Cáp. 1 – Recuerdos del padre
Sesenta y seis años antes, Grenio había recorrido el mismo camino en compañía de su padre. En ese entonces, quien encabezaba el clan había pensado que era tiempo de que su hijo saliera del cobijo de Frotsu-gra y recorriera el mundo, entrenándose para lo que iba a ser la tarea de su vida si él mismo no podía cumplir su cometido. Fueron momentos difíciles para el joven troga, las penurias del viaje a pie y el enfrentarse a los humanos por primera vez, pero la alegría de ser discípulo de su padre, a quien veía como un guerrero excelente, superaba cualquier abatimiento. Los trogas que vivían en la costa, pasaban gran parte del tiempo entrenando para pelear, pero el jefe del clan Grenio podía derrotarlos a todo, lo que era una fuente de orgullo para su hijo.
La primera noche, luego de atravesar la llanura pedregosa que aislaba su ciudad de la tierra fértil, su padre armó una fogata y descansaron, mientras lo preparaba para algunas de las maravillas que iban a encontrar:
–Y montañas, mil veces más altas que el barranco más alto que hayas visto, con la punta nevada y ríos que corren a sus pies. Ríos cien veces más caudalosos que los arroyos que puedes encontrar en nuestra tierra. Llanuras verdes, amarillas, marrones. Y muchos seres humanos, por todos lados –con expresión cautivante, trataba de responder a la pregunta de qué contenía el mundo.
–¿Cómo son los seres humanos? –preguntó el joven, una versión mucho más delgada de su padre, y que además no había heredado su par de cuernos torneados.
Después de pensarlo un minuto, Jre Grenio contestó con el ceño fruncido:
–Son pequeños.
El joven se quedó admirado, considerando que si eran pequeños, y por la expresión de su padre no valían mucho, entonces sería fácil derrotar a su enemigo. No contaba con que primero tenían que encontrar a algún descendiente de Claudio, que había desaparecido cuatrocientos años antes. Pero eso lo iría descubriendo después, así como que los humanos, aunque débiles e indefensos, podían ser peligrosos cuando venían en cantidades.
Los primeros que vio, eran un grupo de niños pastores, en el valle de Tise, y pronto descubrió lo divertido y fácil que era asustarlos, arrancarles gritos de pavor y que salieran huyendo, tan sólo con mostrarse ante ellos.
Su padre lo reprendió por tomar el asunto a la ligera:
–Si queremos que nos tengan respeto, no puedes andar por ahí luciéndote. Se tiene miedo a lo que no se conoce, a lo extraño, lo inexplicable, así que ten cuidado.
En el valle de Nahiesa por primera vez fue perseguido por una turba furiosa, que lo culpaba de un incendio que destruyó sus silos y espantó a sus animales. Cuando llegó a la cima de la meseta donde nacía el río, escapando a duras penas de unos tenaces perseguidores que no querían perder la oportunidad de sacrificar la cabeza del demonio en ofrenda a la tierra, sintió una voz que le hablaba desde la copa de un árbol:
–Tampoco es agradable ser el malo siempre ¿no? – comentó su padre, risueño, dedicado a su actividad favorita después de pelear y cazar, que era lustrarse los cuernos.
Visitaron muchas regiones. Solían entrar a las villas humanas por la noche, espiando lo que hacían sus habitantes, para luego comentar y burlarse entre ellos; mientras disfrutaban el producto de la caza o el pillaje, a la orilla de un río o en la sombra de un bosque. Tampoco descuidaban el ejercicio, siendo el jefe Grenio un especialista en todo tipo de cuchillas, espadas y lanzas, estaba ansioso por pasarle las técnicas a su hijo, aun siendo pequeño para un adiestramiento completo. A veces el joven se preguntaba por qué apremiaba tanto a su padre transmitirle conocimientos, sobre la guerra, sobre la familia, sobre el mundo, como si esperara dejarlo pronto.
El joven troga creció hasta tener la fuerza y la habilidad que su padre esperaba de él, y aún para cumplir la tarea que su clan había intentado por cuatro generaciones, pero nunca en sus largos viajes había vuelto a pisar Sidria, desde que dejó su querido cuerpo convertido en cenizas.
Parado contra la luz del sol, contempló el ondulado paisaje cubierto de un mar de hierba verde, salpicado de espigas y flores y rocas negras que, como islas, estaban esparcidas por allí, sobre las cuales uno podía sentarse y disfrutar de los días cálidos y las noches estrelladas. El lago era un círculo casi perfecto que reflejaba los rayos del sol anaranjado del atardecer. Tobía y Amelia también se habían detenido un momento; luego descendieron del caballo y bajaron por la colina en dirección al espejo de agua.
La joven se arrodilló en la orilla para beber, recogiendo un poco de agua entre sus manos ahuecadas. Estaba llevándosela a la boca, cuando Grenio, que los había seguido con premura, le dio un manotazo que no sólo la dejó sin beber, también la arrojó al suelo con una oreja caliente. Azorada, Amelia se volvió a mirar sus ojos encendidos mientras sentía el sabor de la sangre en su boca, le había partido el labio ¿Por qué la atacaba ahora?
–¡Ey! ¿Qué haces? –gritó Tobía, corriendo e interponiéndose entre los dos, temeroso de alguna acción vengativa por parte del troga, que se venía esperando desde que habían salido de Tise–. ¿Qué te pasa?
–¡Es un insulto! –exclamó Grenio, exaltado, dirigiéndose al lago y agregó, entre sus dientes apretados–. Que ella beba del lago...
–¿Hum? –Tobía no se explicaba por qué era un insulto tomar agua.
Amelia se levantó y se acercó al tuké.
–¿Qué pasa? –musitó, pero no obtuvo respuesta. Miró las tranquilas aguas color cobre–. ¿Qué hay allí?
Como Grenio se quedó callado, perdido en sus recuerdos con la vista fija en el suelo y Tobía no tenía idea de qué pasaba, ella decidió aproximarse de nuevo a la orilla. Con movimientos deliberados puso su mano en el agua y esperó. Notando su gesto, Grenio dijo al tuké:
–El cuerpo de mi padre descansa en estas aguas.
A Tobía le tomó un segundo procesar la información y exclamar:
–¡Amelia! –pero ella ya se había apartado de la orilla, más impresionada por el tono lúgubre del troga que por su violencia anterior.
Su padre creía poder encontrar ahí alguna pista sobre cómo llegar a la tierra de Claudio, porque el último en morir a manos del humano tenía alguna conexión con ese lugar; había vivido en Sidria por muchos años aislado del resto del clan. Además, allí se podían encontrar los restos más antiguos de civilización, cuando los humanos convivían y luchaban con su raza.
Una noche de luna llena dejó a su hijo a orillas del lago y se introdujo en la antigua ciudad. Antes de que pudiera revisar las inscripciones y dibujos de las paredes y columnas, se encontró con un troga de un clan rival, quien había tomado ese territorio como coto de caza, habitando en una torre, acechando por las noches las aldeas y cazando humanos y ganado en los alrededores.
El joven Grenio despertó mucho antes del alba, sobresaltado, y se halló solo, acompañado del canto ominoso de criaturas nocturnas que chillaban entre el pastizal. Al poco rato, escuchó roces entre la hierba, y su padre apareció rengueando, un sangrado abundante le salía de un mordisco en el pecho.
Con la luz del alba, descubrió que el estado de su padre era peor de lo que temía en un principio. Aunque su herida podría cerrar en poco tiempo, le habían inyectado veneno en su torrente sanguíneo y al no sacarlo antes, se había esparcido por su cuerpo. Ahora su piel tenía una tonalidad grisácea, la herida estaba hinchada y la piel alrededor de sus ojos y boca tenía una costra amarillenta. Recostado contra una roca, el herido miró a su hijo que, enojado consigo mismo por no haber hecho algo a tiempo, con estupor estaba clavándose las uñas en sus propias palmas.
–Te glaso... –comentó lo hermoso que era ese lugar, y preparando a su hijo para lo peor dijo–. Tlo go tatso.
Su cuerpo se descompuso en los siguientes días, dejándolo debilitado como para mover apenas un brazo. El joven trató de buscar, con desesperación, las mejores piezas de caza, las raíces que había visto usar como medicina, el agua más pura. No durmió ni cerró un ojo, contemplando la fortaleza que admiraba y se desvanecía.
–Pareces enojado conmigo –murmuró su padre, un día que no le había quitado los ojos de encima hasta parecer hipnotizado–. Sé que no quieres que me muera, pero hijo, no podía eludir esa pelea. Ese troga es un renegado que creyó que invadía su terreno, y estaba tan loco por vivir ahí solo que no se podía razonar con él. Además, nos insultó diciendo que nuestro clan no había podido hacer nada contra un solo humano, y que no merecíamos existir. Por eso tuve que terminar con él, para que no repitiera esas palabras nunca más. Fue mi error no darme cuenta de que me había envenenado, con sólo una mordida.
–Padre... –ahora se sentía mal porque en realidad había estado pensando que había sido derrotado inútilmente.
Después de haber hablado más de lo que podía, su padre parecía agotado. Pidió agua, pero cuando se la trajo, estaba desmayado.
–¡Padre! ¡Padre!
Jre Grenio entreabrió los ojos y no lo reconoció. Desesperado, el joven lo sacudió para que despertara, deteniéndose luego en seco, con temor a empeorar su condición. La luz declinó, el sol rojo se deslizó sobre ellos y al anochecer, el troga susurró, aún tendido en el suelo y sin poder abrir los ojos: –Te nombro... Jre Grenio...
El joven tuvo que pegarse a sus labios para escuchar las últimas palabras.
Toda la noche permaneció inmóvil junto al cadáver, incapaz de reaccionar, porque entonces tendría que darse cuenta de que estaba completamente solo en el mundo y era el último de su clan, y pronto tendría que levantarse y proseguir con el deber de limpiar su nombre. El mundo giró y él seguía allí, viendo el rostro de su padre, que iluminado por el nuevo sol de la mañana, parecía haber recuperado su lozanía. Arrastró el cuerpo hasta el medio de la playa, fue a recoger ramas secas, juntó y ordenó sus cosas. Trabajó hasta agotarse, sin pensar, preparando la pira funeraria. Lo vio encenderse en llamas y consumirse, alimentando la pira cuando era necesario. Una tarea que habrían llevado a cabo, en ocasiones normales, una media docena de trogas adultos. Tiró las armas al fondo del lago, para que nadie más pudiera usarlas. Guardó la espada de Claudio, que debía cargar con celo hasta cumplir su promesa. El humo gris se elevó en el cielo. Juntó los huesos con sus propias manos, los puso en el fuego para que se calcinaran.
–Vive... por nosotros –habían sido sus últimas palabras, y Grenio prometió mientras lo ponía en su último lugar de descanso, que llevaría su nombre en alto y seguiría con su búsqueda.
Alzó los brazos y el viento llevó las cenizas en todas direcciones, esparciéndolas en la superficie de las aguas, para que se volviera uno con ese paisaje fértil. Sesenta y cinco años después podía pararse allí, sin la opresión de la pena en el pecho, que de pequeño no sabía lo que era y le parecía que se habían llevado un pedazo de su carne, y decir con satisfacción que había conseguido lo que quería. Podía entregar la sangre de su enemigo como ofrenda en memoria de su padre y todos sus antepasados, podía hacerlo.
Amelia conversaba con Tobía, que le estaba contando cómo hacían sus funerales los trogas, según lo que había oído de Mateus. Estaban sentados sobre la colina mirando hacia la puesta de sol, mientras el troga seguía como una estatua, con los pies en el agua.
–¿Hace cuanto que murió?
–Cuando veníamos para acá me dijo que hacía sesenta y cinco años que no pisaba esta región, así que... debió ser entonces.
Ella lo miró, incrédula. A Tobía le gustaba tomarle el pelo, seguramente.
–¿Qué? ¿Cómo? ¿Cuántos años tiene? –él la miró risueño, mientras ella calculaba, impresionada–. Es un anciano, pero no se le nota para nada.
–Tonta. Apenas es un adulto. Ellos viven más años que nosotros...
Ella asintió, pensativa. Mientras, Grenio se aproximaba a ellos, con un humor negro y aspecto amenazante. Alarmado, Tobía se incorporó y se interpuso en su camino.
–¿Qué pretendes? –le preguntó.
No le gustaba su expresión. Era el mismo rostro que la aterrorizó al verlo por primera vez. Un demonio oscuro, con ojos como brasas, enorme.
–Sa... avla... te oño –murmuró, mostrando sus dientes feroces.
Amelia estaba temblando, pero no había intentado moverse. Permaneció con la cabeza gacha y dijo, en voz calma: –Quiere acabar, por su familia... Por venganza ¿no?
El troga se dirigió al caballo y sacó la espada. Tobía corrió hacia él, inútilmente, pues con una mano Grenio se lo sacó de encima, arrojándolo al suelo. El animal relinchó.
–¡Déjalo! –exclamó la joven, temiendo por el tuké, que había pasado tanto por ella–. Esto es entre nosotros ¿no?
Grenio apuntó la espada hacia su cuello, con una sensación de deja vu. Todavía podía comprenderla, tenía la habilidad de entender sus palabras como si leyera su mente, desde que la voz se había comunicado con él. Era un martirio ¡Qué! ¿por qué no pensaba defenderse? Ya que lo había herido con total impunidad, él no tenía reservas en hacerle daño. No se trataba de una indefensa niña. Estaría muerto si no fuera por Glidria. Ella era su enemigo, ¿por qué tenía que hacer tanto esfuerzo por convencerse a sí mismo?
La situación disparó en la cabeza de la joven la escena de la última pelea entre el antiguo Grenio y su antepasado. Recordó la expresión asesina del humano, su propia compasión por los trogas; tal vez mal ubicada puesto que querían matarla por algo que había sucedido hacía casi quinientos años. El ser luminoso que se hallaba allí y le transmitió un sentimiento cálido, como una sonrisa tierna o un día especial, que la ayudó a mantener la cordura cuando estaba atrapada en la nada.
–¡Espera! –gritó Tobía, arrastrándose de rodillas hasta alcanzarlos–. ¿Qué vas a hacer con los kishime? ¿Ya los olvidaste? ¿Y la profecía?
–Luego me ocuparé de ellos... –Grenio bajó la punta de la espada–. Pero tengo que cumplir la promesa que mi padre cargó toda su vida, que todos mantuvieron. Yo tengo enfrente a mi enemigo, ¿cómo voy a dejarla ir? ¿Cómo puedo traicionar todo por lo que ellos vivieron?
Estaba temblando de rabia y frustración, porque también recordaba lo que la voz le había mostrado, los sueños. Mientras hablaba, Amelia se había acercado a una distancia temeraria, y colocó sus manos sobre la suya, que aferraba la empuñadura con decisión. Él bajó la mirada, hacia su cabello castaño, enrojecido por la luz del atardecer, y escuchó que murmuraba:
–Esto me pertenece... Yo, lo siento mucho por ti... pero no voy a dejar que...
Él soltó el arma, y sorprendida, Amelia la dejó caer a sus pies. Había decidido que no quería morir, no quería terminar su vida en una estúpida venganza, porque quería vivir, quería hacer muchas cosas, y tenía que volver a su casa. Sin embargo, ahora estaba indefensa, su cuello preso entre sus garras.
–¡No, por favor! –exclamó el tuké, horrorizado, sin poder mover un músculo.
–Él se suicidó... –murmuró ella–. Yo lo vi, con sus propias manos...
El troga la soltó, sorprendido. ¡También podía comprenderlo, no podía ser de otra forma!
En ese momento un grito los interrumpió. Una silueta emergió en lo alto de la colina, dando la voz de alarma. Al segundo, un grupo de cinco jinetes subió el terraplén del otro lado, haciendo temblar el suelo con sus cascos y paralizando a los tres, que absortos en su problema no se habían percatado de que una cabeza los espiaba, viéndolo todo hacía rato.
Pronto estuvieron rodeados por un grupo de humanos, armados con lanzas, y ballestas, que Grenio no conocía, montados en sendos animales de brillante pelaje. Amelia se preguntó, con desazón “¿y ahora qué?”, mientras que Tobía, más previsor, se colocaba detrás del troga.
Cáp. 2 – Mateus aparece
Dos jinetes levantaron sus ballestas triples y tiraron, arrojándoles una amplia red, asegurada por varias líneas a las seis flechas. Grenio era su blanco, pero los humanos quedaron también atrapados cuando las flechas se clavaron el en suelo a su alrededor. La trampa estaba fabricada con un material resistente, hecho para la caza de animales salvajes con dientes agudos. Cuando el troga tiró con fuerza, las fibras se estiraron hasta hincársele en la carne, pero no se rompieron. Los jinetes festejaron con alaridos, alzando sus lanzas al cielo.
Amelia se agachó, aprovechando que la masa corporal del troga llenaba la red, tomó la espada con ambas manos, y cortó un par de líneas. Al ver que la bestia desconocida se liberaba con la ayuda de la joven, el grupo dejó de vitorear y se prepararon para la pelea. Grenio avanzó hacia ellos, enfurecido. El caballo se les acercó y Tobía montó, instando a la joven a huir:
–¡Vamos! –gritó, y le tendió la mano.
Ella dudó.
–¿Por qué lo atacan? –exclamó.
Un momento de tardanza bastó para que uno de los hombres a caballo se interpusiera entre ellos, arrinconando a la joven y gritándole. Ella tenía un arma pero era inútil, porque ni podía levantarla para defenderse. Otros tres atacaban a Grenio, que podía esquivarlos más o menos. La altura de los jinetes lo incomodaba, pero si lograba tirarlos al suelo, los vencería fácilmente. El último se dirigió a Tobía y este huyó al galope colina abajo, confiando en que Grenio se ocuparía de los demás.
Su atacante parecía un oso, pensó Amelia. El hombre era barbudo, llevaba el pelo largo e hirsuto, cubierto por un tocado de cuero con borlas de metal, la piel muy tostada y despedía un olor apestoso. Como los demás, iba vestido de lana gruesa, con pantalón negro y camisola blanca y un chaleco colorido; no cabía duda de que toda esa ropa en ese clima era la fuente de su hedor. Lo peor era el brillo de sus ojos; la miraba con avidez y ella no quería ser su tesoro. Retrocedió arrastrando la espada, y tropezó. Cayó sentada. El hombre desmontó y se acercó. Amelia gritó en cuanto se inclinó sobre ella.
Tobía, espoleando al animal para que corriera más veloz, divisó a lo lejos una figura envuelta en una capa que había detenido su caballo para observar la corrida. El tuké no dudó en desviarse para evitarlo, pero en cuanto notó este movimiento la figura se puso en acción, dirigiéndose hacia él. Desesperado, Tobía se inclinó sobre el cuello del animal, lo abrazó, y le gritó que corriera por lo que más quisiera. La nueva figura iba a interceptarlo. Tobía logró pasar rozando, el otro se detuvo, tomó un objeto largo que llevaba cruzado en la espalda, y lo extendió. El perseguidor de Tobía se encontró con alguien más en su trayectoria y no frenó a tiempo. Su cabeza colisionó con el objeto cilíndrico y salió despedido de su corcel, que siguió de largo sin pensar en su jinete.
