas clavadas en el suelo y trampas. Aprovechaban su buena visión en la oscuridad, ventaja que no tendrían los kishime si decidían atacar antes del amanecer. Habían restaurado la vigilancia, y en ese momento, Fretsa estaba contemplando el terreno irregular, lleno de escondites y sombras, desde lo alto de una residencia que ya había sido devorada por las llamas. Vacilante, notó una figura blanca que se desplazaba entre las rocas y espinos; pero no podía dar crédito a sus ojos, apenas había sido un fantasma. Se embozó en su capa negra y se acercó despacio al borde del techo cónico, se inclinó hacia delante y miró fijamente.
Un sonido leve como el posarse de un pajarito en las ramas de un árbol acompañó la llegada de un kishime, que apareció a sus espaldas y descendió sin resbalar por el declive de piedra hasta el pretil. Se detuvo a su lado y Fretsa se volvió, sorprendida.
–¡Jo, gru kishim... –exclamó al verlo, y se contuvo cuando Bulen le puso la punta de la espada en el cuello.
–Silencio, fagame –murmuró él, cuidando que no hubiera más trogas alrededor–. ¿Acaso no teníamos un acuerdo? Supongo que me traicionaste con el troga, después de todo.
Fretsa notó el desagrado con que se refería al troga, con un brillo peculiar en los ojos. También notó la diferencia en su vestimenta y peinado, y le pareció que este kishime tenía un aire muy raro. Sin que él lo notara, puso su mano izquierda sobre un tridente. Grenio tenía asuntos pendientes con Bulen, así que si lo vencía y se lo entregaba en bandeja, obtendría algunos puntos con él.
–No tengo mucho tiempo –dijo Bulen, y se detuvo para soltar una risa aguda–. Debo proponerte que mates al elegido, y tú puedes poner el precio si quieres. Aunque evitar esta guerra sería pago suficiente, el futuro es adverso para tu raza.
–¿Evitar la guerra? –repitió ella, mientras se debatía entre el alivio que esas palabras le traían aun con la amenaza de ceder a la tentación, y la rabia porque un kishime le propusiera rendirse antes de pelear.
–Sí, tú no entiendes nada supongo, pero nosotros actuamos bajo las órdenes de Sulei, y uno de sus objetivos es obtener al troga de la profecía –ahora Bulen hablaba con un tono de voz y expresión fríos, vuelto a la normalidad–. Muerto, no le sirve de nada.
Fretsa dio un paso atrás y sacó sus armas: –¡Nunca! –exclamó–. La otra vez cometí un error; pero ya nunca haré tratos con los enemigos de mi raza, es una falta de respeto lo que me propones. ¡Matar a un troga! Aunque todos terminemos muertos aquí, en esta misma tierra que nos ha acogido por siglos, ninguno va a traicionar a un troga.
Con estas palabras se lanzó hacia el kishime, lanzándole dos cuchilladas seguidas, que Bulen detuvo con facilidad. Esta guerrera ya no podía enfrentarse con él, que era más que un kishime, era una aspiración y un alma kishime dispuesto a todo para frenar el futuro.
–Ya veo que te han reprendido y no te animas a actuar libremente –consideró en voz baja, conteniendo sus golpes sucesivos con una sola mano–. Te digo de nuevo, que si asesinas al troga y a la humana, salvarás esta tierra miserable y a tu gente.
–¿A la humana también? –murmuró ella, haciendo una pausa expectante.
Bulen presintió la llegada de un nuevo grupo kishime y supo que pronto habría una batalla en ese sitio. Sin responderle, se desvaneció en el aire, dejando sólo polvo brillante ante sus ojos obnubilados por las emociones en conflicto.
En el campamento de Fesha, una fila de kishime que esperaban para atacar la ciudad, vieron pasar a Bulen, conocido seguidor de Sulei, con respeto y admiración. Él pasó delante de ellos, absorto, sin importarle que lo vieran usando sus poderes para moverse de un lado a otro, y fue a sentarse en una roca solitaria, alejado del resto. En medio de la oscuridad y el viento helado, miró los puntos brillantes esparcidos por la ciudad, carbones ardientes donde antes había casas y almacenes, y percibió los grupos que pululaban por el desierto, afilando sus armas para exterminar a los monstruos y limpiar el mundo, como decían. Estaba pensando en la duda súbita en la actitud de la guerrera troga, y de repente entendió que ella bien podía cumplir con lo que le había pedido, a cambio de nada. Parecía tener una satisfacción personal al pensar en matar a la humana. No tenía ninguna razón, pero lamentaba que ella se decidiera a hacerlo. Si fuera él, lo haría rápido y sin dolor, porque no tenía nada contra ella; sólo que debería haberse quedado en su mundo y no venir a poner en marcha la profecía.

Los kishime se ponían de nuevo en movimiento, lanzando un ataque masivo hacia la ciudad, a pesar de la creencia de sus habitantes de que no se animarían a venir en la noche.
Grenio salió por la calle principal, determinado a evitar una masacre aunque tuviera que usar hasta su última gota de energía. Tenía que enfrentarse a Sulei, a Bulen y a todos los que tuvieran sus poderes. Tomó la shala, depositando allí la fe con la que contaba. No percibió las miradas de reojo que sus compatriotas le echaban, llenas de desconfianza y velado temor. Era un mal augurio caminando, un dios de la destrucción para los escépticos trogas.
Se encontró con Zefir, y los presentes se apartaron instintivamente, presintiendo que el choque entre tales fuerzas podía llevarse a los que se pusieran en su camino.
Grenio levantó su espada, invisible en la oscuridad, excepto para los entrenados ojos trogas. Zefir sintió un escalofrío que lo traspasaba como si un espíritu hubiera caminado a través de él, pero no reconoció las señales hasta que comenzó la lucha. Giró la alabarda sobre su cabeza con gran ímpetu y trató de cortarle las piernas de un tajo, lo cual Grenio evitó saltando con precisión. Luego intentó cortarle la cabeza, y el troga detuvo la punta de su arma con el dorso de su espada. Sorprendido, Zefir se vio rechazado y empujado atrás, a la vez que el resto de los combatientes les daban paso para continuar luchando, encerrándolos en medio de la batalla. El siguiente golpe, Grenio lo recibió con el filo, que seccionó la alabarda como si fuera manteca tibia. La punta cayó al suelo y Zefir contempló estupefacto el resto del mango entre sus manos. En esa pequeña pausa, el troga se abalanzó contra él y lo decapitó en un solo movimiento.
Por un momento, los kishime se quedaron rígidos en sus lugares, incapaces de creer en la muerte de Zefir, el segundo jefe del consejo en caer esa noche y, algunos se percataron, a manos del mismo troga que no podía ser otro que el elegido de la profecía. Si bien su poder les generaba terror, al cual no estaban acostumbrados y difícilmente podrían haber descrito, saber de quién se trataba les dio una especie de desesperación: contra él luchaban. Dominados por un temor congénito, fruto de siglos de vislumbrar esa amenaza, se lanzaron todos contra Grenio, una bandada veloz y mortal de espadas y lanzas voladoras.
Los trogas que hasta ese momento habían desconfiado de él, ahora fueron presa de la lealtad a su raza que tenían echa carne en ellos, y corrieron a defenderlo. Allí se encontraba el vórtice de la batalla. La muerte de los jefes que habían intentado el ataque frontal, atrajo a los demás jefes del Kishu, acumulando una fuerza irresistible a medida que todos se sumaban al ataque. El dique de unos cuantos guerreros trogas, entre ellos Raño, Glidria y Vlojo, ayudando a Grenio, no pudo contener la invasión, que se colaba por todos lados. En cuanto cruzaban el umbral de Frotsu-gra, los kishime eran presa de un ansia destructiva. Querían acabar con sus propios miedos supersticiosos, destruyendo cada roca sino cada habitante del lugar.
La fuerza de su cantidad podía parecer impresionante, pero pronto los trogas vieron recompensada su resistencia. Los guerreros empezaron a notar que sus oponentes podían ser derrotados con mayor facilidad que antes. La energía kishime, desgastada con tanto brío, bajo continuas horas de batalla con poca recuperación, y el uso de sus habilidades, ponía sus cuerpos débiles y sus reflejos torpes. En cambio, los trogas todavía tenían fuerzas, grandes reservas de energía en sus cuerpos fornidos.
Bulen notó esto y comenzó a vadear la corriente de cuerpos, desde su posición en la parte de atrás directo hacia el troga, que percibía claro como si la luz del sol manara de él.
¿Hacía cuanto que estaban luchando? Se preguntó Raño, cansado, a pesar de que se había jactado con sus compañeros de que podía seguir por días. Le dolían los dientes de tantos kishime que había mordido, tenía los brazos empapados de sangre hasta el codo, así como el resto de los que seguían en pie. De vez en cuando pisaba carne todavía viva, sin poder pararse a distinguir si era un amigo o enemigo. Había perdido la noción del tiempo. En eso vio venir a Bulen, que se distinguía entre los adversarios por su actitud, su paso decidido y la facilidad con que se venía abriendo paso, golpeando a diestra y siniestra sin mirar.
–¡Grenio, jra! –rugió, presintiendo que él era su objetivo.
Bulen dio un salto y zanjó los últimos veinte metros flotando en el aire por un momento y cayendo a toda velocidad junto al troga, que se hallaba ocupado reflejando el ataque ígneo de dos kishimes de azul, al mismo tiempo que Raño emitía su grito de advertencia. Su espada surcó el espacio como un rayo y se hundió en la carne.
Grenio se volteó, mientras los dos kishime salían despedidos a sus espaldas con el revés de su propio ataque y se dio cuenta de la presencia de Bulen, y lo relacionó con el silbido y el grito que había oído, y al mirar abajo, quedó consternado al notar que Glidria había caído a sus pies. El kishime erró a su víctima porque el viejo se le atravesó en el último instante, y recibió el pleno impacto de su hoja, que le abrió el cuerpo de lado a lado. Se tapaba con los brazos pero la sangre brotaba por todos lados; la vida se le escurría segundo a segundo.
Saliendo de su estupor, Grenio empuñó la shala para arremeter contra el kishime, gritando. Bulen lo vio venir y tardó en reaccionar, sobrecogido por sus ojos rojos y el poder que parecía emanar de su aura. Entonces, desapareció en el aire y Grenio se enfrentó a una muralla de cuerpos. Frustrado, intentó seguirlo, pero las figuras se confundían, destellos borrosos.
–Ñosu, Glidria –le dijo al volver con el viejo y arrodillarse junto a él, apenado al notar lo irremediable de su estado–. No fuiste sabio al no seguir tu propio consejo y venir aquí.
–Sólo a ti se te ocurre reprochar a un hombre que está agonizando –susurró Glidria, tratando de fijar la vista en algo, parecía estar rodeado de un torbellino rojo y negro–. No... Me alegro de morir luchando... y no de indigestión en una montaña... solo.
Grenio tardó un rato en darse cuenta de que había callado porque ya no podría emitir otro sonido jamás.

