Tú ganas: yo pierdo. Siempre, y a volver a empezar. No importa si yo soy Ella o si soy Él. No hay géneros para los que pierden. Los perdedores siempre somos anónimos, difusos, pasajeros, efímeros, vanos, ambiguos. Las amebas siempre pierden. Yo nunca quise ganar. Jamás quise colgarme la medalla en el cuello y llevarme el trofeo a casa para que Juan se alegrase por mí y Clarise me deseara lo peor. Nunca intenté acelerar el paso en la meta final, alongar mis músculos, eyectarme. Nunca pude anticiparme al triunfo, saboreando el sudor de mi esfuerzo. Pero, sí me anticipé a la derrota, varias veces. Lloré antes de tiempo. Siempre lloro antes de tiempo, es como un ensayo del sufrimiento: saber que algo dolerá, se quedará el nudo en la garganta, el agujero en el corazón, el mar en los ojos. Así pasa cuando nos despojamos, cuando renunciamos, cuando no estamos listos para ser felices. Yo aún tengo miedo. Por eso me quedo en el partidor, y cuando suena el pitazo de inicio, me demoro a propósito, tropiezo, les doy ventaja a ellos que salen raudos, atropellándome, riéndose (desde mi calma puedo ver cómo sonríen), anticipándose a la victoria. Y a veces también sonrío, porque soy feliz por ellos que son felices. Pero, no es falta de egoísmo. Es sólo que el yo-perdedor crece con el triunfo ajeno, se regocija de sí mismo, de su esencia, de su condición de invicto: cero victorias.
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