–¡Para! ¡Espera! –Tobía sintió que le gritaban de atrás.
Miró por encima del hombro a su nuevo perseguidor, y le extrañó ver a ese personaje minúsculo comparado con su montura, que le gritaba que se detuviera con una voz familiar. Lo esperó, y apenas el jinete se quitó la capucha, reconoció a su maestro.
–¡Mateus! Digo, Gran tuké... ¿Qué haces aquí? –tartamudeó, confundido.
–Esa es mi pregunta –replicó Mateus, acomodando el tubo de nuevo en su espalda–. ¿Por qué te persiguen? ¿Qué hiciste? ¿Y dónde está la elegida, eh?
Avergonzado, Tobía miró en dirección a donde Grenio todavía estaba luchando con cuatro humanos, oculto a sus ojos por la ondulación del terreno.
Además de gritar, Amelia le había pateado la espinilla. Fue un reflejo, en cuanto vio que el hombre se le venía encima, sin pensar lo golpeó. Él lanzó un alarido de dolor, y le apuntó con su lanza. Al ver que estaba en problemas, Grenio se acercó de un salto y le arrebató la lanza al grandulón. La hizo girar entre sus dedos afilados y el hombre cayó, golpeado en la sien. Amelia sintió un silbido, y luego de un momento notó que un par de flechas se habían incrustado en el suelo, muy cerca.
Una le dio al troga en un muslo. Grenio se la arrancó y se volvió hacia ellos, gruñendo.
–Toma esto –le indicó Amelia, y él miró sin comprender. Ella repitió–. Tómala, Grenio.
Al fin adivinó. Le estaba ofreciendo la espada. Dudó, porque no quería usar para defenderse esa arma con la que Claudio había tomado la sangre de los suyos. Pero la situación apremiaba; uno de los humanos venía cargando hacia él a toda velocidad. En un abrir y cerrar de ojos, levantó la espada, la blandió en el aire, y esta chocó contra la masiva lanza del jinete, partiéndola en dos y tirando al hombre al suelo por la fuerza del impacto. Amelia rodó a un lado cuando el caballo pasó sobre ella. Cayó pecho a tierra y, al levantar la cabeza, vio que los otros dos atacaban a Grenio por la espalda.
–¡No! –le gritó, levantando un brazo como para detenerlos.
El troga giró, parando de un solo golpe las dos lanzas que lo tenían encerrado. Aferró una con la mano derecha y le quebró la punta. Giró la espada en su mano y en un movimiento hacia atrás, atravesó el cuerpo del caballo a su izquierda. En cuanto retiró la hoja el animal corcoveó y relinchó, sangrando litros por el cuello, y su jinete se desplomó de espaldas. El otro había desechado su lanza y empuñado la ballesta. Las flechas volaron hacia el troga, este se dio vuelta como un rayo, la espada se elevó en el aire y cortó lo proyectiles antes de que lo alcanzaran. Atónito, el jinete comenzó a recargar su arma, pero Grenio no perdió tiempo y le lanzó una estocada. El jinete se salvó de milagro, porque su caballo retrocedió asustado, evitando que su amo fuera partido en dos.
Amelia observó a los demás, parada de brazos cruzados y gesto adusto. Habían logrado ponerse en pie y contemplaban el cuadro sin la misma seguridad de antes. Intercambiaron palabras y luego de una pausa vigilante salieron corriendo. Tal vez cazar a ese monstruo no era tan buena idea. El último de ellos vio que sus compañeros lo abandonaban, así que decidió tirar las armas y tomar las riendas para escapar.
Ella suspiró. Al final, todo estaba bien. Aunque parecían unos facinerosos, no quería que terminaran muertos. Grenio se había detenido luego de clavar la espada en el suelo, con la mirada fija en el horizonte. En la luz gris del crepúsculo, una neblina fría comenzaba a levantarse del lago. Ella se acercó con timidez.
–¡Ey! –se sobresaltó con el grito a su espalda.
Se trataba de Tobía, que como no podía ser menos, aparecía sano y salvo, sonriente, y acompañado.
Los sirvientes se habían encargado de limpiar el pabellón hasta dejarlo pulido y brillante. Sulei atravesó una larga galería blanca, donde la luz entraba a raudales por la pared oeste, que consistía en una serie de ventanales altos, seguido de cerca por Bulen. Saludaron a los otros kishime que descansaban o conversaban tirados en cómodas poltronas, y al final de la sala, cruzaron una puerta para descender a un sótano, excavado en la tierra de la montaña.
–¿Por qué volvimos aquí? –preguntó Bulen en cuanto estuvieron a solas en el subsuelo, a la vez que encendía con un poco de su electricidad el tubo de gas fluorescente que rodeaba todo el recinto.
Quedaron envueltos en un resplandor azulado.
–Tengo que ocuparme de algunos detalles –explicó Sulei, encaminándose al medio del recinto, donde se detuvo y se agachó.
Bulen lo miró, inquisitivo. Sulei puso ambas manos sobre el suelo cubierto de piedras. Bulen tuvo que cubrirse el rostro cuando las hizo explotar. Quedó expuesto un hueco. Bulen se acercó y miró con curiosidad el interior, oscuro, de lo que parecía ser una gruta natural.
–¿Qué es eso?
–Supongo que ahora es un agujero en el piso –respondió Sulei, sonriendo–. Una cámara secreta.
Le dijo que lo siguiera, porque debía hacerle algunas indicaciones en caso de que algo retrasara sus planes otra vez. Ahora tuvieron que iluminarse con una antorcha. Entraron en una cueva oval de diez metros de largo, con un hueco en un extremo por donde se colaba un atisbo de luz exterior, y otra grieta oscura casi a nivel del suelo.
–Ahora te voy a mostrar algo que nuestros antepasados preservaron para que nadie olvidara la importancia y autenticidad de la profecía. Una prueba tangible.
Sulei se metió por la grieta. Tuvieron que agacharse y andar encorvados un largo trecho, por un camino oblicuo y resbaloso.
–Hace frío –comentó Bulen.
–Claro, porque estamos subiendo a la cima de la montaña.
Bulen se preguntó si esa fisura llegaba tan lejos como hasta las nieves eternas. En realidad, la grieta natural terminaba a cien metros del pabellón de Sulei, pero luego entraron en una abertura horizontal excavada en la montaña para llegar a otra caverna, una chimenea de altura impresionante. Allí, unos escalones les permitieron subir hasta alcanzar un hueco taponado por la nieve. Sulei tuvo que hacer explotar la cubierta para cruzar al otro lado.
Bulen se encontró dentro de un glaciar, rodeado de paredes de hielo azul y escarcha que le entumecía los pies descalzos. Con seguridad, Sulei se dirigió a un muro congelado, y limpió su superficie. Bulen se acercó a estudiar un marco plateado encajado en el hielo, que contenía un cuerpo momificado. Se trataba de un kishime, por sus rasgos delicados y finas vestiduras. Parecía dormido, los ojos cerrados y los brazos cruzados sobre el pecho.
–¿Quién es? –preguntó Bulen, asombrado. Nunca había oído que se conservara un cuerpo en hielo, ya que los kishime cuando llegaban al límite de su vida se consumían en su propia energía, porque su cuerpo era incapaz de contener por muchos años el poder que cargaban.
–Es muy antiguo... ¿Te preguntas cómo es posible que subsista en esta forma? No es por el hielo, como puedes suponer. Fue congelado en la plenitud de su vida, porque nadie quería perder su imagen, su recuerdo. Sin embargo, el tiempo destruye hasta la memoria, ¿cierto? –Sulei comentó con voz grave, se agachó y descubrió una placa de metal con apliques en piedra azul–. ¿No has olvidado tu alfabeto antiguo?
Bulen se inclinó para leer el exquisito trabajo que los antiguos artesanos habían realizado, tallando cada una de las letras en gemas azules que luego encastraron en el metal.
–“Kalüb shida... le sofu mo kishime” –descifró Bulen, con voz temblorosa, sintiendo la presencia de ese ser que lo dominaba incluso muerto y con sus ojos cerrados.
–¿Quieres escuchar un cuento de las épocas antiguas? –bromeó Sulei.
El Kishu se hallaba dividido, la cuestión eran los humanos. Un grupo que quería conservar la paz en su mundo, decían que esas criaturas eran inofensivas pues no podían hacer nada contra los kishime, y a la vez eran primitivos pero se podían mejorar, si interactuaban con ellos. Los otros ponían como ejemplo la Tierra, donde los humanos habían llegado a ocupar todo un planeta a pesar de su ignorancia y brutalidad. Para poder tomar una decisión y definirlos como enemigos o aliados, se les ocurrió consultar a Kalüb, quien tenía gran fama por su exactitud para viajar entre dimensiones. Esto se debía a su manejo consciente de la corriente del tiempo, que le permitía trasladarse por el tejido del espacio a su antojo.
Kalüb aceptó la propuesta del Consejo y se preparó por largo tiempo, meditando a mitad de un vasto desierto, libre de toda interferencia. Al cabo de sesenta noches regresó, y dijo haber realizado un viaje astral por el futuro, pudiendo ver así lo que le ocurriría a su raza.
–Entonces la profecía es realmente lo que ocurrirá, ya que pudo preverlo –exclamó Bulen, tomando en serio por primera vez aquellas palabras, y admirando la figura congelada.
–O lo que está ocurriendo –replicó Sulei.
–Pero si nosotros sabíamos lo que iba a pasar, es decir, como lo sabemos, podemos cambiar ese futuro ¿verdad?
Sulei sonrió misteriosamente, caminando de vuelta a la salida:
–De hecho ya sucedió, y ya lo cambiamos. Cada vez que intervenimos en el flujo del tiempo, cambiamos un poco lo que él llegó a ver. Vamos, Bulen, debemos volver antes de que los demás se pregunten que hacemos tanto tiempo en el sótano.
Bulen lo siguió, todavía confuso. El Kishu había creído por siglos que podía impedir la destrucción de su raza torciendo el futuro, lo que implicaba evitar que apareciera el troga con el poder de geshidu, que sería su gran destructor. Sin embargo, el tiempo transcurrió, muchos se fueron olvidando de las antiguas tradiciones y habían cumplido un triste papel. Quinientos años antes, sofu había dado inicio, cuando el clan Grenio trajo a un humano de otro mundo y comenzó su leyenda. No habían sido destruidos, así que, ¿estaba Kalüb equivocado en lo que creyó ver? ¿O de alguna forma alguien había logrado cambiar el futuro? ¿O lo que estaba destinado a pasar iba a suceder de todas formas, por más que ellos retrasaran el momento?
Cáp. 3 – Intriga y rebelión
Por las dudas evitaron el camino que pasaba por la aldea, y Amelia se llevó una terrible desilusión ya que hacía tiempo ansiaba comer bien y descansar bajo techo.
Mateus venía de ese poblado cuando los encontró, y traía algunas provisiones, y aunque no estaba muy contento por tener que compartir lo que había pensado disfrutar solo, no tuvo más remedio que invitarlos. El tuké se había hecho huésped de una casa por varios días, a fin de descansar luego de la marcha agotadora desde el lejano monasterio. Los aldeanos eran pacíficos, los hombres cazaban y las mujeres se dedicaban a cosechar granos y frutos secos de los bosques. El episodio que debieron enfrentar se debía a que en esa región no conocían trogas ni kishime, y los humanos habían tomado a Grenio por un ser sobrenatural, que valía la pena ser cazado; explicó Mateus mientras caminaban rumbo a las ruinas de Sidria.
La ciudad había sido imponente, como pudieron comprobar al cruzar el puente de entrada sobre un foso de veinte metros de ancho y diez de profundidad. Cubría un área circular donde habían existido cinco palacios y un centenar de viviendas, además de plazas, baños públicos y jardines que se extendían desde la muralla. Ahora los restos de muro, las calles y los canteros, estaban cubiertos de musgo y maleza, pero todavía quedaban algunas de las flores que crecían con exuberancia cuando eran cultivadas por expertos jardineros. Amelia se quedó maravillada cuando escalaron la muralla y anduvieron por la explanada que circundaba la ciudad.
–Esto es más impresionante que las torres de aquella ciudad –le dijo a Tobía, que estaba contemplando por encima del hombro de Mateus el mapa antiguo que este había desplegado.
–Sí, es cierto –asintió Tobía, y preguntó al otro con tono socarrón–. ¿Eso es todo lo que traías a cuestas? Y en serio, maestro, ¿qué haces tan lejos de tus deberes?
Haciendo caso omiso de su sarcasmo, Mateus contestó que él no se había quedado tranquilo y también buscaba resolver su problema y le recordó, para fastidio de Tobía, que no había podido recuperar las gemas del templo.
–¿Qué podemos hacer, si las tienen esos kishime? –lo defendió Amelia.
Al fin Mateus logró orientarse y exclamó: –¡Allá! –señalando un domo medio derruido, encerrado entre bloques de piedra y maleza.
–¿Qué? –preguntó Tobía, contagiado de su exaltación.
–Eso era la Biblioteca.
–¡Ah...! –exclamaron Tobía y Amelia al unísono, con tono alicaído. ¿De que les servía ahora ponerse a estudiar antigüedades?
Sadin escuchó en los corredores que Sulei había regresado y se apresuró a dirigirse al lugar de reunión del Consejo, que se reuniría ese mismo día, llevando a la pequeña de la mano. Dos guardias lo detuvieron en la entrada del anfiteatro.
–Vengo de parte del consejero Sulei –mintió, decidido a entrar.
–El Consejo lo espera para dar informe de su misión. ¿Por qué manda un mensajero?
–Se va a retrasar un poco y tiene algo urgente que comunicar, por eso vengo yo.
Uno de los miembros antiguos del Kishu, escuchó la discusión en la puerta y le hizo una seña al guardia. Aliviado, Sadin caminó hacia él con toda prisa y le habló en el oído. El consejero Koshin frunció el ceño y Sadin supo que había hecho una impresión en él, ya que era famoso por nunca alterarse, para no deteriorar su belleza. En ese momento, Sulei apareció en los escalones, los subió, rodeado de curiosos que querían tener un atisbo del nuevo consejero, y entró con paso elegante y una sonrisa confiada en su rostro, mirando a Sadin por el rabillo del ojo con expresión burlona.
–Saludos, honorables miembros –dijo, deteniéndose frente al hemicírculo.
Había ocho consejeros aparte de Koshin y este ya había pasado el arpa a los demás, haciéndoles saber que tenía información crítica concerniente al recién llegado. Nueve pares de ojos se fijaron en él con sorpresa.
–¿Es cierto que has intentado engañarnos, Sulei? ¿Qué la amenaza persiste y tú la dejaste huir a propósito? –exclamó el de la punta, levantándose para señalarlo con un dedo acusador.
El rostro de Sulei no se alteró y con una sonrisa afable, exclamó: –Apenas llego y ya hay traición en mi casa.
Sadin retrocedió involuntariamente en cuanto Sulei le clavó los ojos. Puso la mano en su látigo, para sentirse seguro, y exclamó: –¡Él nos ha traicionado! ¡Él nos engaña todavía!
–Eres tú el que me traiciona, Sadin... No le hagan caso –se dirigió a los demás–, sólo está celoso porque cree que fue dejado de lado, ya que teniendo tal vez más experiencia, elegí a otro para ser mi segundo. Pero no te preocupes, Sadin; Bulen no sabía más que tú de mis planes secretos.
Sadin quedó helado, ofuscado por haber sido expuesto de manera tan brutal delante de todos. Koshin intervino, indiferente a la susceptibilidad de su informante:
–Sulei, con toda esa charla, no has negado las acusaciones que trae tu guardia. Además, podemos leer la mente de Kiren. Es claro –continuó, una mano sobre la cabeza de la niña–, por lo que pude ver en este momento, que el troga y la humana estaban vivos y tú la enviaste a vigilarlos, al mismo tiempo que le hacías creer a nuestro enviado que tenías su cadáver.
–Es verdad –asintió Sulei, y un murmullo se levantó de entre la multitud que se había apretujado a la entrada para escuchar lo que pasaba adentro–. Gracias a que la mantuve con vida la pude usar como carnada. Pero también pueden ver en su cabeza, que el troga fue herido de muerte por la propia mujer.
Zefir, un miembro del Kishu conocido por su crueldad hacia sus protegidos, se adelantó y comprobó las palabras de Sulei.
–Pero no he venido a defenderme –prosiguió Sulei–. También puede decirles Sadin que el troga escapó con vida de mis manos, que con sus poderes que apenas controla casi me derrotó –un murmullo se elevó entre los presentes–. ¡Si Uds. me acusan de traición, yo acusaré al Consejo de incompetencia! ¡No hicieron nada cuando la amenaza era limitada y ahora se ponen a hablar de profecías y de destrucción para alarmar a todos! ¡Este no es el Kishu que nuestra raza merece!
Todos los miembros se alzaron de sus lugares, unos sorprendidos, los otros indignados.
–Esto es inaudito, Sulei –siseó Zefir, arrojando a Kiren hacia la escalera en su furia.
Sadin respiró aliviado, su señor se había cavado su propia tumba. Sonrió.
–No pretendo ofenderlos, mi intención es conmoverlos –replicó Sulei, recobrado un tono calmo que la multitud de afuera se esforzó en oír–. He declarado la guerra a los trogas y los humanos, tengo un ejército en preparación. Insto al Consejo a seguir, a aprobar mi estrategia y a ayudarme. Si deciden oponerse, simplemente no reconoceré su autoridad.
Sabía que con sus palabras conseguiría mucha adhesión entre los jóvenes de la puerta, enardecidos por las ansias de ser parte de algo grande que el Kishu no les ofrecía. Pero primero tenía que salir con vida de ese recinto. Koshin y otro movieron la cabeza con desdén.
–Eso es inaceptable... Sulei, quien desafía así al Kishu está pidiendo ser borrado de la existencia –dictaminó Bofe, el miembro más viejo en ese momento; tenía cuarenta años.
Bofe avanzó con un brazo extendido. Sulei tomó la shala y se puso en guardia. ”Está loco”, pensó Sadin, mientras su antiguo jefe exclamaba: –¡Me voy a defender! Así que les suplico, compañeros del Consejo, quienes quieran recuperar la grandeza de nuestra raza, únanse a mí ahora, o caigan en el olvido.
Del brazo extendido surgió una bola de fuego, Sulei movió la cimitarra en diagonal y las llamas fueron absorbidas sin dificultad. Manteniendo el arma en posición de defensa, se preparó a disparar con su mano izquierda. Sintió el silbido que se le acercaba y dio un paso atrás evitando el látigo, giró su cuerpo, y arrojó una descarga de energía que impactó a Sadin en pleno rostro. Su cabeza voló en mil pedazos, y el cuerpo cayó inerte sobre la escalinata.