Cáp. 15 – El nuevo ejército de Sulei

La barraca no había sido suficiente para todos los heridos, en especial a medida que la luz grisácea señalaba el alba y la batalla se volvía espasmódica. Algunos grupos aislados seguían peleando, en un extenso terreno cubierto de cuerpos, los kishime se iban retirando rendidos, y los trogas podían volver a lo que quedaba de Frotsu-gra en busca de agua y medicina.
Hileras de heridos graves se tendían en medio de la calle, y el curandero recorría esos despojos, haciendo lo posible por sus heridas. Los que estaban mejor tenían que arreglarse solos. A Amelia la mandó a llevarle agua a los heridos más graves; los otros eran demasiado orgullosos como para recibir ayuda, así que quienes podían se arrastraban hasta una fuente, y los que estaban muy agotados permanecían sedientos.
–¡Fro! –exclamó uno de los guerreros en peor estado, con un brazo amputado y una pierna aplastada, salido de una explosión que le había quemado medio cuerpo.
Amelia se detuvo con el balde y jarro en las manos, fastidiada porque en tales condiciones se negaba a aceptar su poca ayuda. Pero entonces notó que, levantando su brazo sano con dificultad, el troga le señalaba a una guerrera que había caído dormida contra una pared cercana. Temblaba como una hoja y tenía todo un brazo vendado. La joven se arrodilló junto a ella y le puso el jarro en la boca. Sin abrir los ojos, la troga bebió y pareció mejorar al momento. Amelia se conmovió con la actitud del pobre herido que había rechazado el líquido a favor de otro que estaba en mejores condiciones y deseó poder hacer algo por él, aunque fuera para evitarle dolor. No sabía si sufrían, esos seres parecían de hierro, parecían aguantar todo. Se volvió a mirarlo pero el troga había cerrado los ojos y permanecía inmóvil. Siguió con su ronda, pensativa.
La luz del día descubrió a los ojos de los habitantes de Frotsu-gra, que el día anterior tenían una ciudad y ahora sólo les quedaban ruinas humeantes.
La humedad y los restos de lluvia se concentraban en charcos oscuros. Los edificios que restaban en pie parecían tristes al hallarse rodeados de escombros, de muros estallados, cúpulas tiznadas y residencias que eran cáscaras vacías. También había cadáveres, y los que seguían con fuerzas estaban sacándolos fuera del recinto.
Grenio seguía afuera, revolviendo entre los cuerpos en busca de heridos. Allí se encontró con Fretsa y le extrañó, primero que nada, la mirada perpleja en lugar de su habitual gesto resuelto, y luego, que siendo la primera vez que se veían en mucho tiempo, apenas lo registrara como a un simple conocido. Había creído encontrar mayor efusividad de alguien que le había ofrecido una unión.
Sonie Vlogro contemplaba la destrucción mientras palpaba el báculo de Glidria, quien lo había dejado abandonado en un rincón al salir al frente de batalla. “Nunca creí ver esta catástrofe”, pensaba, dirigiéndose a la calle principal. Luego su mirada se cruzó con la figura de Grenio, lleno de energía, seguido de Raño que iba parloteando sobre lo increíble que eran sus habilidades, sin ser escuchado en lo más mínimo por el otro.
Amelia levantó la vista de su ocupación y lo vio venir, caminando enojado. Nunca había dudado de que él iba a estar a salvo, a pesar de haber presenciado como caían todos esos seres de fuerza monstruosa. Grenio se detuvo junto a ella y en ese momento tuvo conciencia del lugar en que se hallaba, rodeado de ruinas, muertos y moribundos, donde debería haber una ciudad floreciente y tranquila. Si no fuera porque ellos dos, ellos tres en realidad, constituían una fuerza destructiva, profetizada como el fin del mundo o algo así. Sintió todas las miradas de los trogas, su pueblo, clavadas en él con ojos acusadores.
La joven le tendió el jarro con agua fresca, rompiendo el encanto. Grenio bebió mientras observaba las construcciones huecas y el cielo, con aire ausente, y percibía como a lo lejos, las palabras de Vlogro. Estaban planeando enviar a algunos trogas a colarse en las filas kishime y averiguar cuál era su condición, la cantidad de sus hombres y sus planes. Por supuesto que se ofreció, porque podía usar su habilidad para desplazarse y aprovechar el tiempo para buscar a Bulen y Sulei. Además él sabía cómo lucían sus jefes, argumentó.
–Fla –la negativa de Vlogro fue tajante–. Jre Grenio, no podemos perderte ahora, debes proteger Frotsu-gra, quiero decir a su gente, y sólo tú tienes el poder.
–Yo enviaré a uno de mis hombres –interfirió Fretsa que hacía rato deambulaba por allí–. Tengo a unas excelentes guerreras que pueden introducirse sin ser vistas y volver. Lástima que mis dos mejores hombres no puedan...
–Yo iré, jefa –exclamó Vlojo, animado con la idea.
Presintiendo que se planeaba algo interesante, Vlojo se había ido acercando al grupo que discutía en medio de la calle, ayudando a caminar a su amigo Trevla, que todavía cojeaba aunque tenía mejor aspecto que la noche anterior.
–No, también sería un desperdicio en caso de que... –replicó Trevla, soltándose de su colega y mostrando que podía avanzar solo aunque despacio y usando la cola como soporte–. Jefa, déjame ir a mi.
Fretsa lo miró a los ojos por largo rato, y asintió. Contuvo la protesta de Vlojo prometiéndole que tendría la siguiente oportunidad para lucirse.
Sonie Vlogro, que temía más que nada la desmoralización de su gente vista la derrota, ya que aunque no le agradaba la idea su situación debía ser tomada de esa forma, aprobó la elección de Fretsa y se alegró de que sus guerreros mostraran todavía tanto ánimo combativo.
Mientras Sonie Vlogro reparaba en la guerrera con satisfacción, pensando en ella como guía de los destinos de su gente en un futuro cercano, los pensamientos de Fretsa estaban ocupados en una veta más bien personal. Después de que Trevla se marchara a cumplir su misión, se quedó mirando a la joven humana, recordando sin querer las palabras de Bulen y dejando que una ola de repugnancia y odio la invadiera. Le disgustaba su forma, su pequeñez y su piel; se dijo que se parecía demasiado a un kishime con esa tez clara y hasta la vestimenta que llevaba parecía provenir de uno de sus enemigos. Si no estuviera presente la anciana Vlogro y si no fuera por incurrir en el rencor de Grenio, la hubiera arrojado en ese mismo momento al mar.

