Ayer volví de casa de mis padres de comer y encontré abierta la puerta de entrada del edificio donde vivo. En mi piso siempre están de obras, por lo que a menudo se queda así para que los obreros entren y saquen material. Andaba distraído, sumido en mis pensamientos como de costumbre. Un señor entró al mismo tiempo que yo. Le saludé sin siquiera mirarle. El me contestó: «hoola» y el tono de su voz me puso los pelos de punta. Aquel hombre buscaba algo: el saludo un punto más enfático de lo normal, la sonrisa de vendedor de Biblias... A veces me cuesta reconocer a mis vecinos, pero estaba casi seguro de que no había visto a aquel hombre en mi vida. Entramos en el ascensor. Es el ascensor más estrecho que conozco, un pequeño armario, un cajón en el que en ningún caso caben más de tres personas. Le pregunté a qué piso iba.
—Al último, ¿y usted?
—Al ocho —dije y apreté el botón.
—¿El último?
—Sí, el octavo es el último piso.
Se cerraron las puertas y aquel hombre bigotudo se quedó mirándome fijamente y esbozó una amplia sonrisa llena de dientes de oro. Se sacó un papel plastificado del bolso y lo desplegó ante mis narices. En el papel había una foto de una niña con un texto debajo. Leí las primeras líneas, decía algo de que la niña padecía cáncer y necesitaba mi ayuda para no sé qué tratamiento. A la derecha del papel había una lista con los nombres de las personas que habían colaborado, su número de DNI, firma y la contribución económica que habían hecho: 15 €, 20€, 50€.... Menuda encerrona y aún me quedaban ocho interminables pisos de viaje. Tal vez en otras circunstancias hubiera colaborado con la causa. Pero no me gustaba verme forzado y además, este hombre sonreía demasiado para que su hija se estuviera muriendo de cáncer. Me quedé bloqueado, confundido y empecé a emitir sonidos inarticulados: «Aaaah...eeeeeeh...mmmmaaaaahhh...» Rebusqué tímidamente en los bolsillos y acabé soltándole un ridículo: «Vaya.... no tengo cambio.» El hombre se guardó el papel. Estaba claro que era extranjero, un gitano moldavo o algo así. Me preguntó si vivía con alguien. Yo le dije que no.
—¿Sólo? —dijo el tipo con tono de lástima — ¿No está casado?
—No.
—¿Cuántos años tiene?
—Treinta y uno —le dije.
Y entonces aquel hombre puso cara de pena y me rodeó con sus brazos mientras decía, «¡Oooooh, treinta y uno!», como si me diera el pésame por haber perdido a un familiar. Mientras el tipo me abrazaba, a mí sólo se me ocurrió decir: «Pero guay, ¿eh? No estoy casado, pero guay». Al fin, el ascensor llegó al último piso. Cuando salimos volvió a sacarse el papel del bolso, pero yo miré hacia otro lado y le dije que lo sentía pero no. El tipo seguía pegado a mi espalda, mientras intentaba abrir la puerta de mi casa y la llave se negaba a meterse en la cerradura. Cuando cerré la puerta tras de mí, le oí llamando al vecino.
|