Un silencio sepulcral cayó sobre todos los presentes. En más de mil años no se había derramado sangre en la sala del Kishu. Koshin, Bofe y otro más lo cercaron. Podía sentir el estupor de los espectadores, los guardias de la puerta no sabían si debían entrar y apresarlo, los otros miembros lo contemplaban a él y el cuerpo decapitado sin decir nada... “Tal vez exageré un poco”, pensó Sulei, y sabiendo que en ese momento se definía su futuro, deseó con fervor que si moría allí, otros terminaran su obra. Por dos minutos nadie dijo nada. Al cabo, Zefir se aproximó a Sulei por la espalda. Se puso rígido... “¿Contra cuatro a la vez, lucharé?”
–Yo creo que tiene razón –dijo Zefir, con el mismo tono que habría usado para condenarlo a muerte–. Algunos de nosotros estábamos esperando por un líder fuerte y Sulei ha demostrado que tiene el temple para enfrentarnos a todos. ¿Qué dicen Uds.?
Uno a uno los miembros del consejo presentes fueron eligiendo su bando, acompañados de vítores o abucheos por parte de algunos kishime que se ocultaban en las galerías en torno al anfiteatro. Al final, Sulei se dio cuenta de que frente a él permanecían Koshin, Bofe y Shadar. Junto a Zefir, se hallaban Dalin, Zidia, Budin, Lodar y Fesha, respaldándolo.
El Kishu se había dividido en dos, y Sulei era el líder de la facción más poderosa.
Amelia se acomodó en el hueco de una ventana y dejó que su mente vagara. Hacía tanto tiempo que estaba en este mundo, que las cosas que le preocupaban cuando estaba en su hogar, le parecían infinitamente lejanas. Pensar en las materias que tenía bajas, en el chico lindo que no había resultado como esperaba, en su madre o en lo que iba a hacer el resto de la vida, eran tonterías si las comparaba con sus problemas actuales. ¿Podría volver alguna vez a su casa? ¿Cómo iba a explicarle a su madre dónde había estado? Pensando en eso, su madre y su tía debían estar preocupadísimas por su desaparición. ¿Y si no podía volver jamás y se tenía que quedar allí? Eso no le había pasado por la cabeza al principio, pero ahora...
Tobía interrumpió sus reflexiones, al tropezar con una enredadera de las que crecían por todos lados, propietarias de los palacios y bibliotecas. Cayó aparatosamente con un montón de trastos. Mateus los tenía de jardineros, haciéndolos desmalezar las habitaciones que le interesaban, mientras él no hacía nada más que recorrer el lugar antorcha en mano y hacer anotaciones en su cuaderno.
–¿Por qué estás descansando ahí? –le recriminó Tobía al verla.
–Estaba pensando qué iba a hacer si no puedo volver nunca más a mi casa. ¿En tu monasterio no aceptan mujeres, no? –bromeó.
–No... Aunque como estás flaca puedes pasar por un muchacho –replicó él, pero al ver su expresión mortificada dejó de sonreír y le aseguró–. Descuida, nosotros te vamos a ayudar. Mateus está buscando información sobre la puerta, y cómo puede ser reparada.
–¿Aquí? –se interesó ella, saliendo de su hueco para recorrer la sala.
–Sí, parece que originalmente provino en este lugar.
Los muros del edificio estaban cubiertos de pictogramas, dibujos y escritura, ocultos por vegetación y sarro. Mateus buscaba la clave a un misterio que había encontrado releyendo los manuscritos que los primeros tukés habían acarreado, originarios de esa misma Biblioteca. El Gran tuké apareció por una de las puertas, con expresión concentrada mientras ojeaba un libro y murmuraba en voz baja, y al verlos, prorrumpió en una serie de exclamaciones incoherentes, muy alegre.
–¿Estuvo tomando? –preguntó Amelia a Tobía en voz baja.
–¡Oh, vengan! ¿Dónde está el troga? Vengan todos.
–¡Grenio! –se extrañó Tobía–. No lo he visto desde que subimos a la muralla.
–Recuerda que dijo que aquí murió su padre –intervino la joven–. Creo que no le agrada estar en este lugar.
–Pero, ¡tengo toda esta información nueva... –se quejó Mateus, sacudiendo el manuscrito polvoriento delante de sus narices y haciéndolos estornudar.
Una sombra cruzó la ventana y el troga se apareció junto a ellos.
–Estaba aquí –le dijo a Tobías, ignorando al otro–. Pero no sé si me interesa escuchar los consejos de este enano... La última vez sólo me dio problemas.
Cáp. 4 – Preparaciones
Mateus no había encontrado una forma de arreglar la puerta para que funcionara, así que de todas formas debían recuperar las gemas robadas. Pero en el monasterio había descifrado un manuscrito que contaba la historia de cómo había sido fabricada, y entender eso le dio a Mateus toda una serie de ideas nuevas sobre los kishime y los humanos. Les dijo que hacía mucho tiempo, algunos kishime pensaron distinto al resto de su raza, haciendo amistad con los humanos y enseñándoles los misterios del universo que ellos poseían. La escritura y la tecnología de las antiguas ciudades eran una prueba de esa relación. Pero a los otros kishime no les agradó la forma en que los humanos se volvieron tan poderosos y declararon a todos los que ayudaran a los humanos traidores. Así, los kishime se vieron obligados a separarse de la gente de las ciudades, que siguieron viviendo un par de siglos con el fruto de lo que sus poderosos amigos les habían enseñado, hasta que lentamente se dispersaron.
Tobía y su maestro habían partido al alba hacia un pueblo cercano, donde Mateus había dejado a sus escoltas. Los tukés no querían arriesgarse a perder otro Gran Tuké, aunque fuera un egoísta y testarudo que sólo seguía sus propios intereses, por eso le habían dejado marchar sólo si iba acompañado. Mateus se las había arreglado para dejar a sus escoltas atrás, como pago de la deuda que había contraído con el posadero del pueblo donde se habían hospedado. Ahora que la situación con los kishime se estaba volviendo peligrosa para todos, tenían que ponerse en movimiento y de alguna forma, alertar a los humanos.
A Grenio y Amelia, les encargó que se dirigieran al levante, donde encontrarían algunos kishime descendientes de quienes ayudaron a los humanos en el pasado, que tal vez fueran de ayuda para luchar contra los otros. Ella no dudó en aceptar su pedido, porque se sentía mal al pensar que siempre tenía que ser salvada, de unos hombres sucios, de los trogas, de Sulei, del Consejo kishime, y quería hacer algo por sí misma. Además, ella era la causa de que ese mundo se volviera loco por la profecía y comenzara una guerra. Grenio no estaba tan convencido, porque quería ir primero a Frotsu-gra, y tenía que detener pronto a Sulei, y además no le agradaba buscar aliados entre los enemigos. Le parecía una estrategia demasiado rebuscada para ser honorable. No le gustaba.
–Yo voy a ir –anunció Amelia, mientras se despedía de Tobía que ya estaba montado en el caballo que ella le cedió, cargado con un montón de cuadernos amarillentos; segura de poder hacer el viaje con las indicaciones que le habían dado, aunque fuera sola–. Él puede seguir adonde quiera.
Mateus la abrazó con devoción, murmuró en su oído palabras de ánimo y luego le dijo algo más al troga.
Al final, Grenio se despidió de su padre, jurando de nuevo cumplir su promesa si bien no iba a ser tan sencillo como él le había contado, mojó su mano en el frío lago y partió, siguiendo la figura de la joven que se perdía en el horizonte recortada por el sol naciente.
Sulei miró por los ventanales del pabellón hacia el bosque. Una procesión avanzaba entre los árboles, kishimes de distintas casas que podía distinguir por el color de sus vestidos, el entusiasmo pintado en sus rostros mientras se dirigían a la playa a escuchar sus órdenes. Uno de los sirvientes se le acercó, portando su cimitarra sobre un almohadón. Se detuvo con reverencia a su espalda, esperando que se dignara a notar su presencia.
–Bis... ya estás aquí –dijo Sulei, al voltearse. Todos sus hombres ya habían dejado la casa y estaban solos. Vio a Bulen bajando la escalinata, tranquilo, esperando el paso de los demás para poder mezclarse con la multitud que se dirigía a la playa.– Tu nombre es Zelene ¿cierto? –el sirviente asintió y Sulei tomó el arma y anudó la correa de raso en torno a su camisa negra–. Siempre me sirves bien, pero muy pronto cambiarás de rango –Zelene lo miró sin comprender–. Cuando dominemos el mundo tendremos montones de sirvientes humanos, así que sería un desperdicio que los de nuestra propia raza se dediquen a pobres tareas. Ya sé que desde que naciste te enseñaron que esa era tu misión, pero pronto haré que las cosas cambien para todos. Como conoces mis secretos, tal vez seas jefe de la guardia ¿Qué te parece?
El sirviente esbozó una pequeña sonrisa que no decía mucho. Estaba acostumbrado a que su parecer no fuera tenido en cuenta, así que las palabras de su amo se le antojaban un sueño utópico. Pero tenía confianza absoluta en lo que decía, así que lo siguió asombrado, comenzando a imaginarse siendo servido por otros en lugar de hacer el aseo y cargar las cosas.
Sulei se paró junto a otros miembros del Kishu, sobre una roca que dominaba la media luna arenosa que bordeaba al lago de aguas plateadas. Los demás lo miraron con expectación. Sulei disfrutó de la tensión que se respiraba en el ambiente. Se trataba de una circunstancia histórica. Suspiró y grabó la imagen de tantos kishime juntos, sus caras blancas y tersas vueltas hacia él. Cerró los ojos un momento y anunció con voz potente:
–¡El Kishu ha decidido, expresando la voluntad de todos nosotros, declarar la guerra contra todas las criaturas que contaminan nuestra tierra hasta que la libremos de cada una de ellas!
Todos los presentes exhalaron un mismo grito, marcial y obediente.
–¡Vamos a purificar nuestro planeta! ¡Vamos a recuperar nuestra libertad y dominio sobre toda la tierra! Ya no nos esconderemos de los débiles y sucios humanos. Hay que exterminar hasta el último troga. ¡Esas son sus órdenes! –gritó Sulei, y cientos de brazos alzaron sus espadas, lanzas y picas, como respuesta. Se ponían a su disposición.
–La primera orden del Nuevo Kishu... –añadió recorriendo con los ojos a los que se hallaban más cercanos a él, su sirviente y Bulen, mirándolo con admiración desde abajo, Zefir y Budin a su lado portando enormes alabardas que intimidaban incluso al mismo Sulei, unos niños que se habían encaramado a la copa de un árbol para poder verlo– es invadir y destruir por completo la morada de esas bestias salvajes, Frotsu-gra.
Las columnas se kishimes fueron partiendo, siguiendo a sus jefes, miembros del Consejo o designados por ellos. Sulei estudió la columna azul que marchaba con orden riguroso, envueltos todavía en la bruma violeta de la mañana, mientras más lejos, un grupo de blanco desaparecía en el horizonte, las puntas de sus lanzas lanzando destellos al chocar con el sol.
–No puedo esperar para poner los pies en ese antro de bestias y borrarlo de la faz del planeta –dijo alegremente Zefir, con un brillo vicioso en los ojos.
–Muy bien –aprobó Sulei–, pero no se olviden que nuestros hombres todavía no están acostumbrados a sostener una guerra y que los trogas son resistentes... por eso es parte de la estrategia destruir los pueblos que encuentren en su camino.
–Bien, también a mis hombres les encantará divertirse con los humanos –siseó Zefir, y agregó riendo–. Pero tengo una apuesta con Budin, de quien llega más rápido. Así que no creas que me tardaré más de dos o tres días en rodear a los trogas, por más diversión que encontremos en el camino.
Bulen contemplaba con un poco de desprecio a este kishime vehemente, así que Sulei se apresuró a despedirse de Zefir que se unió a un grupo de sus hombres.
–Nunca había visto a un kishime tan ruidoso –comentó Bulen, mientras bajaban a reunirse con los demás.
–Sí, es único –rió Sulei–. Aunque reconozco que yo también estoy ansioso por llegar allá.
Bulen también lo estaba, para encontrarse con el único troga que merecía la pena enfrentar, y de ser posible, acabar con él antes de que Sulei lo tomara para sí mismo. Sin embargo, su jefe ya había pensado en esa posibilidad y le comunicó: –Para ti tengo un encargo más importante que un inútil viaje por las tierras de los humanos... Recuerda que el destino de nuestra raza depende de nuestra fortaleza. Hay una carga especial que ya debe haber alcanzado puerto, navegando por el río Bleni, la cual debes cuidar que sea transportada a un refugio seguro. Puedes llevarte a los hombres que desees, y después te reúnes conmigo.
–Pero... –Bulen murmuró, inquieto porque a último momento le hacía saber que no lo iba a acompañar y lo enviaba a hacer algo de lo que cualquier sirviente podía encargarse ¿Acaso Sulei desconfiaba de él?
Sonriente, su jefe se marchó a reunirse con los demás, dejándolo solo en la arena blanca. Bulen pensó un momento y luego se dio la vuelta, retornando al pabellón.
Los ancianos habían discutido por horas en la oscura habitación, argumentando que ellos ya habían vivido tal o cual batalla y que había que hacer esto o lo otro, cansando incluso a la paciente Sonie Vlogro, que comenzó a sentir una punzada en medio de la cabeza. El jefe Flosru caminó de arriba abajo, hasta que los jóvenes de su clan, que lo miraban expectantes, comenzaron a marearse:
–¡A fin de cuentas! –tronó parándose en medio del salón, y continuó, recuperando un poco la calma–. Ninguno de nosotros tiene mucha idea de cómo enfrentar esto, porque hace más de cinco siglos que no hay guerra y ninguno de nosotros tiene más de trescientos años... –puntualizó, ojeando a los decrépitos ancianos que pretendían decirles qué hacer con la ciudad–. Aclarado eso... ¿A qué nos enfrentamos? ¿Y cuáles son las alternativas?
–No sabemos bien a cuántos nos enfrentaremos y tampoco tenemos idea de si se atreverán a atacar la ciudad o sólo se dedicarán a asediar los sitios humanos –recordó Sonie Vlogro.
Desde que los hombres de Fretsa habían vuelto con noticias de Grenio y lo sucedido en el valle de Vleni-gra, y la ocupación de Tise por parte de un batallón de kishimes, la ciudad era un hervidero de habladurías y cuchicheos. Por un lado, Vlojo y Trevla habían logrado la reivindicación de Fretsa, que casi era una prisionera desde su convalecencia; ya que habiendo ayudado a Grenio saldaban su pena por trabajar para los kishime. Sin embargo, por esa misma causa, muchos habitantes ya no creían una palabra de lo que decían.
–Bah... Son mentirosos y traicioneros –decía uno en la posada de Froño, un lugar muy frecuentado esos días, porque todos querían estar al tanto de cada chisme para llevar noticias frescas a sus respectivos clanes–. Y si los kishime se dedican a atacar humanos, ¿qué importa? Nunca en esta vida van a venir hacia acá.
Ese día, luego de que los jefes salieran de su reunión, Vlogro se vio asediada por una asamblea improvisada en la plaza pública, el mismo lugar en que habían intentado quemar viva a Amelia. En los rostros de esos fieros guerreros, la anciana pudo leer emociones que apenas recordaba haber visto en su vida: temor, incertidumbre, agitación. Pero lo que a ella más le preocupaba era que continuaban las divisiones, rencillas y resquemores entre los clanes. Había oído que algunos querían expulsar al clan Fretsa, o a sujetos que sólo habían expresado opiniones favorables hacia Grenio. En la taberna abundaban las riñas cada día, fruto de las controversias que se calentaban más de lo necesario. Ahora, mientras la mayoría miraba expectante, algunos la increpaban; querían saber qué habían decidido.
Un par de mujeres Vlogro vinieron a soportarla, temiendo que el gentío planease aplastar a la jefa de su clan, que hoy parecía emitir una imagen de debilidad. Sonie Vlogro suspiró, y recuperando sus fuerzas, declaró:
–Nosotros y el Consejo de los ancianos, no podemos decidir otra cosa que lo que haría cualquiera de Uds. Cualquier troga resolvería lo mismo si se viera amenazado y ofendido por sus enemigos... ¡Luchar! ¡Luchar! ¡Mientras seamos nosotros, si nos atacan, lucharemos, y como defendemos nuestra tierra, nuestro nombre, nuestra gente, venceremos!
La multitud pareció contagiarse automáticamente de su entusiasmo y salieron de allí gritando alegres, llenos de una confianza que la troga estaba muy lejos de sentir. Albergaba un sentimiento de duda, porque ella había oído el relato de Trevla y Vlojo, sabiendo que no eran asustadizos, y sin embargo, le habían transmitido cierto espanto, como si algo siniestro gravitara sobre ellos. “Me estoy volviendo una vieja pusilánime”, se rezongó mientras volvía a su casa por las calles de Frotsu-gra que aún mantenían su habitual tranquilidad. Miró los edificios, tan antiguos y bien plantados. Seguro que ningún kishime iba a atacarlos ¿Por qué lo harían si nunca se habían atrevido siquiera a acercarse a la costa? Al pasar por una ventana, Fretsa la siguió con los ojos y cerró la persiana de un golpe.
–¡Avisen a todos nuestros guerreros que por la mañana nos reuniremos en la playa frente al jardín de piedra! –ordenó a los tres hombres que se hallaban en la habitación, sentados en torno a la estufa bebiendo, y agregó con tono sombrío–. No sé qué piensan hacer nuestros jefes electos, pero no pienso esperar sentada a que venga un blancucho volador y quiera volarme la cabeza con sus extraños poderes. Sabemos que pelear contra ellos no es tan fácil como imagina la gente que ha vivido toda su vida en este apartado rincón. Tenemos que entrenar, y exigir a todos los guerreros bien dispuestos que se nos unan.
Siguió el camino recorrido antes con Sulei y apareció en el glaciar, donde la figura dormida de largos cabellos y rica bata subyugaba el lugar. Se paró frente al cuerpo y lo estudió. Tenía la sensación de que iba a cometer un sacrilegio, pero razonó que sentía eso porque le parecía raro ver un cadáver de kishime y en especial uno tan antiguo. Estaba tan bien conservado que daba la impresión de estar vivo y que sólo necesitaba ser extraído de su cofre helado para moverse y gesticular. Pero no podía dudar, tenía que actuar sin preocuparse tanto; después de todo ya estaba muerto, se justificó. ¿Qué mal le podía hacer?
Kalüb había podido predecir el futuro, porque lo había presenciado gracias a su poder, y con ello había desencadenado una serie de eventos, que siguiendo la lógica, habían cambiado el futuro que había augurado. Entonces, suponía Bulen, necesitaban conocer de nuevo lo que iba a pasar. Por eso colocó sus manos sobre la superficie del marco de metal que rodeaba al cuerpo de Kalüb y dejó correr su energía, la cual corrió alrededor. El metal comenzó a calentarse y en unos minutos, el hielo se empezó a ablandar en torno a la pieza.
Media hora después, exhausto, dejó caer sus manos y contempló todo el líquido que había corrido a sus pies, derretido. No podía detenerse a descansar o correría el riesgo de quedarse dormido y congelado en esa galería. Enganchó unas cuerdas al borde del metal y tiró con todas sus fuerzas, logrando que poco a poco se deslizara el bloque congelado del lugar que había ocupado por siglos. Tuvo que ponerle más calor al hielo para desprender por completo el cubo y una hora después, había arrastrado el rectángulo de hielo por el piso, dejándolo en posición horizontal. La figura permanecía imperturbable. Por momentos, en la superstición alimentada por el sentimiento de estar haciendo algo incorrecto, había temido lastimar el cuerpo, perturbar su sueño eterno.