Respiraba afanosamente, y varias veces temió haber sido visto por los kishime que rondaban por el desierto de piedra. Pero logró llegar, sin perder su camuflaje, hasta el grueso de las filas kishime, que al contrario del día anterior andaban mezclados y desorientados.
Lo sorprendió la aparente tranquilidad de esos seres. Algunos estaban sentados en grupo, pero no charlaban ni hacían ruido alguno. Otros descansaban, incluso alguno dormía de pie. No se habían preocupado por los cuerpos de sus compañeros. No parecían temer la presencia de la muerte, ni tener respeto por los demás; como si aceptaran todo con absoluta resignación y confianza. Los heridos estaban siendo atendidos por unos kishime que tenían la facultad de sanar con solo poner sus manos sobre el daño. Otros se quitaban las ropas manchadas y recomponían su apariencia.
Con cuidado de no tropezar con nadie, se coló entre un grupo que discutía a la entrada de una tienda cuadrada de tela blanca. Notó que muchos de estos kishime no habían estado en batalla, no había rastros de sangre o mugre en sus ropas ni en sus armas, y tenían una actitud brillante que contrastaba con la apatía del resto. Luego percibió un movimiento en el grupo y reconoció a uno de ellos. Bulen se había desprendido del grupo y avanzaba hacia él. Pasó casi por su lado, y Trevla contuvo la respiración. Bulen no se detuvo y siguió para ir a sentarse en una roca y contemplar el horizonte.
Lodar y Fesha también partieron, a contar a sus respectivos grupos lo que recién habían oído. Zidia, todavía lleno de sangre seca y el ruedo de su túnica negra de barro, permaneció en el lugar con Dalin y varios de sus hombres, discutiendo acaloradamente. Pero Trevla no entendía su lenguaje.
Sin embargo, captó que su atención parecía dirigirse constantemente al interior de la gran tienda y esto excitó su curiosidad por saber qué había dentro. La rodeó, dejando atrás el animado grupo, y pegó el rostro a la tela, tratando de adivinar que sucedía allí.
Sulei había llegado poco antes del amanecer, irritado al notar desde lejos que no habían hecho caso del acuerdo y habían comenzado la pelea. Venía pensando en reprender a unos cuantos, incluso poner un ejemplo, pero el relato de las batallas, con la confirmación de Bulen, y el obvio estado de inferioridad en que habían dejado a los trogas le quitaron las ganas. Además, los que habían iniciado todo no estaban allí, pues Zefir y Budin habían perecido a manos de Grenio. Tener la certeza de que se hallaba al alcance de su mano, también lo puso de buen humor.
Estaba reclinado en una poltrona formada por un montón de telas apiladas; junto a él había una mesa improvisada sobre una piedra ancha con algunas lámparas y cuencos de agua fresca; y del otro lado estaba sentado Tobía.
–¿Lo habrán tratado bien en el camino? –inquirió del tuké, que lo miraba con infinita curiosidad. Había algo distinto en Sulei, algo que no podía definir pero veía claramente.
–Sí, sus sirvientes me cuidaron muy bien –contestó con ironía.
Trevla escuchó las voces y supo que había un humano. Quedó estupefacto. ¿Para qué traerían a un humano? Porque en esa región no habitaban; pero era insólito que los kishime viajaran en compañía de un humano. ¿Estaría equivocado? Trevla se arrodilló y trató de encontrar una rendija por la cual espiar el interior.
–¿Ellos están aquí? –preguntó Tobía, con voz entrecortada.
–Sí –sonrió Sulei–. Llegaron antes que nosotros. Eso quiere decir que no vinieron caminando como nosotros, ¿no le parece, monje? ¿Será necesario, después de todo, su presencia en este lugar? –añadió con sorna.
Tobía palideció. A razón de varias frases de Sulei del mismo tono, tenía la impresión de que el kishime no lo consideraba necesario para sus fines, y que lo conservaba como diversión, para torturarlo con su traición.
–Pero yo... –se interrumpió Sulei, levantándose, y preguntó con tono burlón–. ¿Qué tenemos aquí?

