La noche caía sobre las almas de los muertos,
Los lamentos coloreaban el cielo con los sonidos,
De las cadenas de los condenados,
Que era la música de aquellos lúgubres parajes.
Él estaba sentado en su trono de cráneos,
Blasfemo como siempre lo había sido,
Orgulloso como la humanidad
Y cruel como el destino.
Sus ojos lujuriosos observaban a la muerte con deseo,
Sus manos acariciaban la cabeza de su mascota,
Una de las tres cabezas huesudas y negras,
Uno de los tres horrores que caminaban sobre un cuerpo,
Una de las armas asesinas de un animal endemoniado,
El cual dócilmente aceptaba las caricias de su amo
Observando con deseo a las almas que pasaban.
Él estaba sentado como cada día,
Observando pasar a los condenados hacia sus recintos,
Planeando los castigos para cada uno
Y enviándolos al infierno que merecían.
Teniendo en su mente el mapa que Dante imaginó,
Sabiendo a quien enviar a cada círculo,
Ahí estaba sentado él, el juez del infierno.
Las almas pasaban una a una,
Él las condenaba sin siquiera escucharlas,
Sabía cada una de sus faltas y donde debía castigarlas.
Todo siempre había ido bien,
Las almas pasaban y él las iba condenando
Y enviando a donde debían estar.
Pero hubo una noche,
Una noche sangrienta y tenebrosa,
En que llegó el alma de ella,
El alma de Anatea.
Llegó con sus faltas expuestas ante el juez,
Pero cuando iba a pronunciar respuesta,
Cometió el mayor error que en muerte había cometido,
La miró.
Tenía una larga y sedosa cabellera color miel,
Una cabellera cálida que se movía con el aire,
Una cabellera que aún muerta brillaba
Con los destellos de fuego del infierno.
Tenía unos grandes ojos llenos de inocencia,
Húmedos por el llanto de haber sido traicionada,
Vacíos de sentimiento después de una traición,
Pero sedientos de ser amados.
Unos ojos que veían al vacío propio,
A un mundo que alguna vez tuvo en sus manos,
A una fantasía hermosa que fue destruida
Y a la causa de ello, una traición.
Tenía unos rasgos de diosa,
Sus finos rasgos junto a sus grandes y profundos ojos,
Daban la sensación de solo desear amor.
Su cuerpo delgado, tal vez no llamaba a los hombres por montón,
Pero su frágil figura daba ganas de protegerla,
De abrazarla y tenerla a salvo,
De amarla y explorarla,
De poder tenerla, tan solo para resguardarla.
El juez calló ante su belleza,
Y la sentencia nunca pronunció,
Entonces de tanto demorarse,
Un ángel apareció,
Pues si el juez su sentencia no dictaba
Significaba que la muerte se equivocó,
Y así se llevaron a Anatea
Al paraíso,
Dejando al juez solo en el vacío,
Observando apenado
El techo del subterráneo,
Siempre deseando, a su amor volver a ver.
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