Risas y voces femeninas perfumaban con su esencia la tranquilidad de la casa de ventanales abiertos a una tarde que languidecía en naranja. Un grupo de mujeres de distintas generaciones sentadas en círculo, intercambiaban anécdotas de partos, comentarios alusivos al precio de los pañales y lo indicado por sus pediatras de confianza sobre la mejor forma de amamantar. Compinches, compartían la cosquillosa excitación del alumbramiento, en una auténtica fiesta del instinto maternal.
Abajo, como eje de todos sus rostros, perdida su figura en un enorme moisés, un bebé dormía plácidamente boca abajo, arropado con apenas una manta liviana.
La llegada de la nueva visita provocó un inusitado alboroto que enseguida dio paso a una expectativa palpable. Con paso tranquilo y tras saludar a cada una de las presentes, Guadalupe se encaminó a conocer a su nuevo sobrino, ante la mirada ansiosa de un entorno que estallaba por darle la noticia de que se trataba de su futuro ahijado. Manos de dedos largos y fibrosos se hicieron nido en un gesto tierno para levantar al pequeño y presentarlo a quien en adelante lo mimaría sin sujeciones, colmándolo de caprichos, caricias y anécdotas compartidas, en esa particular relación que a menudo se crea entre madrinas y ahijados.
Somnoliento en brazos de su madre, el niño fue exhibido como una ofrenda, a los ojos ansiosos de su tía, quien ebria de felicidad pronto pronunciaría una de esas frases tan propias del momento como “qué preciosura”, “igual a vos”, “qué hermosos ojos”, o algo. ¡Por Dios, algo!
Traicionada por la fealdad del pequeño, (a sus ojos, una cucaracha boca arriba retorciéndose en pugna por recuperar el equilibrio) Guadalupe hurgó angustiada en el arcón de los comentarios apropiados para esas circunstancias, pero todo lo que pudo pronunciar al cabo de segundos interminables fue “qué bien que respira…”
La frase continuó repiqueteando en el aire irrespirable y en la memoria de los presentes, por muchos años.
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