La cualidad que Tobía no podía fijar, se hizo evidente al verlo caminar a la luz del día. Sulei había adquirido cierta materialidad, sustancia y gravedad, en contraste con la apariencia de palidez marmórea e ingrávidos movimientos de los demás kishime. Las ropas le sentaban mejor, el conjunto negro se pegaba a su piel como si le hubieran crecido músculos, y la calvicie blanca dejaba traslucir venas verdosas que sobresalían al caminar y hablar. Esto se sumaba a su habitual energía y carisma, generando en los kishime medio agotados de tanto batallar, desconcierto y arrastre a la vez.
Sulei se dirigió con paso majestuoso hacia la ciudad devastada, y todos lo siguieron, lo hubieran seguido adonde fuera.
Los guardias trogas notaron el lento acercamiento con gran nerviosismo, cuando no creían tener que afrontar todavía otra lucha.
Al mediodía no habían tenido noticias de Trevla, y los jefes de clanes ya estaban sacudiendo la cabeza sin esperanza, cuando les llegó la noticia del nuevo ataque.
–¿Qué pasó con Trevla? –se preguntó Vlojo, no podía creer que lo hubiesen capturado.
Pero ni Fretsa ni las otras guerreras le respondieron. Se estaban preparando para este nuevo desafío y no podían pensar en amigos que debían quedar en el pasado.
Sulei iba al frente, flanqueado por Bulen y los guerreros nuevos que había traído consigo. El resto los escoltaba; más ansiosos por ver los resultados que Sulei había obtenido que de pelear con los trogas. Los más tradicionales eran escépticos, pues consideraban imposible que alguien mejorara su esencia con una máquina. Los demás esperaban un gran show, porque el kishime que había ascendido a jefe del Consejo, que casi lo había desbaratado, prometía grandes hazañas. Con este halo de esplendor y la conciencia de tenerlo, se plantó frente a las puertas de Frotsu-gra, exigiendo que le dieran paso.
Vlogro, Grenio y otros jefes de clan aparecieron en la puerta.
–Me parece que esto es suyo –exclamó Sulei remarcando cada palabra, y les arrojó un bulto.
Fretsa perdió color y los demás se sobresaltaron al contemplar la cabeza de Trevla sin su cuerpo. Un rumor sordo cundió entre los trogas. Vlojo, que casi podía decir que había previsto esto en su ansiedad por su amigo, salió corriendo de la ciudad. Grenio lo atajó, tirándolo con violencia al suelo. Vlojo tenía razón en sentir rabia, dolor, odio; y podía descargarse contra todos los que quisiera, pero no todavía. Además, Sulei era para él.
Vlojo se levantó del suelo y se arrodilló, ocultando el rostro entre las manos; aturdido como para enojarse con quien lo había arrojado, pero sin deseos de humillarse frente a esos fríos monstruos.
Grenio y los jefes tenían la atención fija en Sulei. De repente vieron cómo su imagen parpadeaba y con un sonido de corcho destapado, desapareció. Por un segundo lo esperaron, inquietos, y cuando al fin notaron algo, Sulei ya tenía entre sus manos a la anciana Vlogro. Antes de que pudieran mover una mano hacia él, aunque estaba a un paso de Grenio, los dos se habían esfumado. Sulei reapareció junto a su gente y Sonie Vlogro miró confundida alrededor.
El kishime la sostenía por el cuello. Los trogas quedaron estáticos, temerosos de que le hiciera daño, pero la anciana no tardó en recuperar su valor. Intentó desprenderse, arañando con las garras en rápido zigzag su rostro y brazos. Extraño, el kishime no perdió su sonrisa aunque tenía la cara surcada de estrías rojas rezumantes. Tan sólo la soltó y empuñó su cimitarra y, sin aviso, la partió al medio. La troga cayó al suelo, torso y cabeza separados de la parte inferior del cuerpo, todo embolsado torpemente en su capa gruesa. Un grito de asombro se elevó desde las filas trogas y Grenio dio un paso adelante.
Sulei también avanzó unos pasos, a la vez que los cortes en su piel blanca se iban cerrando a un ritmo acelerado, hasta no dejar rastros de haber sido herido. Se detuvo, confiado, a unos metros del troga que hervía de indignación. Sus músculos temblaban por el esfuerzo que hacía por no salir corriendo hacia la multitud kishime en su furia asesina.
El kishime alzó el brazo izquierdo y de su palma brotó una bola de energía; para la cual Grenio se preparó con su espada. Sulei notó por primera vez que estaba mejor armado que antes y decidió aumentar la fuerza de su ataque; ya no temía el quedarse sin potencia.
La energía, que el troga percibía como una nube vaporosa que se acercaba, voló por el aire y cruzó el camino de su shala. El filo interceptó la energía, difuminando gran cantidad, pero no toda. Grenio sintió el impacto caliente y la fuerza cinética que lo tiró al suelo, de donde se levantó enseguida, demasiado emocionado para sentir el dolor. Los trogas seguían en suspenso, si bien Fretsa, que se hallaba delante de todos, sintió el olor a quemado y vio las prendas hechas jirones. Sulei, mientras tanto, preparaba otro lanzamiento de energía que lo golpeó apenas Grenio pudo ponerse de pie. Esta vez, en lugar de calor como fuego, Grenio sintió una onda que lo traspasó, haciendo tintinear cada célula como si trataran de arrancarle el alma. Respiró, para sacarse el aturdimiento, y se lanzó hacia Sulei.
Ante la mirada expectante de sus hombres, Sulei mantuvo la calma y lo esperó en su sitio, alzando su shala para contener el golpe. Las hojas chocaron con un repique brusco, tratando de cortarse una a la otra pero en igualdad de condiciones. Sulei apreció la hoja azulada:
–¿Debería preguntar donde conseguiste esa maravilla antigua? –susurró, para disgusto del troga que quería más acción y menos de su charla necia–. Supongo que es la respuesta que esperaba de Fishiku.
Preparó otra bola de energía. Tenía que detenerla esta vez, se dijo Grenio, y levantó un brazo como lo había hecho tantas veces. Magia, cuando el poder lo alcanzó la barrera se formó a su alrededor, y enseguida contraatacó con un golpe que le devolvió al kishime su energía, reforzada. Sulei sonrió; era la oportunidad que estaba buscando, levantó una mano. El troga creyó que no podría desaparecer toda esa energía con su shala. Una pared invisible cubrió al kishime, para sorpresa de Grenio.
Los kishime lanzaron una exclamación ahogada de admiración.
–¿Qué más tienes? –lo toreó Sulei, y zarandeó su cimitarra, emitiendo destellos de luz.
Bulen se dio cuenta de que se estaba rompiendo los dedos de tan fuerte que apretaba sus manos mientras, con rostro forzado, observaba los movimientos de Sulei, buscando una falla, un síntoma, cualquier cosa.
A esta altura ya debería haber aprendido de sus batallas, pero no. Grenio se lanzó hacia el adversario, sabiendo que lo estaba tentando para cometer una tontería, pero dispuesto a una lucha cuerpo a cuerpo si era necesario. Sulei consideró que su personalidad no cambiaba para nada a pesar del poder que ostentaba. “Es un tonto, ¿por qué le dieron el poder a él?”
El mundo no marchaba bien, y él lo iba a arreglar, pensó mientras el troga lo hostigaba con su espada. Sus hojas estaban pegadas; Sulei se encontró cara a cara con Grenio. El troga usó la mano derecha para golpear su rostro.
Aunque le dio un golpe que hubiera derribado un árbol, el kishime apenas ladeó la cabeza y lo miró impasible, ¡como si no lo hubiera tocado! Grenio se separó un poco, giró para intentar un sablazo con impulso; Sulei lo esquivó con un pequeño salto atrás y levantando su cimitarra encima de su cabeza, la derribó sobre el troga.
Grenio inclinó el cuerpo a la derecha y la hoja rozó su brazo izquierdo. De revés, envió la hoja de su espada contra el kishime; pero Sulei se desvaneció en el aire.
Presintiendo que iba a aparecerle atrás, Grenio permaneció inmóvil y, apenas creyó percibir su presencia, viró el cuerpo y le dio un golpe de codo con su brazo fuerte. Sulei se vio sorprendido por la maniobra y recibió el impacto en su pecho. Por un momento se asustó, trestabilló, sintió la preocupación de sus hombres como un imperceptible movimiento hacia delante, y fue a dar con una rodilla al suelo. Apoyó una mano en el nacimiento de su cuello, notando dolor pero ninguna fractura fatal. Su confianza volvió. Rebosante de energía, contento, paró la shala de Grenio con su cimitarra, se enderezó empujando al troga, y saltó.
Desde el aire, como pendiendo de hilos, arregló la posición de su arma en vertical, pensando en clavarla y partirlo de arriba abajo.
Grenio alzó los ojos y la luz del sol lo cegó, impidiéndole ver el ataque dirigido hacia él. Un troga gritó. Grenio cerró los ojos, y súbitamente se movió a un lado, escapando por milagro. Sulei cayó en el piso levantando una nube de tierra y polvo, al estrellarse su shala contra el suelo. En el lugar quedó un pequeño cráter.
–Li deshi gosü –ordenó Bulen, con voz nítida en medio del silencio del día.
Los guerreros de Sulei se adelantaron con paso marcial. Del otro bando no permanecieron indiferentes. Preocupada por el futuro, al mirar a los trogas que la seguían y la inseguridad que nacía en sus miradas, Fretsa aferró sus tridentes y clavó un pie en tierra. En esta batalla, Grenio estaría ocupado con este poderoso kishime; los jefes de la ciudad estaban muertos, no había dirección ni buen ánimo, y el valor decaía con la lucha constante y el número creciente de heridos. Más que a una guerra contra sus viejos enemigos, se enfrentaban con la desaparición de su raza y su estilo de vida; y ella tenía que tomar las riendas para impedirlo.