Ahora, se dio cuenta de que no podría meterlo por el camino excavado en la montaña. Tendría que sacarlo por la cima; la cueva debía tener alguna salida al exterior y si no, la crearía con una gran explosión. Tampoco podía cargarlo solo, apenas podía arrastrarlo. Pero, recordó con ligera satisfacción, Sulei le había dejado a cargo de los hombres que él quisiera, así que podía ordenarles lo que se le ocurriera con toda autoridad.
Cáp. 5 – Fishiku
El paisaje seguía siendo tan fértil como en Sidria y el clima igualmente agradable. Algunos bosques, con sombra y frutas, crecían a intervalos, en medio de vastos pastizales altos regados por arroyos elegantes, en un terreno ondulado por el que no costaba mucho avanzar. Siguiendo el camino del sol a contramano, caminaron sin detenerse hasta que vieron las señales que les había indicado Mateus. En los días anteriores habían pasado algunos lagos, como resplandecientes cristales escondidos entre la hierba en la distancia; pero al fin divisaron un estanque alargado en forma de jarrón. Sobre lo que sería la boca, la parte más angosta, se erigía un montón de piedras grises y negras formando una gruta llena de helechos. De allí partía una colina ancha. Cambiaron su rumbo y ascendieron por la suave pendiente, entre árboles de tronco delgado cargados de frutos amarillos, casi dorados, hinchados, madurando merced al suave clima. Divisaron una roca blanca que parecía transportada allí desde otro lugar, la última seña que les había mencionado el Gran Tuké.
Deteniéndose a observar el panorama desde lo alto, Amelia se sacó la capucha, entornó los ojos, hizo visera con una mano para cubrirse del reflejo, y al fin exclamó con desesperación:
–¡No hay nada!
¿Acaso se habían equivocado de camino?
Eso les pasaba por creerle al monje, pensó Grenio. Desde allí se podía observar en todas direcciones, y no había nada. Tampoco había captado el aroma de otros kishime o humanos, desde el pastor que se habían cruzado dos días antes. Amelia siguió caminando hasta donde había visto unos arbustos creciendo entre piedras. El vasto horizonte se extendía solitario, más allá de donde alcanzaban sus ojos, y el cielo azul llameaba bajo la crudeza del sol del mediodía.
Grenio la observó, creyendo cada vez más que había malgastado un tiempo precioso; ella pasó por detrás de los arbustos, con paso titubeante para no tropezar con los guijarros sueltos o clavarse las espinas que los rodeaban, luego se inclinó por encima de un grupo de rocas y vio una pequeña cañada producto de la erosión de un manantial fresco, y salió por el otro lado del zarzal. El troga desvió un segundo los ojos, molesto por la brillante luz, y al mirar de nuevo, se dio cuenta de que ya no estaba. Sorprendido, miró de nuevo, creyendo que había sido un truco de la luz. Tal vez el sol lo había cegado un momento. No, ella estaba allí y al siguiente segundo había desaparecido de su vista.
Corrió al lugar y lo inspeccionó. No había agujeros ni cuevas y ella no era tan rápida como para correr fuera de su campo de visión.
Estaba perfectamente solo, en un silencio absoluto, bajo la deslumbrante luz que cubría el sereno paisaje. Tras un minuto de completo asombro, lleno de una sensación de misterio, empezó a sospechar de la extrañeza de lo sucedido. Tenía que haber una causa. Revisó de nuevo, incluso entre la maleza baja y la cañada, aunque era poco probable que la joven pudiera meterse en algún hueco del tamaño de un conejo.
Amelia tropezó con una piedrita del camino y cayó al piso. Cuando miró alrededor, se dio cuenta de que el campo, los matorrales, el cielo y Grenio habían desaparecido. Frente a su nariz veía el brillo perlado de un piso liso y suave como el nácar, donde había caído de bruces. Se incorporó lentamente, tomando cada detalle que la rodeaba: estaba en el interior de una estancia espaciosa, alta, con columnas envueltas en enredaderas plateadas, que sostenían un techo de espeso cristal. La luz se colaba atenuada, produciendo sombras ligeras como las de un sueño. “¿Cómo vine a parar aquí?”
Caminó unos pasos en cualquier dirección, y entonces se detuvo, estremecida. Una persona de enormes proporciones la miraba con fijeza, los brazos cruzados, y el rostro oculto por la sombra. Tardó unos segundos en darse cuenta de que no era real; se trataba de una estatua, toda blanca, plantada en medio de la estancia. En ese momento escuchó que le preguntaba, con voz dulce pero resonante, como si hiciera eco en todas partes:
–¿Quién eres tú?
Espantada, la joven titubeó en responderle a la estatua, y sólo después de unos segundos se percató de que la voz provenía de una persona real parada a sus espaldas. Se dio vuelta, asustada, y contempló a la figura más tierna que hubiera visto en su vida, como sacada de un cuento de hadas de Disney. Se trataba de un joven, que aparentaba once años, con rasgos regulares y sensibles, con enormes ojos azules, serenos y curiosos, una pequeña nariz afinada y labios pálidos. La tez era blanca y esfumada, como si su cuerpo fuera parte del ambiente, y se cubría con una túnica vaporosa de color gris perla, cruzada sobre el pecho y bordada. El cabello era fino y platinado, como el de Bulen, pero lo llevaba por el hombro, lo que le daba un aspecto infantil y menos femenino de lo que hubiera resultado si lo llevara largo.
Ella se dio cuenta de que lo estaba estudiando con la boca abierta y no le había contestado. No pudo menos que sonreír:
–¡Debes ser el que estaba buscando! –exclamó ella alborozada.
Al muchacho no le cayó muy bien que esta joven extraña de ropas sucias y gastadas le hablara con tanta familiaridad, llevada por la emoción, como si no supiera con quién hablaba. Luego razonó que no podía tratarse de una campesina, porque los humanos nunca habían podido entrar. Entonces, ¿qué era? ¿Alguna criatura desconocida? Se acercó y la tocó con la punta de un dedo, casi con asco. Amelia no sintió miedo o aversión cuando él se acercó, porque su pequeña estatura y aire delicado lo hacían parecer tan peligroso como una muñeca de porcelana. No notó el aire receloso ni la expresión de disgusto del niño. Este retiró el dedo como si quemara y lanzó un aullido tan agudo que la dejó sorda.
Al segundo se hicieron presentes dos kishime, del mismo estilo Barbie pero más altos.
–¡Me li... Sel! –exclamó uno con alarma, sin fijarse todavía en que tenían compañía.
–Le kokume desi gu –señaló el pequeño Sel.
El otro observó con curiosidad a la joven, pero sin temor. Más bien la ojeó con sarcasmo y audacia, de arriba abajo, y Amelia sintió que la cara se le ponía colorada. Pronto notó que los tres la tenían rodeada y la miraban serios, como quien estudia un insecto que quiere matar pero no se anima a tocar por asco. Esto no iba bien, pensó.
–Oigan... –empezó, con tono urgente, y al notar su sorpresa intentó hacer una voz más amable. Parecía que toda ella era de una rudeza impresionante comparada con estos seres bellos, delicados, de voz dulce–. Me llamo Amelia, y no sé cómo llegué aquí pero... En realidad, vine con... otra persona, a una colina llamada Fishi-algo, en busca de ayuda. Me dijeron que hace tiempo vivían allí unos kishime que ayudaban a la gente.
Sorprendida, notó que el que la había mirado con atrevimiento, el de cabello tostado, tomaba la punta de su capa y luego, prácticamente la arrancó de su cuerpo. La olió y la estudió a trasluz.
–Esto fue fabricado por los tukés, no hay duda –dijo en su lengua.
–¿Todavía existen esos hombrecitos? –replicó el otro con una sonrisa.
–¿Qué son los tukés? –interrumpió Sel, sin quitar los ojos de la joven, como si temiera que le saltara encima–. ¿No es un monstruo?
Sabía que hablaban de ella, pero no entendía una palabra.
–No, es una humana común y corriente, creo –le explicó su compañero–. ¿Qué dices, Fishi? No sé como llegó hasta aquí, pero no parece tener poderes especiales que le permitan hacerlo.
–No... Seguramente nuestra cubierta está debilitada por alguna causa y entró por casualidad. Sólo es una enorme casualidad –declaró el que sostenía la capa, dejándola caer al piso y ojeando a Amelia, que le devolvió la mirada con igual insolencia–. Hay que deshacernos de ella y listo.
–¿Qué pasa, no te gusta mi vestuario? –le espetó Amelia, comenzando a sentir hostilidad hacia ella, aunque no podía creer que estos ángeles tuvieran malas intenciones.
Pero recordó que lo mismo había pensado de Bulen, y al final... Fishi la tomó del brazo y la arrastró por el lugar, hacia una escalera que se abría en el suelo. Mientras iba siguiéndolo a las corridas, ella notó que algunas partes de la majestuosa estancia parecían oscilar, como pasa con el paisaje en pleno verano cuando el calor levanta del suelo.
Descendieron a un cuarto, con restos de gran lujo pero mal cuidado: las columnas estaban descascaradas en algunas partes, los rincones presentaban moho sobre el nacarado suelo y algunos cortinajes azules colgaban a intervalos, pero parecían faltar algunos para completar el cuadro. Fishi la tiró contra un asiento, como un trono situado sobre un estrado, y al momento vinieron los demás.
–Haz lo tuyo, Sel.
El pequeño unió las manos como para rezar, y unos momentos más tarde su rostro se iluminó y su cabello voló por la fuerza de la energía concentrada en sus manos. Amelia intentó moverse, pero de la silla surgieron finas enredaderas que envolvieron sus brazos y cintura, inmovilizándola.
–¡No! –exclamó ella y tomando aire, mientras la hiedra le apretaba el pecho, gritó–. ¡No...!
Su grito quedó ahogado en un pequeño espacio al tiempo que Sel separaba sus manos y una caja brillante se formaba alrededor de la joven. Amelia sintió vértigo y todo se ennegreció alrededor. Ya no estaba en el ilusorio palacio, y tampoco en el paisaje soleado, ya no había nada a su alrededor. Gritó y gritó, hasta que se dio cuenta de que ya conocía ese lugar y enmudeció.
–Parece que su aura se tranquilizó –comentó Fishi, que junto a sus dos compañeros contemplaba a la joven derrumbada en el trono, encerrada en una especie de jaula brillante–. Es raro, en general los humanos se enloquecen de desesperación perdidos en la oscuridad. Están tan atados a sus cuerpos físicos que no soportan estar allí.
–A ti tampoco te gustaría estar solo una eternidad en lo oscuro –lo reprendió Deshin, cansado de la falta de compasión que siempre evidenciaba su compañero–. Cuida tus palabras, ¿qué quieres enseñarle a Sel?
–Pero pronto estará toda entera en ese lugar y nunca más podrá salir, ¿verdad? –agregó el pequeño, viendo como la imagen de la joven fluctuaba entre este mundo y el otro.
Fishi apoyó una mano en la cabeza de Sel y sonrió, asintiendo satisfecho.
–¡Oh-oh! –los interrumpió el otro–. Tenemos compañía.
Deshin miraba hacia el techo. Podía percibir que alguien deambulaba por encima de sus cabezas, y aunque seguramente no podía verlos, las vibraciones venían tan fuertes que se asustó.
–¿Un troga? –preguntó Fishi extrañado, con voz apagada, consultando al otro.
–No puede ser...
Grenio se iba poniendo bastante enojado mientras revisaba el terreno. Primero, porque la extraña desaparición de su compañera se sumaba a la molestia que sentía por un viaje que lo había apartado de su meta de buscar y enfrentarse con los kishime. Además, esto se agregaba a que Mateus lo había engañado al prometerle que allí iba a encontrar la shala que deseaba. Y sobre todo, no soportaba no poder explicar lo que había pasado; eso significaba que alguien le había hecho una buena broma.
–Bah... No sé por qué me tengo que preocupar de lo que le pase a esa mujer –rezongó–. ¡Me voy!
Pero algo en su interior le impedía irse sin más, aunque ella misma le había dado permiso ¿no? Había dicho que se marchara adonde quisiera, que ella podía hacer el viaje sola. No; era una inservible, pero la necesitaba para usar geshidu. Estaba parado, distraído, escarbando la tierra con su pie, cuando lo escuchó. Miró a ambos lados, oteó el aire. Había sentido un grito apagado, como si le llegara de lejos... o desde abajo de la tierra.
Grenio se agachó, sintiéndose un poco tonto al ponerse a escuchar el suelo, a ver si sentía de nuevo la voz o alguna vibración. ¿Había algo abajo, una cueva o madriguera? Y en ese caso, ¿podía llegar por alguna puerta o trampa? No, no se sentía nada en ese montículo de tierra. Estaba parado sobre un terreno sólido, lleno de arcilla y piedras, allí no había más túneles que los de un gusano o roedor.
–¿Quién eres tú? –esta vez la voz provenía de muy cerca.
De hecho, del kishime que estaba parado junto a él, observándolo con curiosidad.
Grenio se levantó de un salto y se puso en guardia.
–De dónde salió... –se preguntó en voz alta, con un gruñido de desagrado al comprobar que se trataba de un kishime, cabello largo trigueño y larga bata amarilla con adornos dorados, tan luminosa como el propio sol.
Deshin extendió un brazo hacia él, y Grenio retrocedió, aunque el otro no pretendía atacar, sólo quería sentir su aura.
–No sé qué eres –dijo Deshin, y por un segundo el troga creyó ver la imagen de unas columnas detrás de la esbelta figura, como un espejismo–. Pero si vienes con ella, lo siento.
Grenio avanzó amenazante hacia él, y lo aferró por los hombros. El kishime no se inmutó con el contacto, y continuó:
–Ya ha sido enviada a la otra dimensión.
–¿Qué otra...? –preguntó el troga, a la vez que sentía una opresión en el pecho, como si le hubieran golpeado con fuerza sacándole todo el aire.
El kishime se desprendió de sus manos y se desvaneció en el interior de la colina. En realidad, había descendido los escalones por los cuales había aparecido un minuto antes, cuando Grenio estaba agachado. El troga lo siguió, intrigado, porque no veía por dónde se iba metiendo la figura en la tierra, que parecía sólida. “Baja los escalones”, le ordenó la voz en su cabeza. Aunque agradecía la ayuda ahora, no le gustaba que esa voz apareciera cuando se le daba la gana, y siempre tarde. Ante sus ojos sólo había pasto, pero puso el pie y descendió un escalón y luego otro, como si sus piernas se hundieran en un mar verde. “Lo que crees ver no está ahí”, le explicó la voz, “se trata de un palacio construido entre dos dimensiones del espacio”.
Muy claro. Grenio cerró los ojos y dio un salto. Aterrizó al final de la escalera, en una superficie tan lisa que resbaló y tuvo que hacer equilibrio. Sus garras hacían clic clic en el piso al avanzar. Estaba en medio de una estancia con una espantosa decoración azul y a unos metros Deshin se había detenido junto a un sillón, sorprendido al escuchar al intruso que lo había seguido. En el aire, se podía sentir aun el olor a la humana. Grenio corrió hacia allí y se frenó de golpe, cuando Fishi le salió al paso con una espada de cuarzo extendida hacia él.
–¿Cómo es posible que un troga llegara a este lugar? –inquirió Fishi.
–Porque están entre dos dimensiones –replicó Grenio, con un ademán–. Uds. son poco hospitalarios, pero qué podía esperar de un kishime... La humana, ¿dónde está? Y esa espada, ¿de dónde la sacaste?
Demasiadas preguntas para el humor de Fishi. Deshin lo contuvo, mientras Sel se ocultaba tras una columna, viendo al monstruo con ojos como platos.
–Esa mujer ya se esfumó, la vaporizamos –contestó Fishi, causándole un shock.
“Amelia nos espera, nos está llamando”, sintió Grenio en su mente.
–No... está viva –murmuró, y el kishime sonrió con sorna, enfundando la shala.
–¿Es tuya? –preguntó Deshin, con repentino interés–. ¿Por qué andan juntos? –agregó imaginando varias razones, y luego se dijo que los trogas no podían haber cambiado tanto.
–Ella es... –murmuró Grenio con dificultad, porque estaba tratando de concentrarse en la voz– mi ancla.
Los kishime se miraron asombrados, mientras el aire alrededor del troga súbitamente se agitaba como un torbellino en miniatura. Después el espacio se abrió en una grieta de un metro de ancho. Una ráfaga de luz iluminó sus rostros y al siguiente segundo, el troga había sido tragado con la luz, dejándolos allí boquiabiertos.
Cáp. 6 – La revelación
En un eterno cielo oscuro perlado de minúsculas estrellas, estaba suspendida, sin caer ni flotar, porque allí el movimiento no existía. Sin duda no había aire, y se preguntó cómo hacía para respirar, hasta que se dio cuenta de que no lo hacía. No necesitaba respirar. No sentía frío ni calor, ni roce en la piel, como si estuviera en un vacío. Le asustó el imaginarse perdida por siempre en este espacio, y su mente se volvió un torbellino, como una jauría de lobos aullantes, como la cacofonía de un estadio lleno. Era el único ruido en aquel lugar.
¿Podía conectarse con el amigable ser luminoso que la había ayudado antes? Intentó pensar en él, llamarlo, y con esperanza renovada extendió una mano, aliviada de poder al menos moverse.
Algo tomó su mano.
Aterrada, ya que no veía nada ni nadie en lo negro, intentó desprenderla, pero estaba bien sujeta por algo que le apretó la mano hasta hacerle crujir los huesos con dolor. Ella chilló, y el apretón cedió. La mano estaba caliente, notó en cuanto el pánico cedió un poco. Otra mano grande y fuerte la estaba aferrando y tiraba de ella. Amelia se dejó ir, sin saber qué hacer. Sintió como si un viento huracanado la sacudiese, un vendaval que se llevaba hasta las estrellas consigo, y al abrir los ojos, cuando la corriente amainó, aunque seguía en la oscuridad ya no estaba sola.
–Ah... –suspiró, sintiendo con alivio que pronto la sacarían de ese lugar–. Eres tú...
–¿A quién esperabas? –replicó Grenio con brusquedad.
–Al otro que...
–¿Quién? –el troga se inclinó un poco más, para mirarla con suspicacia, o eso le pareció a ella.
–Bueno... la otra vez que estuve aquí, o en un lugar así... –explicó ella, confusa– apareció un hombre brillante, con voz profunda, creo que el mismo que me salvó del fuego... –luego se calló la boca, preguntándose por qué hablaba con él.
Grenio bajó los ojos, pensativo. Ese hombre que había visto la humana debía ser la voz que él escuchaba; pero aunque la conversación era interesante, le hubiera gustado seguirla en un lugar más sólido.
