Una potente luz diamantina le envolvía e iluminaba su cara adolescente.
Invadida de una paz jamás sentida, se dejó abrazar por ella.
Los colores iridiscentes de mil arco iris envolvían, dentro de esa luz que todo invadía, los muebles, las estanterías con muñecos y libros, y hasta la bicicleta brillaba de una manera especial.
Sentada sobre la cama lo observaba todo embelesada. No pensaba apenas, sólo sentía.
Su quietud interior le estaba haciendo vivir algo nuevo, distinto a cualquier sensación que hubiera vivido anteriormente. Ni siquiera el recuerdo de aquel beso en los labios que un día recibiera de un compañero de clase sentados en un banco del parque podía igualarse.
Por un momento dudó si estaba dormida aún. Sólo fue un segundo.
Un torbellino luminoso se aproximó hasta situarse sobre la colcha y vio hundirse el colchón como bajo el efecto del peso de alguien que se sentara en él. No sintió desasosiego alguno.
La masa luminosa fue tomando forma humana lentamente como para no asustar a la joven que, en unos minutos, que le parecieron instantes, pudo visualizar a su querida abuela, la que durante su niñez más le había comprendido y ayudado en su peculiar modo de observar la vida.
Le sonrió la anciana desde el corazón, su rostro desprendía brillos nacarados cálidos que la muchacha sentía como oleadas calientes directas a su pecho.
No movían los labios, ambas se mostraban el lado más hermoso de sus semblantes y sus miradas descansaban la de una en la de la otra.
Tras ese lapso de intemporalidad todo volvió a su color habitual.
La púber se recostó de nuevo, cerró los ojos y dejó que por unos minutos se asentaran en ella las ideas que su abuela depositó como flores frescas en su alma.
Un murmullo le llegaba desde la planta baja, voces que paulatinamente crecían en intensidad hasta convertirse en una discusión.
Una vez más su padre y su madre estaban enzarzados en una discusión. El corazón se le oprimió por un instante. Reaccionó de inmediato y, recordando la imagen de la abuela, acumuló valor para vestirse y bajar al comedor.
Su hermanito de meses lloraba desconsoladamente sobre la cuna y sus padres, al verla, callaron por un momento.
Con los ojos arrasados en lágrimas y su dulce sonrisa se aproximó al padre y le abrazó intensamente. Él respondió al abrazo y sollozó, desbordando en lágrimas la tensión acumulada.
No dijo nada la hija.
Cuando consideró que su abrazo había hecho el efecto preciso se volvió hacia su madre que se había vuelto a consolar al bebé.
Al abrazarla, su madre sintió derretirse el iceberg que se había formado en su corazón momentos antes. La chica le habló al oído, desgranó unas pocas palabras y la besó en la mejilla.
Marido y mujer se miraron hondamente ya sin aspereza y se acercaron para besarse y abrazarse largamente.
Como cada día, después de desayunar, cogió su mochila con los libros de texto, volvió a besar a sus padres y salió a la calle camino del instituto.
Cruzó varias calles, dobló por una esquina y su sorpresa fue enorme cuando, en la acera de enfrente, vio a su abuela sonriéndole junto a una farola. Su deseo de abrazarla le hizo saltar a la calzada sin apercibirse de la proximidad de un autobús que, sin tiempo de frenar, la arrolló de pleno.
Su delgado cuerpo quedó tendido junto a los libros y la mochila, la sangre los rodeó formando una corola de pétalos de amapola.
Ella miraba, abrazada a su abuela, desde la acera de enfrente con serenidad la escena.
Juntaron sus cabezas y un gato blanco y negro se paró frente a la farola deslumbrado por tanta luz.
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