Cáp. 16 – Un amigo en un lugar extraño

Los enfermos estaban siendo embarcados, Amelia no sabía con qué destino. El curandero se ocupó de seleccionar a los que podían mejorar y un par de jóvenes de aspecto repelente como grandes arañas, los llevaron a rastras hasta las balsas. La joven estuvo contemplando un rato el procedimiento y luego comenzó a deambular por las calles vacías. Todos los guerreros que seguían de pie estaban reunidos en la batalla; ahora sólo podía esperar. Pero no podía quedarse quieta, y empezó a vagar sin darse cuenta.
Se topó con una escalera y subió por ella, rodeando una construcción de bloques grises y barro que se mantenía erecta entre el desastre general. El viento sopló en su cabello y por un segundo miró hacia el mar, buscando con los ojos el puerto adonde se dirigían los trogas que veía partir del muelle, en precarias barcas chatas que se bamboleaban temerariamente. Después se dio vuelta y observó el campo de batalla por primera vez. El efecto de esas imágenes, a plena luz del día, la dejó sin aliento. Había estado todo el tiempo a un paso de esa masacre, esa violencia, y no podía creer lo que veía; mucho más impresionante que piedras rotas y heridos que al menos respiraban. A la distancia, no podía ubicar a quienes conocía, pero sabía que allí estaba peleando Grenio. ¿Esperaba que saliera con vida o no? No, no podía desearle la muerte aunque fuera su enemigo, como decía él; además, reparó en su soledad y lo impensable que sería quedarse desamparada en ese lugar.
Pensaba en su propia situación, temiendo lo peor, cuando vio por el rabillo del ojo un movimiento, alguien o algo que se acercaba por un camino oculto entre las dunas. Una figura tapada aparecía y desaparecía en las vueltas del sendero. Pensó en dar la alarma. Miró alrededor, no había ningún troga. Si volvía al puerto y le hacía señas al curandero, iba a perder tiempo. Corrió escaleras abajo.
En la calle, se sintió enterrada entre los altos muros. Se apresuró hacia la puerta por donde iba a entrar la figura y una vez allí, se ocultó tras un muro medio derribado.
La figura, totalmente embozada, aminoró el paso al acercarse a la ciudad y al llegar asomó la cabeza con precaución. Amelia contuvo la respiración y probó a echar un vistazo por el costado de su escondite. Así lo hizo, y obtuvo una fugaz visión de alguien pequeño que cruzaba la calle y desaparecía de su vista tras una pared. Con el corazón galopante, se volvió a esconder. Tenía que ser un kishime, por su delgadez y estatura.
Amelia se deslizó hasta el final del muro, que descendía, agachándose. Al final, se estiró y miró de nuevo por encima de la roca. Esta vez vio al extraño de espaldas. Caminaba vacilante, con temor a ser descubierto pero arrastrando los pies, como cansado. De pronto, la figura se volteó, sintiendo que lo estaban observando, y Amelia tuvo un atisbo de su cara.
Intentó hablar, pero encontró que tenía la garganta atenazada, seca, por los nervios que había pasado. Murmuró algo, pero eso fue suficiente para que el otro se detuviera y corriera a ocultarse tras un pedazo de escombro.
Animada por esa actitud que lo delataba, la joven caminó lentamente hacia él y lo llamó:
–¡Oye! ¿Eres tú?
Tobía levantó la cabeza un poco, sin dar crédito a sus oídos, y su expresión de pavor se derritió gradualmente en una gran sonrisa. Corrió a abrazarla.
–¡Amelia! ¡Qué alegría encontrarte, y a salvo!
–Sí, Tobía –asintió ella, todavía en un apretado abrazo, y conteniendo un sollozo contra su cuello. Preguntó en un murmullo–. Pero ¿estás bien? ¿Qué ocurrió? ¿Cómo llegaste aquí?
Tobía se separó para respirar y sonriendo, explicó rápidamente:
–Hay un grupo de tukés y humanos... vine con un grupo de mis compañeros, que nos están esperando a cierta distancia de este lugar. Claro, que no podíamos acercarnos para que nos vieran porque es peligroso, pero... hemos venido por ti.
A la joven se le iluminó el rostro.
–¡Gracias a Dios! –exclamó, apretándole una mano entre las suyas–. Ya estaba pensando como salir de aquí... Hay tanto que contarte, además... Descubrimos algunas cosas, estuvimos en Fishiku, vimos a los kishime pero... ¿Cuántos son Uds.? ¿Mateus está bien, está contigo? Creo que le va a interesar saber lo que encontramos... un palacio invisible ¿puedes creerlo?
Tobía detuvo su entrecortada charla y, vigilando que estuvieran solos, respondió:
–Sí, ven conmigo, por favor. No podemos tardarnos mucho ¿entiendes?
Amelia lo siguió, ofuscada. En realidad no se había recuperado de la sorpresa, y quería preguntarle varias cosas, pero caminó en silencio tras de sus pasos sin decir palabra. Solo le susurró, una vez cruzaron el jardín de piedra:
–Nunca creí que fueras tan valiente como para venir solo a Frotsu-gra para buscarme... –pero como sonaba demasiado a sarcasmo, agregó–. Gracias, Tobía.
El tuké no respondió, ni siquiera con una sonrisa, pues sus palabras de amistad y confianza le quemaban el pecho. Rogó estar haciendo lo correcto y tener la fuerza para llevarlo a cabo.
El camino que Tobía había tomado salía de la península, rodeaba un acantilado sobre una estrecha playa de arenas blancas y se internaba en las dunas. Un pasto duro y color ceniza crecía en las ondulaciones, sosteniéndolas contra el duro viento del mar. Desembocaron en una planicie rocosa, que Amelia recordó haber pisado antes, y pronto estuvieron a la vista de un barranco poco profundo en el fondo del cual corría un arroyo. Amelia miró hacia atrás; se habían alejado bastante, ya no podía ver Frotsu-gra, y sintió lástima por sus guerreros.
Tan absorta estaba en sus pensamientos que no percibió que habían sido rodeados por un cinco kishimes vestidos de gris y armados con gruesas espadas, hasta que uno de ellos la tomó del brazo.
–¡Ah! –gritó, alarmada, y luego vio a Tobía, quieto; dos kishime lo tenían sujeto–. ¿Qué hacen?

La lucha se mantenía trabada; ninguno de los dos tenía heridas de importancia, Grenio sólo quemaduras y cortes leves, y Sulei parecía indestructible. Tenían la misma capacidad en sus armas. Los golpes no parecían afectar al kishime más que a otro troga, podía estar luchando con su reflejo. Ambos podían cubrirse de los ataques de energía. Pero Grenio comprendía que Sulei tenía ventaja en la forma que podía trasladarse de un lado a otro y en el uso de energía. Era cuestión de tiempo, de quien se desgastaba primero o quien tenía más suerte. Pero él no podía confiar en la suerte; sólo en lo que podía hacer con sus manos.
Hizo una pausa para respirar, luego de una seguidilla de estocadas que cortaron la tela negra de Sulei, pero no más. Observó que Fretsa estaba peleando con un kishime alto vestido de gris con cabello lacio blanco. Parecía tener problemas en vencerlo, ambos corrían en ese momento en paralelo y los dos saltaron. La troga abrió sus alas, el kishime flotó en el aire y desplegó su látigo. La punta se enroscó en un tridente de Fretsa y ella tiró, aun antes de posarse en el suelo. No pudo con su adversario, y el kishime logró arrancarle el arma de la mano. Acto seguido, el látigo ondeó de nuevo en dirección a la troga, que había plegado sus alas negras, y cortó la trayectoria con su otro tridente, giró y se lanzó hacia el kishime. El látigo se enroscó en el cuello de Fretsa, quien tiró hacia atrás interrumpiendo su embestida. Fretsa sintió un ahogo repentino y se congeló en el lugar, tratando de arrancarse la correa con sus uñas. El kishime se adelantó con calma.
Grenio apretó sus manos para contener la furia que subía desde su estómago y espalda, y se enfrentó a Sulei.
–¿Qué se han hecho? –preguntó con voz oscura.
–Al fin preguntas... –exclamó su adversario, apartándose del camino de otro combatiente, con una sonrisa feliz–. Por fin notas que no somos los mismos, somos superiores.
–¿Cómo? –replicó el troga, parando su estocada y asestando un puñetazo en su pecho.
Sulei se detuvo un instante para sacudirse su mano de un empujón, y explicó:
–En mi carne está la tuya, todo tu poder. En la de mis hombres... la de simples humanos. No es mucho, en comparación con el elegido... Sin embargo, también los humanos cuentan con esta deliciosa sensación de gravidez y vitalidad; alimentan nuestra carne voraz, nuestra energía sin límite que pugna por expandirse en el universo y sobrepasar los límites del cuerpo.
Grenio no entendía la mitad esotérica de su explicación, pero sí lo suficiente para sentir asco.
–La mía... no es posible –susurró, a la vez que lo asaltaba el recuerdo del cadáver de Tavla en el sótano, flotando en líquido en una maquinaria antigua.
–Sí, ¿no te acuerdas del estado en que quedaste cuando peleamos... o la última herida en que perdiste un pedazo de muslo? –susurró la voz del kishime, invadiendo su mente aunque no quisiera enterarse de eso.
Miró con atención; habían alcanzado lo que ningún troga podía creer, acostumbrados a despreciar a los paliduchos kishime por su fragilidad. Una docena más o menos de kishime, vestidos de gris como Bulen o negro como Sulei, estaban haciendo el trabajo que el día anterior habían intentado casi quinientos, enfrentándose a los guerreros más fuertes y habilidosos de la raza troga. Grenio desechó el pesimismo que lo invadía y arremetió contra Sulei. Todavía tenía cosas que hacer, tenía que vencer a este loco, a Bulen, vengarse de Lug y restablecer el nombre de su clan. Y no quería que este nombre fuera el de destructor de su raza.