“Como gustes”, contestó la voz, y al segundo un suelo brotó bajo sus pies y pudieron posarse en tierra firme. Miraron alrededor y se encontraron en la cueva de la montaña donde habían luchado Claudio y Grenio, según lo visto en sueños, y junto a ellos estaba parado este hombre pálido, casi transparente, que sonreía ligeramente.
–Es él –indicó Amelia, aunque sobraran las explicaciones; y a la vez especuló que debían estar en un espacio creado por la mente de aquel ser, pues siempre se repetía esa escena o parecidas.
Debía de haber visto mucha ciencia ficción.
–Primero déjenme presentarme, creo que nunca lo he hecho –Amelia y el troga lo miraron con interés y él continuó–. Mi nombre es Lug.
–¿Qué eres? –preguntó Grenio, a la vez que Amelia decía–. ¿Estamos en tu mente?
Lug se movió a un lado y señaló detrás de él. En las sombras, apoyado contra una pared, Claudio miraba horrorizado y cubierto de sangre al troga, mientras este se sostenía el cuello con una mano-tenaza y con la otra se colgaba del humano, congelado a mitad de su desplome.
–No, esto es sólo un set de recuerdos. Escenas y pensamientos grabados que se repiten una y otra vez. No es algo creado en este momento.
–¿Cómo una película? –musitó ella.
Grenio los miró sin comprender.
–Pero, ¿son tus recuerdos? –inquirió, dudando que aquella figura fantasmal correspondiera a alguno de los dos personajes presentes–. ¿Por qué los vi en mis sueños? ¿Por qué los vio ella? –añadió con un gesto hosco.
–No son míos, son los recuerdos de Claudio, algunos de sus recuerdos por supuesto –y ante sus caras de estupefacción, añadió–. Véanlo por Uds. mismos.
La escena se puso en movimiento. Amelia recordó, al ver la espada ensangrentada en el suelo, que el antepasado de Grenio se había cortado el cuello cuando aún podía matarlo y dar por terminada la sangrienta carrera de Claudio. Miró de reojo a Grenio, pero este sólo observaba con calma todos los detalles.
El troga al fin perdió su sostén y cayó al piso mirando el techo. Claudio pareció salir de su embotamiento y se abalanzó sobre el cuerpo. Grenio, con un último esfuerzo, extendió su mano en forma de tenaza y tocó la frente del humano, quien se detuvo electrizado, los cabellos erizados, los ojos se en blanco. Comenzó a respirar con fuerza. Aferró el brazo, como si quisiera sacárselo de encima y no pudiera desprenderse, todo su cuerpo tensado con el esfuerzo, hasta que al cabo de un minuto, el troga dejó caer su mano.
–Ella también me agradaba. Trató de ayudarme tan amablemente –susurró, y dejó de respirar.
Su pecho simplemente se detuvo y sus ojos permanecieron abiertos, fijos en el techo, perdiendo la fosforescencia que parecía brotar de adentro segundos antes. Claudio se sentó, agotado, y respiró hondo.
Acto seguido, se levantó cargando con su espada. Se pasó una mano sudorosa por la cara, embadurnándose aún más la sangre roja. Miró adelante, directo hacia el grupo que atendía la escena, Amelia con asco, Lug con indiferencia y Grenio, entre indignado e incrédulo. En ese momento se oyó un grito que sobresaltó al joven, quien ya se había olvidado de la presencia de otros en la cueva. Por un momento se volvió hacia el cadáver, pero este yacía inmóvil. Claudio se persignó y besó la cadenita que llevaba en el cuello, contra la piel. Ya recuperado de su momento de superstición, caminó hacia el otro cuerpo, frío y a sus ojos repulsivo, y sacó de entre los pliegues de la manta al bebé que gemía suavemente.
Grenio dio un paso adelante, como si quisiera prevenir un daño; pero luego recordó que se trataba de una ilusión. Agarrándola con los dedos, el humano sostuvo a la pequeña criatura lo más lejos que pudo, la estudió como a un espécimen del más horrible reptil, y levantó el rostro al cielo con expresión de quien está por tomar una decisión difícil. El pequeño había estado envuelto en una tela rústica; con eso Claudio improvisó un atado que rodeaba su cuerpito y lo llevó colgando como un paquete, incapaz de dejarlo solo pero sintiendo cierto temor de acercarlo a su cuerpo.
Lug levantó un brazo y las figuras se difuminaron. Los otros dos aun esperaban su respuesta y además Grenio lo estaba mirando con recelo. ¿Cómo sabía que no estaba inventando todo eso? ¿Por qué iba a creer que un troga iba a acabar con su propia vida?
–No pongas esa cara de duda, joven Grenio. Esos dos sólo querían acabar con una pelea que se había vuelto tediosa, inútil, sin sentido. La herida ya era mortal, yo sólo necesitaba acelerar la partida, sabiendo lo que pasaría si agonizaba... Y conocer los motivos del humano, por qué iba a morir. ¿Acaso tú nunca te preguntaste por qué vendría un hombre de otra tierra, de otro mundo, para cazar a cada miembro del clan?
No era algo que le preocupara realmente, en su mente simple sólo interesaba un lado de la cuestión: que un hombre había matado a muchos de su clan.
–Así que esto que han visto en esta dimensión, y los sueños que han tenido, son los recuerdos que tomé del humano antes de morir.
Amelia miró la figura envuelta en luz con asombro. Le estaba diciendo que era un fantasma y aunque su cuerpo, tal como estaba parado frente a ellos, no tenía consistencia, le transmitía una sensación de algo vivo, cálido, no espeluznante como ella se habría imaginado.
–¡Espera! –exclamó de repente, sintiendo como en la maraña de su cabeza se iban ordenando algunas cosas y las piezas caían en su lugar–. Tú no estás muerto. Tú dijiste...
Lug sonrió, era agradable ser comprendido.
–... que habitabas un cuerpo, ¿no es así? Y como supongo que no es el mío, y estaban Claudio y el troga... muerto, y también el pequeño... que sería el último del clan... de alguna forma, tú llegaste hasta el cuerpo de Grenio –concluyó Amelia, fascinada, volviéndose hacia el troga que escuchaba con recelo.
Grenio dudó. “¿Quieren hacerme creer que yo no soy yo, y que hay alguien más en mi cuerpo?” Pensó, tocándose el torso como para asegurarse. La maldita voz que sólo él escuchaba, que le permitía usar poderes anormales para un troga, que lo curó, que lo hizo viajar por el espacio, y rechazar las explosiones de Sulei.
–Sabe que eso lo explica todo –afirmó Lug, tomando la mano de Amelia, que estaba tiritando–. Ni yo sabía que esto iba a suceder, no es lo que quería. Cuando morí, es decir, cuando el cuerpo de Grenio se agotó, con su último minuto de vida copié las imágenes de la mente de Claudio y luego caí en un estado de sopor, como si hubiera tenido una sobrecarga. Después floté en el espacio negro y oscuro y entonces supe que no había muerto, que iba a vagar por esta nada por siempre, y me espanté. En ese momento, sentí una gran fuerza de atracción que me absorbía y volví a la cueva, al cuerpo del recién nacido. Lo último que recuerdo, es que Claudio tomó al pequeño y salió. Después su propia conciencia ocupó mi lugar y quedé dormido, a veces sabía lo que hacía o dónde estaba pero todo era muy borroso, y nunca pude usar mis habilidades ni hablar con el dueño del cuerpo. Creí que sólo restaba mi conciencia, como si mi pena fuera vagar de cuerpo en cuerpo por generaciones... Hasta que un día lograste ir a la Tierra, y al contacto con la humana, renacieron todas mis habilidades. Entonces pude enviarte estos pensamientos, en forma de sueños, y al final, hablarte.
–¿Por qué? –interrumpió Amelia, reflexionando que el día en que Lug despertó habían comenzado sus problemas–. ¿Por qué él puede usar esas habilidades, si son tuyas?
–No sé. Creo haber estado en cuatro cuerpos distintos y ninguno fue capaz de usarlas.
–Fra... –murmuró Grenio, que todavía no se había recuperado del efecto de la revelación y no creía poder acostumbrarse–. Porque entonces, ¿qué eres?
–Pensé que mi apariencia era bastante obvia –exclamó Lug abriendo los brazos.
–No eres humano como yo –consideró Amelia.
Y Grenio agregó, cubriéndose el rostro: –No puedes ser uno de nosotros.
–Es claro que soy kishime –replicó Lug.
Había hecho que dos sirvientes cargaran montaña abajo la pesada carga, que antes había envuelto en unas telas oscuras y gruesas. Les prohibió ver lo que contenía, aunque con los sirvientes nunca era necesario preocuparse de que tuvieran curiosidad. Con inquietud, Bulen notó que aunque sólo estaban a unos grados más de temperatura, las telas ya se habían humedecido. Les mandó preparar una caja de madera y recubrirla con paja, para meter dentro el bulto. Luego supervisó que fuera llevada con cuidado a una balsa que él mismo había robado a un humano.
Arrastraron la balsa por medio de cuerdas, hasta que el arroyo se volvió navegable, a medio día de su confluencia con el Bleni. Bulen se sentía como un criminal, y se daba cuenta de que su actitud no pasaba desapercibida a los hombres: la forma cómo cuidaba la carga sin sacarle un ojo de encima, sin dormir ni apartarse. Al fin, cambiaron a un bote más amplio y bajaron por el Bleni, un río que se iba ensanchando y aumentando de caudal. La temperatura también iba en aumento, a medida que las montañas rocosas pasaban por su lado. Fue dejando tierras solitarias por otras habitadas por humanos, aunque a esta altura ya no tenía que preocuparse. Por todos lados se veían columnas de humo negro o caravanas de gente y animales huyendo a la distancia, señales de que algunos miembros del Nuevo Kishu se disputaban el título de mayor destructor.
Con alivio, al atardecer alcanzó el puerto del que le había hablado Sulei. Se trataba de un simple muelle vetusto. Sobre una llanura amarilla, que flameaba con el sol rojo, vio las ruinas de un templo a la distancia, un punto blanco en las estribaciones de una cadena montañosa. Todavía estudiaba la comarca cuando un kishime se le acercó desde la orilla, para saludarlo y ayudarlo a descender del bote. Bulen hizo una seña con la cabeza, para que se apuraran a descargar lo suyo y pasó junto al otro con indiferencia, tras salvar de un salto la distancia entre el bote y la tierra. Los otros se quedaron extrañados; tenía una idea fija y actuaba como un poseído. El sirviente le estaba explicando que ya tenían el artefacto puesto en una carreta tirada por cuatro caballos para llevarlo a donde él dispusiera.
Grenio se abalanzó sobre Lug y le soltó un zarpazo.
–¡Eso no puede ser! –gruñó.
Amelia lo miró estremecida, pero su mano había atravesado la figura, que volvió a aparecer detrás de ella, intacta. El troga se tomó la mano, extrañado; no había palpado nada.
–¡Es tu culpa! –continuó, más enojado, saltando contra él. Ella se apartó del camino, pero Lug lo esperó, tranquilo–. Era a ti a quien perseguía, y por eso mató a todos, y ni siquiera eras uno de los nuestros, sólo un vil parásito. ¡Frugo! ¿Por qué tenías que poseer a un Grenio?
Lug bajó la vista, aceptando sus acusaciones y golpes, que sólo hicieron vibrar su imagen.
Temblando, la joven intentó contener uno de sus potentes brazos:
–Es inútil –dijo entre dientes–, no puedes hacerle nada porque no está ahí. Y puedes culparlo a él, pero Claudio también estaba loco, no tenía que hacer eso. Lo que él le haya hecho, no justificaba todas esas muertes.
El troga se detuvo al fin, por sus palabras no por su fuerza, porque podía arrastrarla fácilmente. “¿Aceptas la culpa de tu antepasado?” Amelia apartó las manos de él, asustada por sus ojos rojos y la expresión anhelante que parecía decir que le daba lo mismo acabar con ella que con el fantasma. No debía haber intervenido en una pelea entre Grenio y él mismo.
Lug parecía entretenido, para irritación de los otros dos; pero de pronto se acercó y palpó las manos de Amelia.
–Hace rato que estás temblando.
–Hace frío.
Sobresaltado, Lug explicó: –No, es que tu cuerpo está perdiendo energía para sobrevivir aquí, y se está gastando, porque tienes menos que Grenio. En poco tiempo no podrás moverte ¿entiendes? Aquí sólo cuenta la energía que tengas. En un rato también nosotros nos debilitaremos hasta quedar inmóviles.
–Bueno, sigamos esta conversación en el otro lado –sugirió Grenio, recordando que tenían que salir de allí.
La cueva desapareció y siguieron suspendidos en la oscuridad tachonada de estrellas. Lug perdió forma física y sólo escucharon su voz, retumbando en sus mentes:
–¿Cómo piensas hacerlo?
Grenio titubeó, porque ese ser traicionero le había dicho que tenía que concentrarse en ir hacia ella, que estaba junto a él. Eso iba a ser un problema.
–¡Estamos los dos de este lado! Aunque logre hacer el viaje, no tengo adonde dirigirme –exclamó el troga, estupefacto y tras un minuto, agregó con furia–. ¡Esto fue tu idea, estúpido y traidor usurpador de cuerpos!
La joven no entendía muy bien de qué hablaban, excepto que estaban atrapados en ese vacío, los dos, es decir, los tres solos. Ya no tiritaba de frío, había dejado de sentir sus extremidades, aunque estaba abrazándose con fuerza.
–Y yo creía que me ibas a salvar –susurró, sintiendo como su mente se dejaba ir hacia la oscuridad, que parecía tan tentadora ahora, porque estaba tan cansada.
Grenio la sujetó, al ver que helada y dura como una estatua, se iba inclinando y cayendo. Tenía los ojos cerrados, dormida. No quería quedarse solo. “Lug, debes hacer algo”, le ordenó, amenazante. “Grenio, el que está con vida y el que usa estos poderes, no soy yo; sólo tú puedes hacer algo”.
Cáp. 7 – Reencuentro
Después de haber actuado con precipitación, los tres kishime de Fishiku estaban discutiendo si no debían haber escuchado antes de hacerlos desaparecer.
Mientras en la deteriorada habitación llena de colgajos azules, Sel miraba alternativamente a Deshin y Fishi dar sus razones, Grenio repasaba los últimos acontecimientos, congelado en medio del espacio con la joven humana entre sus manos. Hacía unos días, ella había intentado matarlo, y ahora terminaba metido en esta situación por ir a salvarla. Se daba cuenta de que Lug había interferido varias veces, impidiendo que la dejara por el camino. Lo que más le dolía, era no haber cumplido la promesa con su clan, aunque no esperaba pagar su honor con la vida de una joven débil.
Ya no podía moverse, no sentía sus manos ni piernas. No podía abrir la boca y menos aún emitir un sonido. Cerró los ojos y llamó al kishime. Esperó un momento. Seguía solo. Nada le contestó. Sin embargo, unas imágenes comenzaron a llegar sin que se esforzara en imaginar nada. De día, pasto verde, árboles altos, un camino de piedras serpenteando entre ellos. De pronto, se halló caminando con libertad, toda opresión y parálisis diluida de sus miembros, y pudo trotar por el camino. No sabía dónde estaba o porqué. De nuevo llamó a Lug.
Escuchó un eco. Su voz volvía hacia él como si hubiera alcanzado un callejón sonoro. El paisaje cambió de golpe, y se asustó al encontrarse en medio de la gente. Humanos por todos lados; pasaban a su lado, cotorreando entre ellos, ágiles, ocupados, ignorándolo. Olía a comida, y a humo, y al mirar hacia arriba observó que se hallaba en medio de una ciudad, rodeado de altos edificios cuadrados, grises, con muchas ventanas brillantes. Era la hora del crepúsculo y la ciudad se encendió con mil lámparas amarillas, rojas, verdes. Giró en su sitio, un poco aturdido por el ruido ronroneante que lo asediaba, las voces, el sudor humano. Al girar la vio, cruzando entre medio de las máquinas con esa expresión suya, donde mostraba todos los dientes pero sin amenaza, saludando con un brazo hacia un grupo de jóvenes.
Amelia, vestida de jeans y campera, se metió entre la gente mezclándose con facilidad, y dobló la esquina. Se dirigió hacia un edificio con el palier iluminado y lleno de plantas, sin notar que la seguían. Grenio reconoció la ciudad y el lugar donde ella vivía y se dio cuenta de que Lug no había respondido a su llamado, pero había logrado comunicarse con ella. Desde el otro lado de la calle, saltó por encima de un coche estacionado y con dos zancadas más se detuvo junto al edificio, a la salida de un callejón. El olor de la basura podrida lo asaltó.
Amelia creyó percibir una sombra, un movimiento en el aire, y se detuvo. Ese momento bastó al troga para alargar un brazo y tirar de ella hacia las sombras. Ella gritó, sorprendida, y de nuevo lanzó un alarido al ver su apariencia.
No podía ser de verdad. Estaba frente a un demonio, un duende, un monstruo de película. Tomó aire, pensando que alguien le quería hacer una broma pesada.
–¿Qué pasa? ¿No me conoces? –inquirió él.
–N-no... –titubeó ella, alargando una mano temblorosa hacia su cara, tratando de convencerse de que era una máscara y que no podía pasar por tonta. Seguramente sus amigos estaban del otro lado de la calle, sacándole fotos con la cara de espantada que debía tener–, pero casi me matas del susto. Para broma, no es agradable.
–¿Qué dices, mujer? –replicó Grenio, enfadado. Quería encontrar una forma de regresar al mundo real, pronto, y ella actuaba como loca.
Amelia al fin tuvo el valor de poner las manos en su cara y tiró de la piel, que debía ser de goma, según sus expectativas.
–¿Qué haces? –exclamó él, al tiempo que ella retiraba las manos, confundida.
El troga le tomó un brazo y la remolcó, caminando a cualquier parte.
–Esto debe ser un sueño –murmuró Amelia, incapaz de resistirse.
Grenio se detuvo, y ella vio que estaban en medio de un cruce, las luces de semáforos estáticas, nadie alrededor, ni siquiera un auto circulando por las calles, un silencio total, la luna brillaba en lo alto.
–Recuerda, estamos en la oscuridad, te quedaste dormida o desmayada... Tú eres mi enemiga, la descendiente de Claudio, quien mató a mi clan y yo iba a vengarme de Uds. pero aparecieron los kishime y su historia de la profecía –ella estaba obnubilada por sus palabras, tonterías, porque ni siquiera él podía ser real; pero la trastornaban, le hacían doler la cabeza–. ¿Tobía, los tukés? Bulen, Sulei, las torres blancas. Me clavaste una espada en el pecho.
Amelia se sostenía el cráneo y él creyó que estaba logrando algo. Luego, ella negó con la cabeza y Grenio no pudo contenerse más; la sacudió por los hombros con tal fuerza que la joven creyó que la iba a matar y comenzó a darse cuenta de que no se trataba de una pesadilla. Una colección de imágenes inundaron su cabeza: ella cayendo en una cascada, un joven atractivo se inclinaba sobre ella, fría, mojada y tosiendo agua; un edificio desplomándose; una daga brillando en la oscuridad de la noche; el fuego que la rodeaba y una voz que parecía consolarla; el troga herido mortalmente en el polvo de una choza en penumbras.