Amelia se dejó guiar, inquieta, pero no asustada. Se decía que, por lo que había dejado escapar Bulen, su jefe la quería viva y además, los kishime no habían dado señales en contra de ella o el tuké. Sólo los tomaban prisioneros y los estaban llevando lejos de Frotsu-gra. La distancia no tenía importancia porque en el fondo esperaba que la fueran a rescatar.
Observó que Tobía estaba transpirando, pálido, y que no le devolvía la mirada, y le extrañó su miedo, cuando siempre se había mostrado aventurado y descuidado en todo tipo de situaciones raras. Pero no le dio importancia, en ese momento llegaban a su destino.
El kishime que la escoltaba, que no había más que deslizado sus ojos por ella en todo el camino, como si no existiera, la empujó hacia el interior de una tienda de seda negra. La joven se preguntó por qué habrían instalado una tienda en ese lugar desolado, a gran distancia de donde se combatía, y al parecer vacía. Pero no, al acostumbrarse sus ojos a la oscuridad, distinguió una figura delgada e inmóvil, un kishime parado junto a un arcón de madera profusamente decorado. Zelene tenía las manos ocultas entre sus vestiduras.
Amelia notó que Tobía se hallaba junto a ella, y dos guardias cerraban la entrada. El otro sacó las manos de su ropa, extrayendo un objeto. Amelia retrocedió. Tropezó con otro kishime. Inspiró fuerte, tratando de recuperar el valor. Vio que lo que llevaba Zelene en la mano era una cuerda bien enrollada, delgada y oscura, y suspiró.
Zelene enrolló un trozo en las muñecas de Tobía, le ató las manos en la espalda y luego lo hizo arrodillar, para unir la cuerda a sus pies. Luego le indicó al otro que hiciera lo mismo con Amelia. La joven se quejó cuando el nudo comenzó a tirar y a hincársele en las muñecas.
–Pensé que Uds. usaban métodos más sofisticados –dijo en tono irónico, aunque el kishime no dio señales de entender ni de importarle lo que dijera.
La joven perdió el equilibrio al tirarle hacia atrás con la cuerda, y cayó pesadamente al piso, arañándose la cara contra las piedras. Amelia intentó rodar sobre sí misma, pero si salía de la posición fetal, las cuerdas se tensaban y la cortaban. Observó que un par de kishimes permanecían en la puerta; los podía ver al moverse la tela de la entrada con la brisa; el que estaba dentro al llegar, salió y habló unas palabras con ellos. Amelia los maldijo por haberlos dejado solos, mientras con la punta de los dedos de una mano escudriñaba el suelo en busca de un guijarro filoso. Había caído, por desgracia, donde sólo había pedregullo pequeño. Igual probó raspar la cuerda con un pedacito de roca.
Tobía había logrado darse vuelta para quedar de cara a la muchacha, cuando entró Zelene. De inmediato ella cesó con su trabajo, en su sobresalto soltando la piedra filosa que había encontrado. El kishime pasó entre ellos con indiferencia, seguido de cerca por los ojos ansiosos de la joven. Abrió la tapa del arcón y sacó una daga aguda, que se puso al cinto, un bol de metal verdoso que tenía los bordes repujados en forma de hojas y frutas y un asa en forma de cola de animal; y por último un farol. Amelia notó que depositaba la lámpara encendida sobre el arcón y le dijo a Tobía:
–Oye, dile que necesito agua, ahora.
Tobía lo tradujo y el kishime se dio vuelta, sorprendido. Enseguida se acercó para observarla mejor, como si su petición fuera extraña. Al ver su rostro macilento y labios resecos, debió de haber pensado que sí era necesario, pues enseguida dejó la tienda.
Amelia comenzó entonces a arrastrarse y revolverse, tratando de arrodillarse a toda prisa antes de que el otro volviera.
–Ven acá, siéntate –le susurró a Tobía, mientras ella se había aproximado al arcón y luchaba por arrodillarse.
De espaldas a la lámpara, trató de alcanzarla con sus manos. Pero el mueble era más alto de lo que ella podía alcanzar en esa posición. Sintiendo como el sudor corría desde la raíz del cabello y por su rostro, hizo un esfuerzo doloroso por estirarse, clavando las rodillas en tierra y tirando de sus brazos hacia atrás y hacia arriba. Toda su fuerza se desvaneció en medio del dolor, y tuvo que encorvarse en el piso para recuperar el aliento y evitar que la conciencia se le nublara. ¿Cuánto tardaría en volver? Tobía la miró con lástima, y ante su mirada de piedad, ella recuperó fuerzas y se volvió a incorporar de un salto. Con la cabeza, empujando con la barbilla de costado, llevó la lámpara al borde y la dejó caer, atrapándola en el aire entre sus dedos.
La depositó en el suelo y quitó el velo de cristal, sintiendo el calor cerca de sus palmas. Acercó la cuerda que unía pies y manos y esperó a sentir el olor a quemado, para tirar y romperla. El material era pastoso y al calentarse se estiró en lugar de romperse, pero aplicando un poco más de fuego, podía rasgarlo. Con un gemido de satisfacción, Amelia vio sus miembros separados y pudo volver a una posición más confortable. Entonces, percibió un movimiento en la cortina y quedó helada.
Era sólo el viento; los dos guardias seguían vigilando de espaldas. Pero, ¿cuánto tiempo le quedaba, y lograría desatar el resto de las cuerdas? Los nudos eran muy finos para sus dedos. Desesperada, levantó la tapa del arcón y miró en el interior. Al principio, creyó ver una cabeza y unos frascos y eso la llenó de un helado horror; hasta que se dio cuenta de que se trataba de un espejo oval que reflejaba su rostro espantado, y unos cuantos recipientes de vidrio, instrumentos de metal y unos cuantos cuchillos de metal y cuarzo. Tanteó estos últimos, probando con la yema de sus dedos cual tenía más filo y escogió el que la hirió primero. Con esto cortó la soga de los pies de Tobía y con cuidado, desgastó la cuerda en torno a sus muñecas. El tuké tiró de las últimas fibras, y se halló libre. Tobía sonrió con un poco de malicia, al imaginar la cara de Zelene al regresar. Entonces, oyeron unas palabras suaves. Amelia se tiró al piso y atisbó unos pies que se acercaban.
–Vete –le susurró con urgencia al tuké, señalando la parte de atrás de la tienda.
Tobía negó con la cabeza y se acercó, a desatarla. Amelia negó con la cabeza, ella se sentía segura entre los kishime, pero él correría peligro si lo agarraban ahora. Tomó la daga y la escondió en el cinto de la pollera, debajo de la camisola. El tuké cerró la tapa del arcón y se deslizó por debajo de la tienda, mientras Amelia pateaba la lámpara, justo en el momento en que Zelene descorría la cortina.
Tobía se asombró de la diferencia que habían hecho unos minutos de ser prisionero, dudó si volver por la joven pero decidió correr. Estaba a unos metros cuando oyó el grito de alarma de Zelene y se alegró de que poco más adelante, el terreno cedía paso a una quebrada o cañón. Miró hacia abajo: la tierra formaba un declive casi vertical, de cinco metros o más, en tierra irregular, reseca y cubierta de guijarros. ¿Qué otra salida tenía? Se tiró hacia abajo, aterrizando en sus pies a un metro y medio del borde y resbalando sobre su cola el resto del trayecto, mordido por piedras filosas y levantando una nube de polvo que rogó los kishimes no notaran.
Después, giró a la izquierda, probando de forma inconsciente el camino de vuelta a Frotsu-gra, y se fue escondiendo a la sombra de la quebrada, corriendo hasta quedar sin aliento cuando el terreno no era resbaloso por los cantos.

El kishime se sorprendió al encontrarse en penumbras, pero unos segundos después notó lo ocurrido al levantar la lámpara, con la grasa desparramada en el suelo y el cristal quebrado. Sus ojos, mientras tanto, se habían acostumbrado al ambiente interior y notó que faltaba uno de sus prisioneros. Amelia se hallaba calmosamente sentada sobre sus piernas, mirándolo sin temor. Zelene gritó y los guardias abrieron la tienda, inundando el interior con la luz del sol. Amelia parpadeó y ladeó el rostro.
–No les interesa perseguirlo –se dijo la joven, cuando contó y había cuatro kishime rodeándola; uno había partido tras Tobía o en otra misión.
¿Qué pretendían?
Zelene había vuelto, presa de una furia contenida, exasperado por haber sido engañado por una humana. En su agitación, le arrojó a la cara el agua que había traído, lo que disolvió su ira y dejó pasmada y sosegada a la muchacha, aunque con más sed que antes.
Ahora, con la lámpara encendida de nuevo y los guardias mirándola de cerca, Zelene recogió del piso el bol del agua y le sacudió el polvo con la manga. Luego hizo una seña y uno de los kishime tomó a Amelia del hombro y sacó su arma. La joven vio alzarse en la pared la sombra de la espada, y cerró los ojos. El filo bajó y cortó limpiamente sus ataduras, dejando sus manos enteras de milagro.
Zelene tiró de su brazo derecho, arrastrándola hacia él, y con la daga le hizo un tajo en la piel del antebrazo, cortando sus venas. Antes de que ella misma sintiera el dolor, que fue tan sólo un ardor punzante por lo delgado de la hoja, la sangre empezó a brotar de la herida y a caer en espesas gotas. El kishime la recogió en el recipiente, ante los ojos asustados y fascinados de la joven, que luchaba por desprenderse de su apretón.
Miró alrededor, pensando en su terror que volvía a hallarse en el cuarto donde una máquina se le clavaba en el cuerpo y penetraba en su mente; que nunca había salido de allí. Pero no, sólo vio cuatro rostros pálidos que la miraban imperturbables, tal vez un poco intrigados, y se dio cuenta de que estaba gritando. En el mismo momento se calló, el lugar giró y su vista se oscureció.
Amelia cayó inconsciente en el piso, pero sólo un par de segundos. Al recuperarse, Zelene ya había terminado con su tarea vampiresca y estaba guardando el líquido rojo en un frasco con tapa, dejándolo correr gota a gota desde su bol recamado. Los otros habían salido, excepto uno que seguía arrodillado a su lado.
Amelia dejó escapar un quejido y se incorporó. Seguía mareada. El brazo continuaba sangrando y lo apretó contra un costado del cuerpo, a ver si la tela contenía la hemorragia. No tenía miedo, como si se le hubiera escapado con la sangre, pero sentía asco, enojo, indignación, porque no entendía para qué hacían aquello.
En su cintura palpó la dureza de la daga; no se habían percatado de su ausencia.
Terminada la tarea y seguro de que el contenido del frasco se conservaría bien, Zelene sólo tenía que cumplir la siguiente parte del plan: deshacerse de la humana para siempre.

No había tenido suerte en sus ataques, no había sido certero, y Sulei le estaba llevando la delantera. Al embestirlo a pura rabia, Sulei le encajó un corte en el pecho, y él apenas pudo rasparle el brazo, que enseguida sanó. Sulei lo empujó con una descarga en pleno tórax, que lo envió hacia atrás con la garganta quemada.
Grenio tropezó con un cuerpo. En la caída, percibió que se trataba de un troga. Al apoyar una mano para incorporarse, la tela que cubría el cuerpo cedió, algo rodó, y se encontró cara a cara con la cabeza de Sonie Vlogro. La anciana lo contemplaba con ojos velados y siniestros, como si no pudiera creer, al morir, que el destino estaba echado en su contra.
Sintió un soplo amenazador y un grito, y vio venir de reojo el ataque de Sulei. El kishime había notado su distracción y le tendió una estocada directo al corazón antes de que pudiera levantarse. Lo hirió en movimiento, errando el golpe fatal, pero Grenio sintió la cimitarra hundirse entre sus huesos en medio del cuerpo, desgarrando músculos y arterias vitales.
Sulei se apartó y tiró de su shala, que terminó el trabajo al salir, astillando huesos y piel. El troga había quedado estático, entre la sorpresa y la dificultad para moverse. El kishime sonrió triunfante:
–Y así termina la profecía.

Cáp. 17 – Desaparecidos

Bulen había visto de lejos la proeza, felicitó a su jefe mentalmente y luego se unió a los vítores que el resto, quienes estaban contemplando el combate, empezaron a gritar. Se dispuso a alcanzar a Sulei, una sonrisa naciéndole en los labios.
De pronto, quedó helado al comprobar que el troga no había muerto, ni aún se consideraba derrotado. Grenio se arrodilló y alzó su espada brillante, pero Sulei no alteró su sonrisa confiada, sabiendo que la herida sería mortal más tarde o más temprano, aunque el troga no se rendiría hasta el último segundo de vida. Eso también lo enorgullecía, porque también llevaba un poco de esa tenacidad en su cuerpo.
Pero no sólo bastaba su esencia para obtenerla, también la desesperación por ser el último y tener una tarea que cumplir, legada en la sangre y la memoria por generaciones, un peso, un deber, y un juramento firmado con todo su corazón a un padre que admiraba y amaba como sólo una bestia puede amar. Su venganza, se dio cuenta Grenio, al erguirse en medio del dolor que atenazaba sus manos y volvía la espada de plomo, no se trataba de liquidar una cuenta, o de satisfacer un sentimiento herido, sino de una enorme obligación que le habían legado, a portar por encima de su ser, de su vida y de sus deseos. Pero él no se sentía disminuido o engañado por eso, al contrario, no temía por su vida porque era un instrumento; se sentía liviano, fuerte y ágil para llevar a cabo lo necesario. Se adelantó y movió la shala en un sólo movimiento, barriendo hasta las moléculas de aire y creando un vacío que succionó al kishime y lo arrastró en su danza mortal; la hoja volvió en reversa y atravesó al kishime.
El fragor del combate había cesado, el rugido murió como viento que se pierde en las montañas. La espada de Grenio cruzó el espacio ocupado por el kishime al mismo tiempo que Bulen se materializaba junto a ellos, y detenía la hoja mortal de la única forma posible, transportándola junto a su dueño a otro lugar. Pero en un mismo punto, en un instante, se habían cruzado demasiadas fuerzas, lo que creó una deslumbrante explosión.
Sulei parpadeó bajo los efectos de una nube de energía blanca y rayos más brillantes que el propio sol. Luego de concentrarse en una esfera diáfana, toda señal de energía se esfumó de pronto. El kishime comprobó que tenía una herida abierta pero no fatal, que cruzaba su cuerpo.
Bulen y Grenio habían desaparecido en el estallido de luz.

–¡Cuatro hombres, cuatro poderosos kishime para matar a una pobre mujer como yo! –exclamó la joven, irguiéndose para parecer más alta, acorralada entre Zelene, el kishime de atrás y otros dos en la entrada.
Sólo le contestó el viento de la tarde, que comenzaba a sacudir la tienda con violencia. “Son cuatro, no es justo... cuando ni siquiera Grenio lo haría, y eso que él tenía una justificación... esto no es justo”, se dijo; la respiración entrecortada y el miedo subiéndole a la cabeza como una oleada de aceite rojo.
Amelia dio un paso, sin pensar en qué iba a lograr; sólo reaccionó, se movió y tomó la lámpara de encima del arcón para lanzarla al rostro de Zelene. El kishime se cubrió por instinto, porque sus pieles eran muy delicadas, y el sebo ardiente le cayó en las manos y el cuello. La lámpara cayó al piso y se encendió el aceite que había caído antes. Amelia retrocedió un paso chocando contra el otro kishime, y reaccionó por puro miedo, pisoteando y moviendo los brazos frenética, y dándole un codazo al joven por casualidad. Sintiendo un poco de valor renovado, volvió a golpearlo en serio con todas sus fuerzas, y el kishime se dobló en dos. Pero al segundo un guardia la tomó de los brazos, impidiendo que le diera una paliza.
Zelene se hallaba junto al arcón abierto, limpiándose las manos con un pañuelo negro, y entre ellos las llamas de grasa se consumían. El kishime miró la situación frente a él con algo indefinible, como hastío o aburrimiento. Amelia seguía debatiéndose para escapar de las manos de su captor, que terminó por sujetarla de la cintura como a una niña pequeña. En ese momento, ella notó ante sus ojos la espada que el kishime cargaba a la cintura y tendió su mano para tomarla.
Una ráfaga de viento rugió y arrancó la tienda de cuajo, llevándose la tela en andas a cientos de kilómetros o más.
–La... bidi –señaló Zelene hacia el horizonte, y el guardia que Amelia había golpeado se puso en camino detrás de él, arrastrando a la joven.
Los otros dos cargaron con el pesado arcón y los siguieron, en una dirección que los alejaba cada vez más de la tierra de los trogas.