–¡Es verdad! –exclamó ella, asombrada.
–Que me querías matar sí lo recuerdas... –murmuró él, fastidiado.
–¡No! –replicó Amelia, levantando la cabeza, despejada–. Quiero decir que ahora recuerdo todo... –miró alrededor, extrañada y contenta por ver su ciudad aunque fuera una ilusión de su cerebro–. ¿Cómo vamos a salir de aquí?
Ella creyó que era el momento de decir algo, puesto que estaban perdidos en una dimensión paralela, los únicos seres reales, a punto de morir o peor, vagar eternamente por el universo:
–No te había dicho que podía entenderte, al principio a veces, desde que salimos del derrumbe... Es que quería pedir perdón, porque sé que a Tobía le dijiste que tenías tus razones para atacar a la niña, que era una espía, y yo sólo quería defenderla... Pero tal vez, nada sea suficiente para reparar el hecho... ¿qué le puedes decir a una persona que intentas matar? ¿Perdón, me equivoqué? –exclamó, con desesperación.
El troga la miraba con indiferencia: –A mí me importa muy poco que lo hayas intentado, estabas en tu derecho de hacerlo. ¿Qué es eso del perdón?
Ella pensó un momento y murmuró: –Tu forma de pensar es muy rara. Yo hubiera estado molesta porque alguien intentara algo contra mí, y no por lo que le haya pasado a mi tatarabuelo que vivió hace cuatrocientos años –Grenio la escuchó y estuvo de acuerdo en que la mentalidad de ella era extraña.
–Vamos a volver a Fishiku ¿no? ¡Seguro que puedes hacer uno de esos agujeros en el aire con el brillo y el viento! –lo animó ella, mientras que el troga vacilaba un poco.
Entonces recordó, parado en la calle asfaltada en medio de un cuadrado de rayas blancas luminosas pintado en el suelo, que cuando al fin pudo encontrarla los dos partieron de vuelta a su mundo, y entendió que Lug lo había engañado. Aunque estuviera con ella podía hacer el salto a casa. En su furia repentina, no se percató de que la ciudad se esfumaba y era reemplazada por un remolino grisáceo, formado por velos blancos que los rodeaban girando a toda velocidad en medio del espacio negro. Por las dudas, Amelia se aferró a su torso, sin tenerle miedo o repugnancia, aunque sus ojos brillaban como fuego.
Sel dejó de oír la discusión de sus compañeros para contemplar embobado que el espacio se agrietaba en una rajadura de luz otra vez.
Sintieron una compresión en las orejas y nariz, el aire se agitó, Deshin se mareó con las oleadas que sacudieron su cuerpo, y al final un estallido zarandeó las cortinas, sus ropas y cabello. La luz que salía de la fisura perdió potencia, pareció espesarse, concentrándose en su centro de emisión, y se apagó. Grenio y la joven regresaron.
El troga cayó de rodillas. Amelia se soltó y empezó a comprobar brazos y piernas, que todo estuviera en su lugar.
–¡Qué... –balbuceó Fishi, estrujando su espada por si tenía que usarla.
–Ya no tienen que preocuparse por ellos –comentó Sel, saliendo de atrás de una columna.
La joven se inclinó para comprobar el estado de su compañero, que parecía agotado. Grenio se acuclilló y se sostuvo la cabeza.
Deshin se acercó con timidez, reconociendo de nuevo la presencia que tanto lo había perturbado antes: –¿Eres tú, verdad? Hace quinientos años desapareciste, y te convertiste en un íncubo. ¿Puedes escucharme, Lug?
Grenio se incorporó con dificultad y le contestó:
–Se iku, file goshe. Es bueno volver a casa.
A pesar de que muchos creían que implantar un sistema de guardia siguiendo las mentiras del grupo Fretsa era sólo una pérdida de tiempo, se alegraron de haberlo hecho cuando un joven llegó corriendo a avisar que se divisaba en el horizonte una banda kishime. Caía la tarde, pero ese día estaba muy oscuro y Frotsu-gra cubierta por un espeso manto de nubes negras que presagiaba vientos y una noche tormentosa. En minutos, la noticia corrió por toda la ciudad, todas las actividades cotidianas se interrumpieron y los pequeños fueron acarreados por los guardianes de sus clanes fuera de las calles. Cuando Sonie Vlogro y Jre Flosru aparecieron en la calle central, ya había reunida allí una multitud de trogas, armados, expectantes, algunos asustados, y otros ansiosos por ir a luchar.
–¡Un mensajero ha llegado desde el desierto de piedra! –anunció el jefe Flosru con voz de trueno, para ser escuchado por encima del murmullo y los gritos de la gente–. Pero, eso ya lo saben. Se acerca un grupo kishime a nuestra ciudad. Debemos detenerlos y averiguar cuáles son sus pretensiones. De eso me encargaré yo, al frente de mis guerreros. No, no pueden ir todos –gritó, en respuesta al clamor de la mayoría, que no quería quedarse afuera de la pelea–. No sabemos cuántos son, así que hasta saber qué pasa, quédense tranquilos, alerta, y sigan la ley de la ciudad.
El jefe con el resto de su clan y algunos muchachos que actuaban como mensajeros, entre los guardias destacados alrededor la ciudad y la jefa Vlogro, salió a paso tranquilo, bajo la atenta mirada de la multitud, que había caído en un extraño silencio que perduró todo el día.
Apenas enterada de las novedades, Fretsa marchó a reunirse con sus guerreros en la playa y alistar su ánimo para la lucha, pero antes pasó por la residencia Vlogro.
–Jefa, yo seguiré las órdenes que nos dicten en la ciudad –le dijo, luego de comentarle sobre los guerreros con que contaba y sus habilidades–. Pero también tengo una sugerencia: pongo la tierra de mi clan a disposición de los niños y ancianos que no puedan defenderse.
Vlogro parecía distraída, pero en ese momento la miró fijamente. ¿Llegarían hasta ese punto? Ella también tenía un presentimiento escalofriante, mientras veía las nubes cernirse sobre la ciudad y el viento aumentaba de velocidad, en tanto los minutos pasaban y se iban sin tener noticias.
Después de conversar largo rato con Fishi, Deshin y Sel, los últimos habitantes vivos de Fishiku, Lug subió en compañía de Amelia al salón de las columnas, el que ocupaba el mismo espacio que la superficie de la colina.
–Así que eres Lug –comentó ella, indecisa.
Estaban bañados en la cálida luz dorada del atardecer, que se colaba por el techo vidriado, y al caminar pasaban por franjas oblicuas grises, donde las columnas les hacían sombra.
–Él estaba exhausto y se desmayó –explicó Lug–. Sólo en estos momentos puedo manejar su cuerpo, por unos minutos... volver a vivir. Pero no es mi propósito –agregó en seguida con voz grave–, mi aparición en este mundo sólo puede traer desgracia, sofu.
Amelia tenía muchas preguntas que hacerle, pero en ese momento él se tambaleó hacia delante y colapsó. Puso una rodilla en el suelo para no desplomarse, a la vez que alargaba un brazo hacia ella. Por instinto, la joven tomó su mano oscura y reparó en sus garras, mientras Grenio inspiraba dos o tres veces y se pasaba la otra mano por la frente. Amelia se percató de que la estaba contemplando con dureza y lo soltó al momento.
Deshin apareció junto a ellos, tan silencioso que no lo sintieron hasta que habló. Les explicó que habían discutido con sus compañeros, y aunque estaban de su lado, consideraban que no debían enfrentarse a su propia raza. De todas formas no les serían de ayuda como partidarios. Sin embargo, habían decidido acceder al pedido de Lug, su antiguo camarada.
Fishi se acercó cargando una caja de madera alargada, cubierta de grabados y pintada de celeste. La depositó a los pies de Grenio y se agachó para abrir la cerradura. El troga advirtió que conocía los dibujos labrados sobre la tapa, por lo menos dos o tres, porque eran idénticos a los símbolos que había visto en la herrería de la montaña, en su búsqueda inútil de una buena espada.
–Estos signos son los mismos... –murmuró, mientras esperaba con gran ansiedad que Fishi levantara por fin la tapa.
En una tela acolchonada amarilla, descansaba una hermosa espada que emitía centelleos azulados al desplazarse la luz sobre el borde filoso. La hoja ligeramente curva, terminaba en un peligroso gancho cortante, una vuelta de arabesco, detalle que la hacía parecer una llama de fuego radiante. La empuñadura de azogue estaba recubierta por trenzas de cuero negro.
El kishime se la presentó a Grenio, quien tomó la espada con una especie de reverencia tímida que asombró a Amelia. Se preguntó qué tipo de piedra usarían para fabricar un arma así, y si sería una sustancia tan dura como el diamante.
–¿Conoces el alfabeto antiguo? –preguntó Deshin, sorprendido por sus últimas palabras.
–No –contestó Grenio con sencillez, mientras admiraba la hoja entre sus manos, sin atreverse a empuñarla todavía–, no sé leer, pero reconozco estos dibujos. Los vi cerca de Tise y los memoricé para preguntar qué eran.
Deshin lo miró con nuevo interés, pensando que tal vez no todos los trogas fueran tan tontos como su raza creía.
–Es la firma de un famoso herrero kishime, que vivió entre los humanos de Dilut hace muchos siglos. Les enseñó este arte para que se pudieran defender de trogas y kishime por igual. No sé si hubiera aprobado que una de sus mejores obras terminara en tus manos pero... es lo único que podemos hacer para que tu lucha contra Sulei sea más justa.
–Esto es una shala; está hecha de un material único, por lo que puede cortar incluso lo que no tiene materia –agregó Fishi, que tenía una similar en su cintura–. Claro que no estoy muy seguro de que un troga pueda sacarle provecho.
Grenio empuñó su shala y se dispuso a demostrarle a este kishime soberbio si podía usarla o no. Pero Deshin hizo una seña para calmar los ánimos, sabiendo que Fishi tampoco tenía el más mínimo control de su temperamento cuando se trataba de buscar pelea.
–Ahora no –dijo cortante y se dirigió a Amelia–. A ti, kokume, queríamos pedirle disculpas por enviarte al otro lado. Actuamos sin pensar... con precipitación y miedo por haber sido descubiertos. Claro que ser cobardes no es disculpa por haberlos puesto en peligro.
–No importa –mintió Amelia, sonriendo–. Si tan sólo nos pudieran brindar alguna ayuda, alguna idea para vencer a esos kishime que nos amenazan...
–Sólo les podemos decir que la profecía está de su parte. El Kishu, el Consejo supremo de nuestra raza, tiene terror del día en que llegue el elegido y su sola existencia, es prueba de que nadie puede cambiar el destino.
Un poco decepcionados con esas palabras, Amelia y Grenio salieron del palacio bajo la guía de Sel, simplemente cruzando una puerta de doble hoja y estaban de vuelta sobre la colina, entre hierba, rocas y espinos. Era de noche, lo que indicaba que el tiempo había fluido veloz mientras se encontraban atascados en la dimensión oscura.
Cáp. 8 – Primera batalla
Sulei quería ese artefacto listo para cuando empezara la guerra definitiva, en caso de que los trogas pudieran resistir mucho tiempo y sus jóvenes comenzaran a desgastarse. Además, era parte integral de su proyecto secreto, con el cual pensaba superar en poder a todo el Kishu. Bulen, entonces, tenía la excusa ideal para probarlo él primero. Tenía que asegurarse de que funcionara y fuera seguro para los demás. Lo hacía por fidelidad hacia su superior. Así que envió a los sirvientes a vigilar la entrada de la gruta y, cuando estuvo solo, puso a descongelar lo que quedaba de hielo en torno al cuerpo de Kalüb, extendido sobre hierba limpia, mientras preparaba el artefacto.
La pirámide negra, estaba asegurada al piso mediante unas varillas de metal enterradas cincuenta centímetros en la tierra, y lucía impresionante a la luz temblorosa de las lámparas de aceite, que hacía relumbrar los múltiples grabados. Bulen los pulsó en la secuencia correcta y se escuchó un zumbido breve, como si expeliera aire. Ahora, según las indicaciones de Sulei, tenía que colocar la otra parte. Tuvo que llamar a un sirviente para que lo ayudara a poner en pie el cilindro con asas de metal y colocar unas mesas y arcones que formaban parte en tiempos antiguos, del mobiliario del templo abandonado, para alcanzar con comodidad la parte de arriba.
Con gran esfuerzo, entre los dos pudieron colocar el tanque en la cúspide trunca de la pirámide. Con la ayuda de una lámpara, Bulen encontró los surcos que ajustaban las dos piezas. Una vez completo, el artefacto tenía una altura de más de tres metros. El cuerpo donador iba dentro del cilindro, sostenido por pinchos y tapado por una cubierta con cables conectores. Uno servía de desagüe para el final del proceso, otro debía conectarse a una fuente de agua, que en este caso sería un manantial próximo.
Lo más importante era que empezara a marchar y para ello necesitaba energía de arranque. Luego, si todo andaba bien, debería funcionar con una fuente interna de energía eterna. Bulen se paró frente a la máquina y colocó sus manos en dos dibujos esculpidos sobre la superficie negra. Pensaba darle una dosis de poder y soltarla, pero en cuanto la energía empezó a fluir de sus manos al artefacto, este la succionó con avidez, drenándolo totalmente. El kishime se desvaneció y cayó al suelo inconsciente. Mientras que el artefacto comenzaba a zumbar, un brillo espectral envolvió cada uno de sus grabados y arriba el líquido burbujeó y algunas varillas se pusieron anaranjadas, dándole a la carne muerta y pálida un falso matiz de vida.
Cuando Bulen despertó, el artefacto murmuraba y latía con energía propia, invitándolo, como en un ensueño, a acercarse. Se arrastró hacia sus pies y entró por la portezuela que apareció frente a él. Se arrodilló en el interior, que no era negro como esperaba en un rincón de su mente, sino blanco y mullido. Esperó quieto, con la cabeza inclinada. La máquina se cerró, y por un momento dudó, sintió pavor, pero enseguida fue presa de un sonido arrullador y suaves ondas atravesaron su cuerpo, adormeciéndolo, preparándolo para el golpe.
Por largo rato, el kishime tuvo que soportar una fuerte irradiación sobre su cuerpo, dolorosa como finas agujas penetrando por cada poro; su carne hervía; la cabeza parecía explotarle.
El ruido cesó, hubo un ligero soplido y la puerta se abrió. Bulen salió tambaleándose de ahí dentro, obnubilado, con los ojos ardiendo y una sensación de anestesia en todo el cuerpo. Sólo atinó a extenderse cuan largo era en el piso frío y se quedó dormido al instante.
Relámpagos y truenos sacudían Frotsu-gra hasta los mismos cimientos.
Sonie Vlogro salió del patio de su residencia, embozada en un paño violeta y, luchando contra los embates del viento, llegó a la calle de entrada principal al mismo tiempo que la figura que había visto venir corriendo de lejos, a la luz de los rayos, desde la azotea. Estaba oscuro, el troga venía inclinado hacia delante; por eso no había podido distinguir a que clan pertenecía. Alguien trajo una luz y escuchó vagamente que algunas ventanas se abrían, todos en tensa espera por las palabras que se demoraban en salir de la boca del recién llegado. El joven Flosru, ahora lo reconoció, alzó los ojos inexpresivos. Vlogro se impacientó. Dio un paso hacia el mensajero y este se aferró de su manga, manchándola de sangre.
–Rotla... –graznó, un sonido gorgoteante comprimía su garganta–. Todos... muertos... Jre Flosru, también... Dos columnas... kishime... Vienen... más... hacia... aquí...
El joven susurró las últimas palabras en su oído; se había ido escurriendo hasta el piso por obra de una gran herida que le cruzaba el vientre, y todavía no había expirado en su regazo cuando la anciana lanzó un alarido agudo que desgarró la noche. Era la voz de alarma y en un pocos segundos todos habían cerrado sus ventanas, tomado sus armas y llegado a la calle, demostrando que ninguno dormía tranquilamente en su lecho.
Comprometido con sus palabras, Zefir alcanzó al grupo de Budin cuando este se preparaba para asentar su campamento, a pocos kilómetros de la guarida troga. Zefir se acercó al otro jefe, cargando su gran alabarda sobre el hombro y caminando con indolencia como si diera un paseo en su propia casa. Budin lo esperó, alisando los pliegues de su túnica verde agua, mientras algunos jóvenes kishime alzaban unas tiendas a sus espaldas y otros partían a estudiar el terreno.
–Hoy habrá tormenta –comentó Zefir, con más seriedad de la necesaria.
–Sí, eso es bueno para mí –replicó Budin, sonriendo apenas–. Tal vez me ganaste en la destrucción de esos pueblitos humanos, pero llegué primero, gané la apuesta.
–Apenas un empate. Pero igual pago. De todas formas, ahora empieza la diversión en serio.
Al rato apareció en el horizonte una línea oscura y polvorienta.
Eran los guerreros de Flosru, que a toda marcha se aproximaban, casi corriendo. Jre Flosru se detuvo de pronto, excitado, al comprobar con sus propios ojos lo que todavía esperaba que fuera una ilusión de su mensajero. Ordenó a los trogas que actuaran con discreción, que atacaran juntos y no se dispersaran. Calculó que había dos grupos, parados en línea a lo largo del lecho seco de un arroyo, unos de blanco y otros de verde, y entre todos sumarían cien. Dio la orden de atacar y los troga lanzaron un alarido al unísono. La sangre del clan Flosru circulaba por la mayoría de sus acompañantes, dándoles la seguridad de ser un gran organismo, tenían la fuerza de sus antepasados, el poder de miles de hombres y mujeres unidos.
Los troga arremetieron como una mancha oscura a toda velocidad, acortando la distancia en unos segundos. Los jefes kishime pronunciaron apenas dos palabras para asegurar a sus subordinados, aunque en sus rostros no se había movido un músculo ante el vertiginoso ataque. Veían venir una masa de cuerpos grandes, sólidos, y aquí y allá el brillo de un metal o de unos dientes afilados.
En el último momento, a través de una seña imperceptible, los kishime volaron hacia delante, un borrón blanco apenas, apareciendo ante los troga. Muchos de estos se detuvieron, sorprendidos, y contemplaron un momento a sus eternos enemigos, y algunos kishime también los miraron, porque se encontraban con un troga por primera vez. Pero otros no esperaron a detenerse para atacar. Pronto cayeron algunos kishime, heridos brutalmente, sus delicados cuerpos cercenados por garras y cuchillas. Flosru sintió un poco de alivio, pero enseguida se convirtió en alarma. Comprendió la preocupación que Fretsa y Vlogro habían tratado de transmitirle. Más allá, Budin luchaba con movimientos mecánicos, esquivando con facilidad todos los ataques de tres trogas armados con lanzas, con una calma sobrenatural en el rostro. Zefir tampoco tenía que esforzarse todavía, y con una sonrisa decapitó a un troga que pasaba por su lado desprevenido. Avanzaba como una máquina de muerte, asestando cortes, asesinando con su gran alabarda blanca.
Flosru chocó con un joven troga que había caído en el suelo, lo volteó con el pie y reconoció a uno de sus hijos. Tenía los ojos en blanco y un agujero en el lugar del pecho en que debería estar su corazón. Con furia se volvió y atacó a todo kishime que se le pusiera en el camino, notando al final de su embestida ciega, que la mayoría habían esquivado sus golpes.
Los trogas se mantenían en pie merced a su orgullo y resistencia física, aun con cortes y heridas serias. Los gritos del comienzo se habían apagado: todos luchaban en un laberinto de miembros y cuerpos y cabezas, concentrados, respirando con esfuerzo y sin gastar energía en palabras. De pronto, un trueno sacudió la tierra. Un relámpago surcó el cielo.
Budin hizo una pausa, la cabeza vuelta al cielo y sonriendo, disfrutando del aire de la tormenta. Zefir lo vio emocionado y sonrió con ironía, mientras se dirigía hacia el jefe troga, que se distinguía porque un grupo de seis guerreros fuertes lo rodeaban. Se divertía bastante, pero quería probar algo más serio. Los kishime parecían revivir con la tormenta, el aire ionizado los recargaba, en especial Budin, que comenzó a atacar con mucho ánimo. Su piel resplandecía, su cabello se movía en el viento espectral que soplaba desde el mar. Un rayo surcó el cielo y se dirigió directamente al campo de batalla. Los kishime se apartaron, los troga que peleaban con él se abrieron, asustados. Budin levantó un brazo y el rayo lo alcanzó, llenándolo de luz y chispas azules. Cuando la energía se disipó, un troga volvió a embestirlo, pero apenas lo tocó, una terrible descarga recorrió su cuerpo y cayó al suelo carbonizado.
Flosru miró alrededor con la luz intermitente de la tormenta, y se encontró rodeado de una maraña de cuerpos. Quedaban unos pocos trogas que seguían resistiendo a pesar de sus heridas. La sangre de su clan bañaba las piedras del desierto. Vio que un guerrero de otro clan, que conocía desde pequeño, luchaba con Zefir. Este giraba la alabarda a gran velocidad, convirtiendo el espacio a su alrededor en un trampa mortal. El troga saltó por encima usando su propia lanza y asestó un golpe en la cabeza del kishime con su pie. Zefir lo vio venir y lo esquivó por un centímetro. Se dio la vuelta y enfrentó al troga, quien había aterrizado con plasticidad sobre sus pies. Chocaron sus armas y la lanza del troga se quebró. Zefir clavó la alabarda en el piso y Flosru se preguntó qué pretendía, si ya tenía al otro desarmado ¿quería luchar de igual a igual? El troga se lanzó contra él, listo a una lucha cuerpo a cuerpo, y Zefir se le desvaneció de entre las manos, reapareciendo detrás de él. Flosru, mientras se defendía de unos cuantos kishime que pretendían terminar con él, vio que Zefir golpeó al troga por la espalda, y para su asombro, su mano sobresalió de su pecho. El troga se inclinó un poco hacia delante, sorprendido, y el kishime retiró de un tirón su mano, ensangrentada y sosteniendo el corazón aún latiendo. El troga se deslizó al suelo como un muñeco de trapo enorme y Zefir dirigió una mirada hacia Budin, como para mostrarle lo que había hecho. Pero Budin estaba ocupado dando órdenes a sus hombres y se contentó con avanzar hacia Flosru que, cubierto de heridas, resistía aunque rodeado por una ronda de kishimes.
–¿Por qué no lo dejan huir, a ver qué hace? –dijo Zefir, acercándose tranquilamente.
El cielo se iluminó un segundo y Flosru contempló los rostros impávidos de aquellos seres, pálidos y etéreos en la oscuridad. Un par se apartó, dejándole camino libre. Flosru dirigió su espada hacia ellos, se enjugó la sangre que le salía por la nariz y dio un paso, tambaleante. Budin se había colocado junto a Zefir y los dos lo vieron avanzar tembloroso entre los cuerpos, esquivándolos con cuidado. En su mente confundida, Flosru no entendía ni dónde estaba, sintiéndose de pronto muy viejo, muy cansado. Pero un trueno le sacudió el cuerpo y se acordó de la ciudad, invisible en el horizonte. Tenía que avisarles, debía enviar a alguien, pensó rebuscando en el suelo, entre los hombres de su clan. Así avanzó unas decenas de metros.
–Tal vez no es buena idea –comentó Zefir, disponiéndose a avanzar.
Budin sonrió asintiendo, levantó un brazo y envió una descarga eléctrica que alcanzó al jefe Flosru por la espalda. Ni siquiera supo que causó ese repentino dolor y parálisis en todo el cuerpo. Su corazón se paró, sus músculos se torcieron y cayó de rodillas, sin gritar siquiera, antes de quedar inmóvil en el suelo.
Cuando los kishime se retiraron, a lavarse y descansar, dejando a sus compañeros heridos y muertos en el lugar sin darles un última mirada pues ya no existían, un troga emergió de abajo de los cuerpos de sus amigos, apartando con una mano temblorosa un cadáver kishime, y se arrastró sobre su pecho en la oscuridad, hasta llegar tan lejos como para que ningún kishime pudiera verlo. Entonces se incorporó con esfuerzo y corrió, sosteniéndose la herida, dejando caer un rastro de sangre que no le importó, para poder llegar y contarle a Sonie Vlogro lo sucedido.
Frotsu-gra tenía unas puertas que no se habían cerrado en siglos y pudieron moverlas en sus bisagras con gran dificultad. De todas formas, las empalizadas que rodeaban la parte de la península conectada a la tierra firme, no estaban hechas para resistir un ataque y Vlogro mandó apostar una línea de guerreros que reforzarían la guardia y debían mantener alejados a los intrusos. Desde adentro de la ciudad, otros estaban encargados de mantener la provisión de armas lista y estar prontos para entrar en batalla. Salvo los primeros encargados de mantener la vigilancia, todos los clanes se reunieron en sus casas. Vistieron sus mejores ropas y calzados, tomaron sus mejores armas y salieron al patio. En cada residencia se repitió la misma escena, de comunión y exaltación, mientras los jefes animaban a sus familias con cuentos de las glorias pasadas y la felicidad de poder defender la tierra de su clan.
La tormenta eléctrica se desvaneció, el viento empujó las nubes tierra adentro. El mar seguía oscuro y agitado. Sonie Vlogro caminaba por el malecón, revisando las preparaciones de ese lado, cuando una joven de su clan se le acercó corriendo:
–¡Sonie, Sonie! –la llamaba aún antes de tenerla a la vista, y luego de respirar un poco, explicó su apuro–. Por el lado del mar, viene alguien.
Temiendo un inoportuno ataque por ese lado, la anciana la siguió. En un rincón donde el muelle de piedra descendía en cómodos escalones hasta el nivel del mar, un par de trogas de piel marrón con una línea de pelusa blanca en su espalda, los barqueros, se inclinaban sobre las olas. Ayudaron a subir a un troga viejo que se apoyaba en un báculo, mientras en el bote de madera tosca se balanceaba uno de los hombres de Fretsa, envuelto en una capa oscura.
–¿Vienes a buscar refugio, compañero? –inquirió Sonie Vlogro, mientras el troga subía los escalones cuidando el piso.
–¡Yo, refugio! –replicó el viejo, con un bufido y levantando la cabeza hacia la luz de las antorchas de los guardias–. ¡Vlogro! ¿No me reconoces ya?
La anciana se alegró al reconocer a un antiguo amigo que creía muerto hacía años. Glidria había decidido al fin partir hacia Frotsu, luego de quedarse solo en una tierra hecha cenizas. Ya no valía la pena pasar sus últimos días en ese lugar. Los kishime le habían destrozado su hogar adoptado, y por ello aún podía pasarles la cuenta.
–He venido a luchar contra esos kishime, no a esconderme.
Su vieja amiga le iba a preguntar dónde había estado metido tanto tiempo, cuando oyeron algunas voces de alarma del otro lado. El hombre de Fretsa movió la barca con una pértiga, haciéndose a la mar, ya cumplida su tarea de ayudar a Glidria a entrar a la ciudad sin pasar por el campamento kishime. El guardia lo vio perderse en el tenebroso mar, donde las cercanas islas apenas se divisaban como masas aún más oscuras contra el cielo amarronado.
Vlogro y Glidria atravesaron las calles, donde se les fue uniendo otra gente, hasta llegar a la plaza de la taberna. Allí una mujer Vlogro les comunicó que se aproximaban los kishime. Subiendo a la terraza de una de las casas cercanas, pudieron ver una línea de seres pálidos, no muy cerrada pues venían caminando con calma, desperdigados por el terreno llano, sus ligeras túnicas claras flotando en el viento a pesar del frío imperante. Sus rostros, su calma, sus poderes ocultos, su presencia allí, eran factores que llenaban de miedo a los trogas a pesar de su diferencia de tamaño y fuerza física.
–Cuando venía hacia acá –comentó Glidria, tomando un poco de líquido ardiente de su odre y apoyado con tranquilidad en la balaustrada del edificio–, vi tierras quemadas, bosques explotados de raíz, animales muertos y humanos huyendo despavoridos.
El grupo de trogas que lo rodeaban lo miraron con asombro y un poco de pavor.
–¿Por qué? –susurró la jefa, observando la línea que rodeaba su ciudad como si los quisiera encerrar.
Tal cual ella lo adivinó, al clarear el día, Frotsu-gra se hallaba sitiada, excepto por el lado del mar, pero los kishime no se habían movido de su lugar durante la madrugada. Zefir no eran tan audaz como para enfrentarse solo a un enemigo desconocido y encerrado en su propio terreno; pero sólo esperaba la llegada de otra legión del Consejo y el ansiado arribo de Sulei para poner manos a la obra.
Cáp. 9 – Invasores
Los tukés consiguieron caballos y partieron con rumbo impreciso, pero notaron muy pronto que su velocidad no era suficiente para llegar a alertar a la población antes de que fuera atacada por los kishime. Al principio, en ninguna de las aldeas que cruzaron les hacían caso, hasta el día en que, viajando siempre al norte, entraron en un poblado extrañamente silencioso y salieron de él con un par de niños y cubiertos de un sudor helado. Los niños estaban tan despavoridos que no se movieron al ser encontrados ni tampoco emitieron una palabra en días. Tobía los había descubierto ocultos bajo un camastro en el fondo de una casa, y para sacarlos a la luz tuvo que tomarlos en brazos, y pasar por encima del cadáver de sus padres, tirados como cayeron en la puerta de la choza.
Mateus, Tobía y otros tres tukés, hicieron el viaje en sentido contrario y esta vez todos les creyeron, pues de todos lados venían viajeros con cuentos increíbles sobre demonios y ángeles vengativos que habían destruido sus aldeas y cultivos. Muchos creían que se acercaba el fin del mundo y emprendían un viaje que sabían absurdo, pues de todas formas los iban a alcanzar.
Pero Mateus pensaba distinto, y empezó a sumar vagabundos a su séquito. Cerca del río Bleni, hizo dividir al grupo. Les encomendó a los otros tukés que viajaran en direcciones opuestas sin detenerse y alertando a todos los que encontraran de la posibilidad de una guerra, que debían tomar precauciones, y si tenían armas pelear o huir a las montañas con sus hijos. Mientras, el Gran Tuké tomó el camino de regreso al monasterio en compañía de un grupo de niños huérfanos y adultos trastornados tras haber perdido de golpe a sus familias y pertenencias. Anunció que si las cosas empeoraban mucho, el templo sería lugar de refugio para todo el que lo necesitara.
A Tobía le tocó en suerte ir hacia el este, y torciendo un poco al sur, regresó a la región de Sidria. Esta zona permanecía intacta, pero esto no era de extrañar porque su población era nómada y si los kishimes pretendían espantar y controlar a los humanos mostrando cuan sanguinarios podían ser, allí no había muchos poblados para aterrorizar. Sin embargo, pensaba Tobía mientras surcaba entre hierba y espigas verdes, montado en el caballo de Amelia, con la espada de Claudio visible entre sus bártulos, Sulei no podía dejar de pasar por Sidria. No eran muchos, pero los cazadores de fieras y la gente que vivía en la zona de los lagos eran fuertes y hábiles en la equitación y el manejo de armas, y podían convertirse en una gran resistencia si alguien los unía y los ponía a combatir.
Tal cual lo imaginaba desde que avizoró las ruinas bajo el ardiente sol, envueltas en vapor ondulante por la humedad que levantaba con el calor de la tarde, Tobía advirtió que alguien había estado allí. Más tarde, cruzó el puente del foso, cubierto de huellas palpables en el polvo. Toda la maleza y hierbas que cubrían los edificios la última vez que estuvieron allí, habían desaparecido, como si una mano gigante las hubiera arrancado de cuajo. Podía ver los restos de fachadas y los vitrales carcomidos con el paso del tiempo, los canteros rotos y las fuentes agrietadas, pero todo estaba libre de musgo, y purificado, por fuego o agua u otra fuerza, no lo sabía. Recordó a Sulei caminando con paso altanero, y apuntó en voz alta:
–No sé qué se propone hacer, pero parece que lo va a lograr, sea conquistar el mundo o hasta el universo.
Reflexionó sobre Sulei, intrigado, porque para alguien que sólo había aspirado en su vida a complacer las expectativas de sus hermanos tukés y ser tenido en cuenta por ellos con algún grado de respeto o admiración, la seguridad que emanaba de las acciones de Sulei era casi inconcebible. ¿Qué quería alcanzar al final? ¿Qué sentía cuando destruía todo?
Tobía salió de la antigua ciudad cabizbajo y pensativo, y entonces se acordó de que a unos kilómetros había un poblado, donde no habían tomado muy en serio sus palabras. Ahora, si habían sido visitados ya se habrían arrepentido de su escepticismo, pero en caso contrario debía avisarles para que se pusieran a salvo.
Llegó al anochecer y encontró un movimiento inusual en el pequeño pueblo, con varios cazadores montados a caballo y armados yendo y viniendo por las calles con gran actividad. Desmontó y se acercó a una mujer que estaba cargando una carreta con prisa y ella le explicó que debían huir de allí. Tobía los dejó hacer, tan sólo parándose a prevenir a un grupo de hombres sobre el camino a tomar. Después, llevando de la brida al caballo, caminó entre la agitación general en busca de un poco de comida.
A la entrada del pueblo se detuvo, sacó la espada de la alforja, y la clavó en el suelo. Luego partió con paso cansino hacia el sur, iluminado apenas por la luz de las estrellas. Al rato llegó a un grupo de árboles y se echó a dormir contra un tronco caído, mientras el caballo pastaba allí cerca.
Trevla estaba reclinado sobre a una roca, con la cual su cuerpo se mimetizaba a la perfección. Aun en la luz grisácea y reveladora del amanecer, que echaba sombras sospechosas sobre toda la extensión de playa, nadie podría verlo. Sin embargo, contuvo la respiración en cuanto vio aparecer a un par de kishimes, avanzando con saltos pequeños al bajar una duna de arenas sueltas. Eran muy jóvenes y parecían venir charlando.
La jefa Fretsa les había encomendado vigilar la franja costera que se extendía hacia el norte entre playas, esteros y puntas rocosas. El troga buscó la respiración de sus compañeros, tratando de ubicar su posición.
Ahora percibió una sombra líquida que iba por la arena reptando hacia los dos kishimes. Uno de ellos se detuvo, alerta. Como un rayo, Vlojo saltó sobre él y lo derribó, mientras el otro miraba pasmado por un momento. Luego lanzó un grito muy agudo. Vlojo tenía al kishime clavado al suelo por los brazos. No se retorció ni se resistió, lo que convenció al troga de que ya lo tenía, hasta que sintió un escalofrío que le subía de las manos a los hombros. Momentos más tarde, se dio cuenta de que el kishime trataba de congelarlo o casi, porque el frío iba en aumento. Se soltó, salvando sus brazos, y se apartó de un salto. Al levantar la cabeza, en lo alto de la duna, vio asomarse a un grupo de ocho kishime con las espadas alzadas.
Trevla también los había visto y al momento, comenzó a llamar a gritos al troga que se ocultaba detrás de una gran roca, más atrás. Raño se dejó ver y Trevla le ordenó:
–¡Corre a avisar a Fretsa!
Raño, que hacía un par de días se había alistado con ellos buscando la gloria de las batallas por venir, salió disparado hacia la orilla del mar. Mientras, Trevla fue a apoyar a su amigo.
Los kishime, luciendo pantalones anchos de color claro atados en los tobillos, y un peto de cuero castaño sobre la camisola blanca, se fueron presentando en tranquilo orden, ocupando las zonas altas de las dunas, donde el pasto raso mantenía el piso firme. Los dos trogas se vieron rodeados y superados en número, y calcularon que lo único que podían hacer era entretenerlos un poco y evitar que avanzaran, mientras llegaba el resto de la tropa.
Zefir se impacientaba. Tenía a la vista la madriguera de aquellos monstruos. Le bastaba con enviar a un grupo de sus hombres para arrasar el lugar, y luego terminar con aquellos que escaparan de la ciudad. Mientras caminaba de un lado a otro, de un mal humor tan llamativo que los demás abrían paso asustados al verlo venir, Budin contemplaba con frialdad los movimientos troga, sentado en una poltrona de lona y atendido por sus sirvientes. En Frotsu parecían estar cambiando la guardia, seguramente para enviar a descansar a los que pasaron la noche a la intemperie. Budin se levantó y caminó hasta Zefir con movimientos felinos.
–¿Qué te parece si preparamos una pequeña diversión mientras esperamos? –le preguntó.
Zefir no se hizo de rogar y asintió, sonriendo. Su mal humor se dispersó en un segundo.
Desde la azotea de una residencia troga cercana a la puerta, que ya había sido abandonada por el clan para alojar a los que hacían guardia de este lado, Glidria no perdía un movimiento kishime. Observó que se comportaban distinto a como lo habían hecho en Tise y adivinó que el jefe no era el mismo, no tan disciplinado y metódico. Tal vez podían ganar contra estos, en lugar de aguardar a que llegaran más. Así se lo dijo a la jefa Vlogro, y ella estuvo de acuerdo en que podían intentar una salida de la ciudad para abrir el cerco. La quietud del enemigo, sólo podía significar que esperaban refuerzos pronto.
Pero en ese momento los guardias estaban dispersos con el recambio, y en el interior de la ciudad la gente se estaba poniendo un poco desordenada, ya que la mayoría iba perdiendo la paciencia, y se reunían a comentar y exponer sus opiniones a gritos. Esperar no era su estilo, preferían atacar o ser atacados de una vez.
De hecho, sus deseos se verían pronto satisfechos, porque un grupo kishime apareció de la nada. Un momento antes estaban de su lado y en un abrir y cerrar de ojos, sin preparación alguna, se despegaban de la línea y venían rápidamente hacia la ciudad, armas en mano. Vlogro vio el movimiento y gritó unas órdenes a los trogas que estaban abajo, conversando en la puerta de entrada del edificio. Estos se pusieron rápidamente en acción y en el mismo momento en que los kishime se detenían a unos pocos metros de la empalizada, la puerta de la ciudad se abrió y emergieron seis trogas.
Al frente de los kishime estaba Budin.