Por unos minutos, trogas y kishime permanecieron en asombrado silencio, detenidos en medio del campo de batalla. Pero poco a poco recomenzó la lucha, entre los gritos furiosos de Fretsa y Vlojo, que pugnaban por cerrar el camino que los separaba del jefe adversario, y las voces melodiosas de los kishime, que elogiaban el estilo de los hombres de Sulei. Incluso Lodar y Fesha aprobaron a gritos a su campeón.
Sin embargo, ninguno notaba la extraña contracción de los músculos del rostro que se iba apoderando de Sulei. Intentó comandar a su cuerpo, para que la herida se cerrara, pero aún a costa de gran esfuerzo, el cuerpo se resistía a sanar por completo. Al realizar un movimiento con el brazo, en lucha contra un troga alto con la espalda cubierta de espinas, el tajo empezó a sangrar. Además, sentía un mareo que no podía deberse a la herida ni al dolor: el escenario le daba vueltas. Utilizó un ataque de energía para repeler a su enemigo y se tambaleó. Sus hombres observaron el temblor que sacudió su cuerpo desde los pies, y cómo caía de rodillas, encorvado, presa de un dolor indescriptible. Su carne le ardía y parecía querer salírsele por la piel. Los demás vieron con aprensión cómo su cuerpo bullía bajo la pálida epidermis, las venas verdes saltaban a la vista y se convulsionaba en rítmicos sacudones.
Un guerrero se le acercó, temeroso, y al mirar su rostro, vio los ojos rojos y acuosos, inyectados en sangre.
–Delüshi li di su –logró murmurar entre sus dientes apretados, y el otro kishime lo levantó de un brazo y, sosteniéndolo apenas erguido, repitió sus palabras en voz alta.
Los trogas detuvieron sus combates, al notar que siete de sus oponentes se habían colocado en línea, junto a Sulei. Este inspiró varias veces, luchando por dominar su propio cuerpo, levantó la cabeza, y extendió el brazo izquierdo, manteniéndose de pie con ayuda de la cimitarra. Fretsa sintió un escalofrío y se dio vuelta, aun descuidando a su contrario.
Algunos trogas retrocedieron, por instinto, hacia el terreno de la ciudad, confiando todavía en la mágica protección de la tierra materna. Los hombres de Sulei fueron poniéndose de cara al enemigo, coordinados en silencio y con semblante tranquilo, las espadas bajas y los ojos clavados en ninguna parte. Un respetuoso silencio y una sensación ominosa dominaron la escena. Fretsa miró a ambos lados: se hallaba en primera línea, y Vlojo, que no se había separado de ella por temor a que le arrebatara su codiciada revancha, estaba medio inclinado a unos metros. Su piel fluctuó en la luz de la tarde, como al utilizar su mimetismo. Fretsa se preguntó si la actitud rara de los kishime se debía al suceso con Grenio, o a la herida del jefe. De pronto, se dio cuenta de que la piel de Vlojo brillaba, así como la suya y la de todos, bajo los efectos de un campo lumínico que provenía de los kishime.
Cada uno de ellos estaba envuelto en una esfera de energía, unos brillante y difusa, otros coloreada y definida; en el centro, Sulei tenía la cabeza gacha y la mano extendida, en un puño, hacia ella. Fretsa enfundó y contó los segundos, sin querer, esperando.
Sulei abrió la mano y la energía condensada en su cuerpo corrió por su brazo y brotó como de un manantial, pura corriente rosada. La troga se tiró al piso, y el disparo apenas rozó sus alas; de otra forma, la hubiera vaporizado. Al mismo tiempo, todas las esferas luminosas se abrieron como crisálidas y se fusionaron como una gran nube brillante y caliente, que se expandió a gran velocidad rumbo al mar arrasando todo a su paso.
De la ciudad de Frotsu-gra sólo quedaron pedazos de edificios humeantes, sólo rocas que habían resistido la pulverización. El campo de batalla era un sembradío de cuerpos amontonados, carne humeante, achicharrada, sangre pegada, y armas medio derretidas incrustadas en el suelo.
Los espectadores kishime se maravillaron con esta muestra de poder; resultaba increíble que tal cantidad de energía pudiera ser desplegada luego de pelear por horas, y que sus compañeros tuvieran aún fuerzas para andar. Sólo Sulei parecía dañado, pero en la euforia del momento, los vanidosos kishime le perdonaron que su jefe no fuera el más fuerte de todos.
Pero Sulei no se dejaba engañar por una victoria fácil. Su plan, maquinado y llevado a cabo contra todo riesgo, terminaba con que el proceso de asimilarse al elegido no funcionaba bien. El pedazo de carne de Grenio no era suficiente, o había perdido cualidades al tardar tanto en utilizarlo. Sulei no tenía más los poderes robados al troga, y se sentía muy enfermo.
Poco a poco los kishime se fueron retirando del lugar. Su tarea allí estaba terminada.

Donde el desierto de piedras daba paso a una tierra ondulada, seca y salpicada de espinos, Zelene mandó hacer un alto. Vio un raquítico árbol, de tronco retorcido y espinas en lugar de flores, y decidió que era un buen lugar donde abandonar el cadáver de la humana.
Amelia, quien venía caminando a duras penas detrás de sus captores, tratando de no pensar en la sed y el calor que tenía, y la debilidad que le impedía sentir las piernas, cayó al suelo cuando se detuvieron. Por un momento cerró los ojos y le pareció que se iba a desmayar, y eso la asustó, porque imaginó despertarse sola en el desierto. Luego, al abrir los ojos, levantar la cabeza y notar la actitud de los kishime, hubiera preferido no estar conciente. Era obvio que no formaba parte de su plan llevarla con ellos. No sabía si mantener la esperanza de que la fueran a rescatar.
Un kishime la levantó del cuello y por primera vez, su atención se fijó en lo que llevaba Zelene entre sus manos, que había sacado del arcón. El tamaño y forma eran los de una espada, y al descubrir la tela que cubría su empuñadura, la joven no pudo creerlo. ¿Qué hacían con la espada de Claudio? ¿No la tenía Tobía? ¿La habían robado? Pero ¿por qué no le había contado Tobía? ¿Por qué se la mostraba con tanta insistencia? ¿Qué quería de ella?
Zelene la clavó en la tierra a la miserable sombra del árbol. Luego sacó un frasco del arcón, lleno de un líquido anaranjado que brillaba al sol, y empapó el suelo junto a la espada y el tronco. Cerró la tapa del arcón, donde viajaba la sangre que le había sacado, hizo una seña, y los otros dos lo levantaron y partieron. Mientras ella los veía alejarse con ojos turbios, el pensamiento insistente de que no quería estar allí repercutiendo en el fondo de su mente, Zelene había tomado su daga y se le acercó.
El guardia la soltó y creó una chispa con su espada, para encender el fuego. El líquido oloroso prendió con voracidad. Amelia bajó los brazos, viendo venir la muerte en forma de afilado cuchillo. ¿No la ayudaría Tobía? ¿Había huido para salvarse? No, pero no la encontraría a tiempo, porque habían partido en dirección opuesta. ¿Grenio? Estaba ocupado, luchando por los trogas.
–No esperes que vuelva por ti... –le dijo el kishime, y ella se sorprendió, porque creía que no la entendía. El tronco reseco comenzaba a ser devorado y el quejido de la madera era un ruido de fondo espeluznante–. Aunque lo dejaste escapar. Él hizo un trato, tu vida por algo que necesitaba más.
Amelia comprendió, pero no podía creerlo. Zelene se le acercó un paso más y ella saltó como una furia hacia él, clavándole el cuchillo en el vientre y sacándolo con rapidez. Al tiempo que el kishime respingaba, se alejaba un paso y abría los brazos con sorpresa, ella salió corriendo a todo lo que daban sus piernas, sin mirar atrás. Estaba segura de que el otro la seguía, casi sentía el roce de sus manos tratando de detenerla.
Corrió sin aliento, pero de pronto una sombra pasó sobre su cabeza y se detuvo en medio del camino. El guardia, que había girado en el aire, interceptó su carrera y ella se dio de cabeza contra su pecho. “No puede ser... que termine aquí,” fueron sus últimos pensamientos, mientras su mano con el cuchillo buscaba inútilmente la garganta del kishime. Él la evadió, aferró su brazo, hizo que soltara el arma y lo retorció. Amelia perdió la consciencia todavía de pie, y cayó mientras el guardia atravesaba su pecho con la espada.
Su cuerpo inerte cayó de costado. El kishime la contempló un momento, y al final se decidió a darle vuelta. Tenía los ojos cerrados, la piel pálida y sucia de tierra, la parte superior de su vestido empapada de sangre pardusca, desde el cuello a la cintura, y no parecía respirar.


Texto agregado el 03-04-2007, y leído por 200 visitantes. (0 votos)


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