–¡Li mosi! –exclamó, sin alzar demasiado la voz, y con un gesto elegante de la mano señaló–: Ataquen.
La mitad de sus hombres se lanzaron contra los trogas y ambos grupos chocaron armas en un embate feroz. Los otros kishime eludieron el combate, y ante los sorprendidos trogas que miraban la batalla desde los techos, saltaron la empalizada con facilidad.
–Intentan traer la lucha adentro de la ciudad –murmuró Vlogro, contemplando a los kishime que aun siendo rodeados por trogas, no se inmutaron ni se atemorizaron.
Afuera, Budin luchaba con una troga del clan Vlogro, que joven y elástica, esgrimía la espada con gran habilidad, y parecía atacarlo por todos lados al mismo tiempo. Satisfecho, Budin se entretuvo un rato en la contienda hasta que recordó que sus hombres lo esperaban adentro. Embistió con la hoja alzada vertical, buscando una herida mortal; la troga giró el cuerpo y al pasar, le clavó un puñal en el hombro. Budin se detuvo un poco más allá, sorprendido, se arrancó el cuchillo y la saludó con la espada, antes de saltar dentro de la ciudad, cortando en el camino a un par de trogas que intentaron impedirle el paso.
Ya reunido con los otros kishime, que se estaban defendiendo lo mejor que podían de la sucesión de trogas que parecía interminable, hizo una señal. Los otros dejaron de luchar y retrocedieron un paso. Budin se adelantó de un salto, cayendo entre sus adversarios, y abriendo los brazos, dejó salir una descarga eléctrica que se extendió de sus manos y piernas por el suelo, electrocutando y chamuscando a todos los trogas que se hallaban en un radio de seis metros.
Varios cayeron en su sitio y otros corrieron apenas recuperados del shock. Budin dejó caer los brazos, agotado, y sus hombres prosiguieron el ataque. Uno de ellos envió una bola de energía hacia una casa, y explotó un muro que se desplomó hacia adentro. Los habitantes se salvaron por hallarse en el patio. Otro kishime envió su poder hacia la residencia más cercana, incendiando los establos y provocando una gran confusión; los animales gemían y corrían despavoridos entre el humo y las llamas.
Al fin recuperados del susto por el ataque repentino, los trogas se animaron a enfrentarlos, más que nada rabiosos por la destrucción causada en sus hogares. Los kishime siguieron atacando casas y personas por igual, usando sus habilidades explosivas e incendiarias, y recurriendo luego a las armas cuando ya estaban agotadas. En diez o quince minutos habían causado más daño del que había visto el lugar en siglos.
Budin, en medio de sus hombres que caían al suelo sin fuerzas o heridos por la furiosa turba troga, miró un instante hacia arriba y vio a la anciana Vlogro, rodeada de otros jefes armados que contemplaban con nerviosismo la lucha. Budin saltó hasta la azotea, provocando la alarma de quienes rodeaban a la jefa. Glidria se interpuso entre su amiga y el kishime. Budin sólo sonrió y empuñó su espada. En un abrir y cerrar de ojos desapareció y reapareció detrás de la jefa Vlogro, con el filo en su cuello como si le fuera a cortar la cabeza. Glidria se volvió y aferró la espada, arrancándola de ese peligroso lugar con sus manos desnudas. Budin hizo un movimiento que le hirió las manos y luego le clavó la hoja en un costado. El anciano cayó encorvado al piso y al mismo tiempo, el kishime se desvaneció.
Vlogro contempló el amasijo de cadáveres que restaba de los kishime que habían entrado en la ciudad, sus ropas verdes empapadas de sangre, algunas cabezas separadas de sus cuerpos. También había varios muertos trogas, pero lo que más la perturbó fue la impunidad con que podían entrar y salir de Frotsu-gra, desvaneciéndose en el aire.
Cáp. 10 – Pelea en la playa
Las huellas de que alguien había estado allí recientemente eran inconfundibles; había pensado en eso demasiado tarde. Con un toque de agradable intriga, trató de imaginar qué pasaría cuando fueran a buscar Fishiku. ¿Todavía habría descendientes fieles a la causa de los rebeldes kishime? ¿Darían alguna clase de ayuda a los tukés? ¿Tendría que destruir a los tukés, visto que eran los únicos humanos que no aceptarían su dominio? Posiblemente, se contestó Sulei mientras caminaba junto a sus soldados por las colinas verdes que rodeaban Sidria, buscando más pistas sobre la dirección que habían tomados los humanos. Si pudiera, de alguna forma, encontrar el palacio perdido entre dos dimensiones... pero Mateus se había llevado los manuscritos y borrado toda indicación que permitiera encontrar las pistas.
–File Sulei, hay un pueblo adelante pero ha sido abandonado –se acercó a informarle Zelene.
–Bien, supongo que los humanos empiezan a darse cuenta de lo que sucede y están huyendo. ¿En qué dirección?
–Al oeste y al norte, fuera de nuestro camino y donde pueden encontrar comida. Parece que algunos miembros del Kishu se nos han adelantado, señor, y de aquí en adelante veremos las huellas de su paso.
Los kishime pasaron por el poblado vaciado a toda prisa la noche anterior, y Sulei no tardó mucho en encontrar la espada clavada en medio de la calle; extraña señal. Se acercó y la contempló, dubitativo, como si temiera que de tocarla fuera a explotarle en las manos.
Luego, su rostro se iluminó.
–¡Es la espada de Claudio! Tiene aún la esencia de la humana y la sangre en el filo –se dijo, arrancándola del suelo–. ¿Qué quiere decir esto? Hay algo envuelto en la empuñadura...
Desenrolló un delgado lienzo con signos escritos por una mano temblorosa, usando como tinta barro o excremento. Contenía un mensaje en la lengua antigua. “¡Qué ingenioso!”, lo felicitó Sulei.
Lodar contempló la vasta extensión de mar que se abría más allá de la arena y rocas, un océano acerado y frío, revuelto y hostil como nunca había visto. Parecía que el mar estaba de parte de los trogas y se resistía ante su llegada. Pero inevitable sería, pensó paseando la vista por los kishime que lo acompañaban, entrenados y serenos, prontos para abordar una batalla, y luego miró a los dos trogas que se habían quedado allí, detenidos en guardia, esperando la señal para moverse.
Hizo una seña alzando dos dedos de su mano derecha, y como movidos por un resorte, tres kishimes comenzaron a bajar hacia ellos. Apenas parpadearon y los trogas se confundieron con el color y textura de la arena. Pero con la luz oblicua y a los ojos de guerreros entrenados, sus trucos no funcionaban tan bien. Lo kishime se abrieron y luego se pararon, afirmando un pie en el suelo mientras ponían sus espadas a nivel de la cintura. Trevla salvó la distancia en unos saltos breves que apenas tocaban el suelo, dejando rastros minúsculos, y pasó entre dos de los kishime. Se dio vuelta, se tornó visible y sacó una daga de entre sus ropas. La arrojó a un enemigo, pero este ya se había vuelto por el sonido del filo cortando el aire, y la desvió con un golpe horizontal de espada. Vlojo había atacado directamente al kishime del extremo, enviando un puñetazo directo a su rostro. El kishime lo esquivó y contraatacó con una estocada que no vio venir. La sangre goteó por el suelo antes de que él mismo se diera cuenta de que lo habían herido en la espalda. Dejó su camuflaje por inútil y se dispuso a pelear de frente.
Mientras, Trevla había sacado otra daga para enfrentarse a los dos kishimes. Logró aferrar a uno por el brazo y lo lanzó al aire. Surcó un momento el cielo y aterrizó sobre sus pies, resbaló, frenó y en seguida giró para volver a atacar. Jadeante, Trevla apenas esquivó un corte del otro kishime y corrió. Se zambulló, burlando en el último segundo la punta de la espada que lo embestía a gran velocidad y lo venció con su masa. El kishime cayó al suelo, noqueado. Pero no podía descansar porque el otro ya lo estaba atacando por la espalda.
Vlojo ya tenía tres heridas, y había logrado golpear al kishime en el rostro, lo que le permitió zafarse de su continuo ataque por un instante, para retroceder, tomar impulso y empuñar su cuchillo. Trevla cortó el aire con su daga, el kishime saltó por encima y lo pateó en la cara, no con fuerza para tirarlo al piso pero bastante para enfurecerlo. El kishime dio una voltereta hacia atrás y cayó de pie. Trevla lanzó la daga directo a su pecho y notó, asombrado, que su hoja quedaba pegada en la espada kishime, como si fuera un imán. El kishime sacudió la espada y la daga cayó al suelo, luego movió su brazo y la daga cobró vida y salió volando hacia su propio dueño. Se le enterró en el hombro a Trevla, tocando un nervio que le causó extremado dolor. Gritando, la arrancó, pues la necesitaba como arma. Esperó que el kishime se acercara confiado, y asestó un golpe rápido, una extensión del brazo directo a su cuerpo.
El kishime se detuvo, como sorprendido, porque Trevla le había efectuado un corte diagonal que le cruzaba el pecho, aún a costa de sufrir una estocada que le atravesó la cadera. Por suerte Lodar les había hecho vestir adecuadamente para la guerra, y ahora notó con alivio que la daga había despanzurrado su peto de cuero pero apenas rozado su piel. El troga había notado la resistencia al hacer el corte y sabía que no podía estar herido, pero aprovechó la cercanía para golpearlo con el puño. El kishime echó la cabeza hacia atrás, sangre brotando de su nariz y boca, y pareció a punto de derrumbarse, pero en seguida volvió a enderezarse y arrancó su espada de un tirón, destrozando la carne del troga y abriéndole la herida para que sangrara. Trevla vio por el rabillo del ojo que Vlojo intentaba golpear a su adversario con puños y cola, con golpes alternados que al kishime le hacían perder terreno, pero ningún daño.
Desde lo alto, los demás observaban la lucha con interés deportivo. El tercer kishime se estaba recuperando del golpe, apoyándose sobre un codo para levantarse, y Lodar envió a otro para traerlo. Los otros dos mantenían una lucha pareja con los trogas, sufriendo algunas heridas y golpes, pero todavía podían ganar. Vlojo tenía pocas heridas, pero su adversario era tan rápido como él dando y recibiendo golpes, además tenía un arma mientras que él había perdido la daga en algún punto. Por su parte, Trevla se hallaba un poco mareado por el dolor en la cadera y el hombro, pero bastante excitado como para atacar con energía. Su oponente lo mantenía a la distancia del largo de su espada en una danza metódica y desgastante. Trevla veía su oportunidad en el pecho abierto del kishime, si pudiera alcanzarlo con sus garras, pero para ello tenía que arriesgarse a ser atravesado por la espada.
Estaba tratando de decidir si lanzarse hacia delante o buscar otra chance, cuando escuchó a lo lejos ruidos y gritos que se iban acercando. Fretsa venía con el resto de sus guerreros a gran velocidad, aprovechando la arena húmeda y firme de la orilla. El sol había dispersado la neblina matinal y los kishime se distinguían con claridad sobre las dunas. Trevla embistió y la hoja de la espada kishime entró en su costado debajo del corazón. Sintió la caricia fría del metal y el ardiente fuego que le siguió, y al mismo tiempo, apretó el fino cuello del kishime que lo miraba asombrado por su valor, desgarrando la piel con sus uñas. El kishime se apartó, sofocado en su propia sangre; abandonando la espada en el pecho de Trevla. Vlojo vio caer a su compañero de rodillas, manteniendo el equilibrio gracias a la cola de reptil, y no pudo evitar alargar un brazo hacia él cuando se desplomó de lado, los ojos cerrados. A la vez, notó que su adversario se había detenido, expectante, y escuchó la voz de mando de Fretsa, ordenando a sus guerreros atacar. Raño había vuelto pronto, ¿por qué tenía que sacrificarse sólo Trevla?
Sin aguardar a que los otros guerreros los alcanzaran, Vlojo se lanzó de cabeza entre la tropa kishime, usando puños, dientes, cola y cabeza para atacar a cuantos tenía en su camino.
El curandero estaba cansado, y hubiera deseado tener un clan más numeroso para poder atender a los heridos. Pero irónicamente, muchos de su familia habían muerto por envenenamiento de comida hacía unos cincuenta años, y ahora sólo le restaba un hermano casi tan viejo como él y un sobrino que vivía lejos, exiliado. La jefa Vlogro pasó a visitar a los heridos, los únicos dos sobrevivientes del encuentro a las puertas de la ciudad y unos cuantos quemados y electrocutados en el disturbio que siguió adentro. Observó los camastros sucios que llenaban por completo la habitación de techo bajo. El curandero comentó que nunca había tenido tantos que cuidar, mientras revolvía líquidos y aplastaba hierbas en un mortero grande.
–¿Necesitas hierbas? ¿Camas, lienzo, agua? –inquirió la jefa–. Puedo mandarte un par de ayudantes.
El curandero asintió, Sonie Vlogro no supo bien a qué. Tal vez necesitaba de todo.
–¿Cómo estás, amigo? –soltó la anciana al llegar junto al sillón donde reposaba Glidria, todavía con buen ánimo, los ojos brillantes y atentos, a pesar de la venda que le envolvía el torso.
–Bien, Sonie... Creo que igual me quedaré un rato por aquí, porque puedo ayudar con las heridas y preparar brebajes.
La anciana salió del ambiente sombrío y balsámico a la luz casi dolorosa del exterior. Dos mujeres del clan la esperaban en la puerta, armadas, y la acompañaron al cruzar la plaza hacia la taberna de Froño. La jefa se detuvo en la puerta y al momento se halló rodeada de una ronda de trogas: los guardias que habían estado comentando lo sucedido durante la noche y los que habían vigilado el mar y no habían tenido ocasión de ver a los kishimes pero habían observado los destrozos en las calles. Les comunicó que iba a salir una barca para todos los que no pudieran pelear, rumbo a las islas, y los demás debían prepararse para un gran ataque. En silencio, cada uno se alejó, los gritos de protesta guardados en sus gargantas.
Raño había tenido suerte al encontrarse de golpe con una partida de guerreros que venían en su dirección, entre los cuales se encontraba Fretsa. Le comunicó las noticias y la troga apenas escuchó dio órdenes de que corrieran en auxilio de sus compañeros. Luego, empleando un delgado canuto, silbó, y de las rocas y pastizales empezaron a surgir más guerreros, dejando a Raño admirado por su destreza para ocultarse.
El ataque de Lodar fue cauto y bien pensado, sin arriesgar todos sus hombres a la vez ni perder la ventaja del terreno alto. Desde allí podía verificar que no se acercaran otros trogas y los sorprendieran por la espalda. Tres enviados por Fretsa, que hicieron un rodeo antes de llegar a la playa y alcanzaron el punto según indicaciones de Raño, intentaron derribar a Lodar y sus ayudantes, pero el jefe kishime estaba preparado para eso. Uno de los trogas cayó, una lanza atravesada en el corazón, gracias a un kishime que había estado camuflado bajo la arena de la hondonada. Los otros dos se vieron sorprendidos también por detrás y tuvieron que luchar a dos frentes, en lugar de llegar furtivamente y asesinar.
En la playa, Fretsa sostenía una acometida incesante sobre los kishime. Había visto de lejos la caída de Trevla y el ataque desesperado de Vlojo, y no podía desperdiciar sus vidas. Tenía que marcar un alto a los kishime, impedir que cercaran Frotsu-gra. Mientras que ella, en medio de la acción, dirigía y luchaba con sus tridentes de igual a igual contra las espadas kishime, unas guerreras habían logrado desplazar el combate hasta los esteros que comenzaban más allá. Engañados, tres kishime siguieron a dos trogas del clan Fretsa que parecían huir. Se metieron entre los juncos salpicando rocío de agua y los kishime las siguieron, quedando al instante empantanados hasta la cintura. Ellas, conocedoras del bajío desde chicas, sabían donde pisar y les llevaban ahora la ventaja. Los kishime saltaron hacia las mujeres, pero aterrizaron de nuevo en un metro de agua salada, mientras ellas empuñaban sus dagas.
Luego de media hora de combate intenso, cuando Fretsa ya casi alcanzaba el lugar donde estaba parado Lodar, este comenzó a ordenar a sus hombres que se reunieran. Los kishime dejaron la playa en retirada, y los trogas fueron contenidos por su jefa. Primero tenían que ver en qué estado se hallaban; no podían perseguirlos sin saber si se dirigían a una trampa. Lodar la observó desde lo alto mientras sus hombres lo pasaban a toda velocidad, perdiéndose en las dunas como espectros. Fretsa enfundó sus tridentes en la cadera con un ademán violento, Lodar se volvió y desapareció.
Raño la estaba llamando, mientras estudiaba los restos de la escaramuza:
–Jefa, mire esto.
Entre los surcos marcados en la arena, semienterrado, había encontrado un bulto oscuro. Ella caminó unos pasos y se agachó. Raño había destapado un cuerpo troga.
–¡Es Trevla! –exclamó Fretsa, traicionando un poco de emoción cuando tiró de su cuerpo con manos temblorosas–. Era uno de mis mejores hombres.
–Todavía puede ser –contestó Raño, viendo que abría los ojos débilmente.
El que más se alegró fue Vlojo, que lleno de cortes, costillas quebradas y un brazo dislocado, venía siendo sostenido entre dos mujeres troga que habían salido ilesas de la pelea.
–Estos dos son muy fuertes o tienen demasiada suerte –comentó Raño, mientras contemplaba los cuerpos kishime y los trogas caídos.
Ningún bando había tenido muchas bajas, porque sus jefes no habían forzado un resultado definitivo. Ahora cada uno conocía sus respectivas fuerzas. Fretsa sorteó las dunas de un salto, usando sus alas para planear, y en la distancia pudo divisar el grupo que se dirigía al desierto de piedra. Los verían de nuevo muy pronto.
Sulei caminó solo por un trecho de pastos altos que bordeaban el río. Allí las aguas formaban un remanso y giraban sobre piedras chatas que no se atrevían a asomar en la superficie. Su sirviente Zelene había quedado atrás, oculto en un bosque que se veía a lo lejos, porque había insistido en acompañarlo; como ahora era jefe del Kishu no podía andar sin protección, había dicho. Pero Sulei sabía que si no venía solo el humano no le diría lo que quería.
–Hola, qué oportuno lugar elegiste para nuestro encuentro –saludó al tuké que estaba sentado en los restos de un antiguo dique de piedra–. Justamente tenía que pasar por un lugar cercano para atender mis... asuntos –agregó, mirando a lo lejos la cadena montañosa que nacía en el horizonte envuelta en una neblina grisácea.
–Así que vino –musitó Tobía, la cabeza inclinada como si estuviera concentrado en el río.
–Claro, adolezco de una sana curiosidad –declaró Sulei, tirando la nota a sus pies–. Y alguien que puede escribir en el alfabeto antiguo, aunque sea sólo un lugar y día, merece mi atención. Ahora dime, ¿qué quieres?
Tobía alzó la cabeza, descubriendo su capucha para mirarlo directamente a los ojos, y dijo:
–Supongo que tu oferta sigue en pie. Así que quiero que me devuelvas las gemas de mi templo.
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